Intensificación, redistribución y jerarquización

Dentro de un espacio ecológicamente restringido, como era aquel, sólo se podía alimentar a una población en crecimiento gradual mediante el incremento de la producción, que trajo consigo la aparición del excedente y de las elites, o la expansión que dio lugar a comportamientos cada vez más militaristas y a la mejora de las técnicas agrícolas. Las aldeas neolíticas se vieron a menudo impelidas a intensificar sus esfuerzos en la producción de alimentos a fin de mantener el equilibrio población/recursos y reducir la presión demográfica. A menudo ello era provocado por un descenso de los rendimientos, ocasionado por una disminución de la eficacia tecno-ambiental, como consecuencia del empobrecimiento paulatino del suelo, con lo que cada vez se conseguía menos por unidad de esfuerzo invertida en el trabajo agrícola.

Originariamente la regulación del crecimiento de la población mediante el infanticidio preferencial femenino había constituido un notable avance cultural sobre las restricciones impuestas por la naturaleza. Era precisa una fuerza muy potente para inducir a los padres a que descuidaran (infanticidio por negligencia) o mataran a sus propios hijos, y particularmente poderosa para que lo hicieran de una forma selectiva en favor de los varones. La guerra procuró esa fuerza y esa motivación, pues hizo depender la supervivencia del grupo de la crianza de hombres preparados para los combates (Harris: 1978, 62). Pero también actuaba la tendencia contraria, esto es: limitar los efectos de la presión demográfica mediante el incremento de la producción alimenticia.

La propia guerra, que por un lado reducía el número de mujeres fértiles de cada comunidad, constituía así mismo un acicate para criar más mujeres, que a su vez engendrarían más varones combatientes. Está fue probablemente una de las contradicciones que presidió la vida de las aldeas agrícolas neolíticas. En un estadio paleotécnico de agricultura incipiente poco era lo que podía hacerse a fin de incrementar la producción de alimentos, sino era poner a trabajar más gente durante más tiempo. Aún así, los límites medioambientales eran estrictos, dependiendo fundamentalmente del tipo de cultivos, de la pluviosidad media anual y la humedad del suelo. La posterior invención del arado, y la aplicación de técnicas de regadío, a la vez que terminarían por relegar definitivamente a las mujeres a la esfera de las tareas domésticas, permitió finalmente rebasar tales constricciones ecológicas aumentando notablemente el resultado de las cosechas. Nuevos territorios fueron colonizados y gracias a la disponibilidad de más alimentos las poblaciones crecieron aún más. En el camino se fueron sentando las bases que posibilitarían el nacimiento de los primeros contrastes sociales en torno a un acceso crecientemente desigual a los recursos.

Historiadores, arqueólogos y antropólogos están por lo general de acuerdo en que la intensificación de la producción agrícola fue en última instancia el medio que facultó la aparición de las élites y de los primeros síntomas de desigualdad social. Era necesaria la existencia de un excedente para que pudiera darse su apropiación por parte de un grupo o un sector social determinado. Los estímulos, que actuaron de una forma combinada, pudieron ser, la necesidad de hacer frente a las necesidades sociales (ceremoniales y ritos comunitarios), el crecimiento de la población, el descenso de los rendimientos en la producción agrícola como consecuencia del progresivo agotamiento de los suelos al reducirse la frecuencia de los barbechos, la disponibilidad de cultivos más rentables y la aparición de nuevas técnicas. Cómo se produjo tal apropiación continua siendo motivo de polémica, si bien parece que la capacidad de movilizar fuerza de trabajo y el acceso restringido a conocimientos específicos pudieron jugar un papel muy destacado.

Puesto que el modo de producción doméstico tiende a limitar la obtención de recursos a unos mínimos aceptables de subsistencia (nadie trabaja más sino se encuentra forzado a ello), fueron la reciprocidad y el ceremonial las fuerzas sociales que estimularon una producción más allá de tales límites, a fin de garantizar un aprovisionamiento colectivo con el que hacer frente a los diversos imprevistos y situaciones graves de emergencia. Las gentes de las comunidades agrícolas aldeanas no solo necesitaban producir lo necesario para alimentarse y sobrevivir, lo que llamamos fondo de subsistencia, sino que también necesitan apartar la semilla suficiente para asegurar la próxima siembra con la que procurase una nueva cosecha y mantener en buen estado el equipo (herramientas, animales) imprescindible para la producción, lo que constituye el fondo de previsión o reemplazo.

El trabajo y la vida, que se realizaban en comunidad, precisaba por otra parte de la cooperación que se hallaba regulada mediante la reciprocidad y un conjunto de normas ceremoniales (festividades y rituales vinculados al calendario agrícola, rituales de fertilidad, ritos de iniciación, etc) que así mismo era preciso costear (fondo ceremonial ). La cooperación era además necesaria para la realización de los trabajos comunales (empedrados, pozos, drenajes, fortificaciones) que documentamos en yacimientos como Hacilar, Arpachiyah, Tepe Gawra o Tell es-Sawwan. La reciprocidad, como forma de distribución e intercambio de bienes y servicios, empezó por practicarse dentro de los propios grupos de parentesco (linajes) y al emanar de ellos hacia el exterior creó los vínculos necesarios a fin de asegurar la cooperación y la solidaridad social. Cuando la reciprocidad se centralizó, cuando alguien (por ejemplo, los "ancianos") asumió el control sobre la forma en que debía ser ejercida, se convirtió en redistribución, que resultaba más eficaz para asegurar la distribución de bienes, información y servicios en poblaciones que habían aumentado de tamaño y densidad.

Con su marcado aspecto ceremonial la redistribución tenía unos fines destinados a reforzar la integración y la estabilidad del sistema socio-cultural, manteniendo la cohesión social. A través de los programas de rituales se podían detectar las disparidades (los diferentes índices de productividad de los campos, etc.) y se hacían circular, de forma ceremonial, los recursos, las obligaciones y los derechos sobre la tierra entre los miembros de la comunidad social. Aunque los rituales redistributivos eran costosos, de hecho supusieron por ello una primera oportunidad de producir excedente que luego será empleado socialmente en beneficio de todos, al tiempo que proporcionaban buenos servicios y eran más eficaces como reguladores que los dirigentes informales ("ancianos") situados al frente de los diversos grupos de parentesco (Flannery: 1977, 36).

Las personas situadas en el centro de las redes de redistribución, integradas por parientes, amigos, vecinos y aliados, eran las más adecuadas para convencer a las restantes de lo provechoso que resultaría aumentar sus esfuerzos productivos, ya que dentro del sistema ceremonial, redundaría en un aumento de su prestigio, que a su vez se convierte en rango dentro del circuito matrimonial. Los linajes capaces de costear los ceremoniales más grandes, que suelen asumir el aspecto de fiestas en las que se consumen grandes cantidades de alimentos bajo los auspicios de los espíritus de los ancestros, son los que alcanzan más rango en la jerarquía social, con quienes más interés pueden tener los demás en establecer alianzas, pero cuyas mujeres resultan al mismo tiempo socialmente más "caras". Como ha sido explicado, el funcionamiento de un sistema como éste transforma los círculos igualitarios de matrimonio en una jerarquía política y económica de linajes que dan mujeres y linajes que reciben mujeres, produciéndose un reagrupamiento de los mismos en círculos de aliados capaces de pagar un precio similar por la novia.

El resultado fue, por una parte, la creación de un excedente que pudo ser utilizado para incrementar el rango y prestigio de ciertos linajes por medio de festines redistributivos bajo la forma de banquetes y ceremonias rituales, y para obtener bienes de prestigio (productos raros, exóticos o costosos) que luego serían empleados para conseguir más mujeres (precio de la novia) y aliados (obsequios). Gracias a ello, y por otra parte, crecieron en importancia determinados grupos familiares, lo que permitió a sus "ancianos" alcanzar una posición preeminente de consideración social que anteriormente no existía. Surgió de este modo otro tipo de oposición o contraste que venía a añadirse a los ya preexistentes entre los grupos de edades y sexos, y entre grupos territoriales distintos.

Los linajes más poderosos fueron desde entonces aquellos que, merced al excedente que producían, conseguían más mujeres que incrementaban el tamaño de la fuerza de trabajo (hijos) con lo que se aumentaba el excedente, que luego era invertido ceremonialmente en lograr prestigio que se transformaba en un rango más elevado mediante el casamiento de las hijas del linaje. Al aumentar éstas su "coste" social sus futuros maridos debieron satisfacer un "precio de la novia" más elevado en regalos o prestaciones laborales, con lo que se incrementaba aún más el excedente del linaje principal. Los grupos más débiles se supeditaron así a los más poderosos, cuyos "ancianos" accedían de esta forma a posiciones de prestigio y autoridad que ya no estaban al alcance de todos. Surgieron los jefes hereditarios, una incipiente aristocracia formada por sus parientes más cercanos (habitualmente los linajes de los hermanos mayores en un sistema patrilineal), y los "plebeyos" (Friedman: 1977, 202 ss). La sociedad jerarquizada había comenzado su existencia.

Hasta ahora hemos descrito el proceso en virtud del cual las aldeas agrícolas neolíticas "igualitarias" pasaron a convertirse en comunidades jerarquizadas según la perspectiva elaborada por los antropólogos culturales. El registro arqueológico, por otra parte, ofrece datos que permiten apoyar esta reconstrucción. Asentamientos como Hacilar o Chatal Hüyük, sin presentar nítidos contrastes que hagan pensar en la existencia de desigualdad social, parece que eran capaces de generar ya el excedente necesario para mantener una incipiente especialización que probablemente recaía sobre determinados grupos domésticos y familiares.

No obstante la difusión entre la población de las prácticas y actividades rituales y religiosas indica que aún no eran patrimonio exclusivo de ningún grupo especializado en tales menesteres, como se aprecia en Chatal Hüyük, donde la constatación de unas cuarenta construcciones, que no se distinguen en otra cosa del resto de las viviendas, pero que tienen signos de haber sido utilizadas como santuarios domésticos, es un argumento en favor de la inexistencia de posiciones centralizadas de jerarquía social, ya que los sistemas simbólicos y religiosos constituyen tanto un refuerzo como un reflejo de la organización social.

El paso de las comunidades igualitarias a las jerarquizadas estuvo marcado por el dominio de la economía redistributiva sobre una red de grupos emparentados. A este respecto, la aparición de construcciones circulares (tholos) que ocupan un lugar central en las aldeas de tipo halafiense ha sido interpretada como testimonio (almacenes) de una economía redistributiva, y por consiguiente, centralizada. Cuando eran varias las aldeas implicadas, la red redistributiva tenía el efecto de diversificar la subsistencia y aportar medidas de seguridad contra factores adversos.

De esta forma, las personas encargadas de esta labor gozaban, sancionada por la vida religiosa de la comunidad, de una posición social respaldada por una autoridad familiar y sagrada, aunque desprovista de poder económico o político (Fried: 1974, 30 ss). El aumento progresivo del tamaño de las aldeas desde Umm Dabaghiyah a Samarra y Halaf, se vio acompañado de diferencias en su estructura interna, con la aparición de edificios y construcciones de utilidad y función "publicas" que los distingue de las domésticas. También aumentó el número de aldeas, estableciéndose muchas de ellas sobre lugares anteriormente desocupados, lo que da pie a pensar en una colonización de nuevos territorios (Manzanilla: 1986; 165), y de acuerdo con un patrón de asentamiento en el que las más pequeñas se sitúan en torno a otras mayores, produciéndose de esta forma una jerarquización de las mismas.

En las aldeas de la cultura de Samarra (Tell es-Sawwan) se documenta ya con claridad tanto la existencia de excedentes, como la aparición de las elites, en tumbas de niños con ricos ajuares, lo cual es interpretado como signo de los inicios de la diferenciación social, al estar asociado el rango al nacimiento (elites hereditarias) y no a la edad, el sexo o la experiencia. Entre estos ajuares destaca la presencia de estatuillas de mujeres y vasos de alabastro que prefiguran las posteriores tallas sumerias del tercer milenio. El "santuario" de Tell es-Sawwan, un edificio que se distingue de los restantes por sus proporciones y contenido, sugiere la existencia de una jerarquía religiosa que ha podido situarse como centro de la vida social y contrasta con la dispersión de los pequeños santuarios domésticos de Chatal Huyuk.

Asimismo la aparición de sellos en piedra para estampar impresiones en las aldeas de Hasuna y Samarra, junto con las marcas de ceramista, han sido interpretados como indicios que denotan una mayor especialización y una incipiente preocupación por la propiedad. La presencia de artesanos especializados se documenta también en la talla del alabastro y en los productos cada vez más elaborados de la alfarería, como ocurre con las cerámicas polícromas de paredes finas pertenecientes a la fase tardía de Halaf.

Los asentamientos halafienses, con su sorprendente uniformidad cultural sobre una vasta extensión geográfica, que se advierte en la notoria similitud de los motivos cerámicos pintados, los estilos arquitectónicos comunes a todos los yacimientos y una gran semejanza de los objetos de pequeño tamaño, representarían, según algunos, el paso de la organización tribal, propia de las fases anteriores, a la jefatura. Constituye ésta la concreción política de una sociedad jerarquizada, con lo que requerirá una mayor comunicación entre las elites de las distintas comunidades que la integraban, propiciando que se compartieran e imitaran bienes de prestigio, definidores de los rangos más elevados en la jerarquía, como la cerámica pintada (cfr: Redman: 1990, 256) que se encontraba fuera del alcance de las habilidades domésticas. No obstante esta opinión no es compartida por todos (Manzanilla: 1986, 359 ss) y surge como posible interpretación alternativa una dispersión de todos estos rasgos llevada a cabo por artesanos itinerantes.