El proceso histórico (II)

La segunda mitad del segundo milenio: los imperios regionales en lucha.
El Bronce Tardío (1550-1200) en el Próximo Oriente, también conocido como período de los imperios combatientes, se caracterizó por la pérdida de la posición central que hasta aquel momento había ostentado la Mesopotamia centro-meridional. A diferencia de lo que había ocurrido a finales del Bronce Antiguo, no hubo ruptura ni discontinuidad entre el nuevo periodo y el anterior, por lo que la supuesta "edad oscura" a comienzos de éste (siglo XVI) no parece haber sido tal, sino más bien la consecuencia de un descenso en la cantidad de documentos que nos han llegado, debido en parte a que las reorganizaciones políticas que dieron lugar a la aparición de nuevas formaciones estatales, Mitanni y la Babilonia kasita, supusieron una primera fase de asentamiento de los procedimientos administrativos.

No existen, por otro lado, trazas de una oleada de invasores indo-iranios a comienzos del periodo, como se ha venido suponiendo a menudo, que supuestamente arropados por su ventaja militar y su movilidad se hubieran constituido en élites dominantes sobre las poblaciones autóctonas, hurritas o semitas. Por el contrario parece que, junto con la difusión del caballo y el carro de guerra de dos ruedas, se produjo también la de los vocablos de índole técnica relacionados con su uso y el gusto por una onomástica de sabor indo-iranio, elementos todos ellos que no eran recientes, sino que desde inicios del II milenio habían sido introducidos en el Próximo Oriente Antiguo por gentes indoeuropeas, desde Anatolia y el Asia central, aprovechando el vacío político y demográfico que había caracterizado la transición del Bronce Antiguo al Medio.

Mientras la Babilonia kasita quedaba relegada a un papel cultural de primer orden, el protagonismo en la contienda política, que se desplaza hacia la franja mediterránea de Siria y Palestina, estaba ahora en manos de imperios de dimensiones regionales, como Mitanni o Hatti, que combatiran entre sí y contra Egipto. La constatación de esta realidad por las elites cortesanas de tales imperios sustituirá la anterior concepción monocéntrica del mundo por otra policéntrica, lo que en el ámbito de la política exterior y de la guerra, que adquiere ahora un carácter aristocrático, se traduce por la existencia de pactos, compromisos y reglas que obligan a todos los contendientes que se reconocen entre sí como potencias con un poder equivalente. Finalemente Asiria reaparecerá como una de estas potencias y, tras poner fín junto con Hatti a la existencia de Mitanni, bajo cuyo yugo había vivido un largo tiempo, el final del periodo queda marcado por su prolongado enfrentamiento militar con Babilonia.

En líneas generales el periodo conocerá la aparición de un nuevo equilibrio regional, consecuencia del desplazamiento del epicentro político y comercial hacia el N.O, con la definitiva eclosión de la alta Mesopotamia, Siria septentrional y Anatolia. La periferia se había convertido en centro y el centro se tornaba periferia. La estabilidad de las potencias regionales que surgen y se consolidan durante esta época será, en general, mayor que la de los anteriores imperios mesopotámicos, y la internacionalización de las relaciones exteriores, diplomáticas o de contienda, conocerá la presencia, militar o comercial, en el Próximo Oriente de Egipto, Chipre y el mundo micénico.

La articulación política se estableció a dos niveles en pequeños y grandes reinos, que a su vez impusieron un sistema de relaciones horizontales, no siempre amistosas, pero en grado de igualdad de trato entre las grandes potencias, y otro de relaciones verticales, de vasallaje y sometimiento que supeditaba los pequeños reinos, que a menudo conservaban sus dinastías, a los más poderosos. En el marco político, un restringido número de "grandes reyes" sentados en el trono de las grandes potencias (Egipto, Mitanni, Hatti, Babilonia y, finalmente, Asiria) y que se dan el tratamiento de "hermanos" en la correspondencia diplomática, mantienen entre ellos una relación de amistad o conflicto, según los casos, y de hegemonía, al mismo tiempo, respecto a los monarcas y príncipes de los estados subordinados a su autoridad, que renovaban periódicamente su lealtad mediante el envío de regalos a la corte imperial, donde algunos de sus hijos se educaban en calidad de huéspedes del "gran rey".

En un sistema como aquel, cada cual era responsable de mantener el orden y el control sobre su propio territorio, a fin de facilitar la circulación de mercancías y servicios demandados por las grandes cortes. Para ello los pequeños reinos y principados, solicitaban a menudo, la asistencia de su señor, el "gran rey", que enviaba refuerzos militares o establecía guarniciones. En el terreno de los intercambios económicos, que asumieron en gran medida la forma de "regalos" recíprocos entre las cortes de las grandes potencias, las necesidades incrementadas del comercio exterior, al haber quedado definido un espacio económico más amplio, que rebasa los límites del Próximo Oriente, favorecieron una interacción muy intensa, protegida bien por vía de los métodos diplomáticos o por los del esfuerzo militar.

De modo paralelo, en el ámbito interno la alianza entre la realeza y la nueva aristocracia militar supuso una mayor subordinación de los sectores ciudadanos, que verán su situación comprometida, social y económicamente, siendo reemplazados como factor militar por los guerreros de élite, a los que los monarcas entregarán concesiones de tierras para su disfrute. Esta solidaridad en la cúspide entre el rey y sus aristocráticos guerreros tendrá como consecuencia una profundización de la distancia social, marcada también por el decaimiento productivo, en la medida que el esfuerzo por obtener bienes y recursos del exterior encuentra su parangón en una mayor presión en el interior del sistema sobre la población trabajadora, y será otra de las características del periodo.

La despoblación, consecuencia de una crisis demográfica que tenía a su vez causas productivas y sociales, fue una tendencia en aumento durante todo este período en el Próximo Oriente. La caída de los niveles de la producción estaba originada por el progresivo deterioro del sistema de canales que aseguraba la irrigación de los campos, la creciente salinización de las tierras y el consecuente abandono de éstas, que pasaban a convertirse en espacios propicios únicamente para un aprovechamiento pastoril semi-nómada. El empobrecimiento de la población productiva, y por tanto el descenso de la natalidad, fue incrementado por las gravosas prestaciones que los palacios imponían sobre los habitantes de las ciudades y territorios que controlaban, lo que originó que mucha gente intentara escapar a su control adentrándose en las zonas abandonadas, alternando el pastoreo con la rapiña como formas de subsistencia. En las comarcas semi-aridas de la alta Mesopotamia y Transjordania se extendió profusamente el modo de vida nómada, mientras que en Anatolia y en Siria grandes ciudades eran abandonadas y los asentamientos quedaron restringidos a los valles irrigados.

Las guerras -entre Egipto y Mitanni primero, Egipto y el Imperio hitita despues, Asiria y Babilonia, Asiria y el Imperio hitita finalmente- y las deportaciones, así como la imposición de tributos a vastos territorios sometidos tras las campañas y conquistas militares, constituyeron otros tantos factores que agravaron la situación de penuria, material y humana, dando lugar a hambrunas y epidemias. El comercio disminuyó y las relaciones con el exterior se hicieron cada vez más difíciles. Sobre este panorama desolador, que reúne en un cuadro de tintes sombríos las causas internas de la crisis final de la Edad del Bronce, incidirán por último movimientos violentos de gentes que, desarraigadas y desaparecidas sus anteriores formas de vida, irrumpen, como una consecuencia más de la crisis que llega a alcanzar el Egeo, en una oleada destructora sin precedentes. Desde otro ámbito, las migraciones de caldeos y arameos causaron el colapso definitivo.

La transicion al primer milenio: la crisis de los imperios y el apogeo de los pequeños estados.
La crisis del siglo XII supuso el final de la Edad del Bronce y el comienzo de la del Hierro. La ruptura que separa a ambas se manifestó en todos los ámbitos. La desaparición del sistema político inter-regional, con la caída del Imperio hitita, la pronunciada decadencia de Egipto, el eclipse de Asiria y Babilonia, y la destrucción de otros estados y reinos en Siria y Palestina, dio paso a la formación de nuevas entidades políticas sobre una base en la que la identidad étnico-cultural, más que la territorialidad y la gestión administrativa, se convirtió en aglutinante de su carácter "nacional", y fue acompañada de innovaciones tecnológicas, de transformaciones en el orden económico y social y, por supuesto, en el cultural. En este último contexto la arameización progresiva constituyó la tendencia dominante. El debilitamiento y la crisis última del sistema palacial, motivado por el descenso demográfico y productivo así como por las guerras e invasiones, ocasionó un extremado enrarecimiento de las actividades comerciales y manufactureras tradicionales, que trajo consigo una notoria precariedad de la producción de bronce, lo que facilitó finalmente la difusión de la tecnología del hierro.

En los comienzos del siglo X la crisis (demográfica, económica, política, cultural) había alcanzado también Mesopotamia, afectada además por las guerras precedentes que enfrentaron a Asiria, Babilonia y Elam. Sobre el despoblamiento y la caída de la productividad provocados por la pérdida de suelo agrícola (salinización), el colapso del sistema de irrigación y la degradación de la administración local, habían incidido entonces los efectos de las destrucciones bélicas, de las invasiones, de la inestabilidad política, ocasionando terribles hambrunas y epidemias. La población se redujo drásticamente y la pauperización parece haber constituido la tendencia dominante. Tras Tiglat Pilaser I Asiria había quedado reducida a sus mínimos términos, acosada por los arameos y los frigios, y Babilonia fue presa de las luchas dinásticas y de la mayor inestabilidad política de su historia.

El inicio de la Edad del Hierro (1200-900) se caracterizó, consiguientemente, por la desaparición en el escenario internacional del Próximo Oriente Antiguo de los grandes y poderosos estados que habían impuesto durante algunos siglos un equilibrio de fuerzas acorde a sus intereses. Las poblaciones de Siria-Palestina se vieron especial y favorablemente afectadas por ello, logrando una autonomía que durante siglos les había sido sustraída por la presencia hegemónica de los imperios que controlaban la región. En aquellas tierras, así como en la alta Mesopotamia, los estados neohititas y arameos, las ciudades marítimas cananeo-fenicias, el reino de Israel y luego el de Judá en Palestina, fueron clara expresión de la nueva era de independencia.

Salvo en algunos pocos casos, no existía una línea de continuidad con el periodo precedente, pues estos estados diferían de las organizaciones políticas anteriores, típicas de la Edad del Bronce, centradas en el palacio urbano y en su papel fiscal y administrativo. Se trataba de nuevas formaciones cuyas estructuras se habían conformado, más de acuerdo a factores de identidad lingüística, religiosa, de usos y hábitos, que podríamos decir "nacional", que a criterios territoriales y burocráticos. Por supuesto, mayor o menor poseían un territorio pero éste era ante todo el espacio que habitaba y con el que se identificaba la comunidad "nacional".

Los imperios del primer milenio: Asiria y Babilonia.
El resurgimiento de Asiria a lo largo de los siglos IX y VIII constituyó un fenómeno histórico que, no sin dificultades, concluiría en la aparición de un poder político dotado de un ímpetu expansivo hasta entonces desconocido. La creación del Imperio fue lenta y trabajosa, desarrollándose a lo largo de sucesivas etapas. De las primeras campañas para restablecer el territorio nacional, tras la crisis de finales de la Edad del Bronce, se pasó a las guerras de rapiña, en el transcurso de las cuales los asirios se encontraron con reinos cada vez más grandes y poderosos: los neohititas y los arameos de Siria, luego Urartu y por fin Elam y Egipto.

Mientras los pequeños principados próximos a Asiria pudiesen ser saqueados y obligados a pagar anualmente el precio de su independencia, no era necesario anexionárlos ni gobernarlos directamente. Pero con el tiempo las guerras de rapiña dieron lugar a las de conquista, y éstas a la anexión de los territorios y poblaciones sometidos. La cristalización del nuevo Imperio de Asiria, fue tanto una obra política como militar, con un fuerte componente económico. La creación, primero, de una "periferia" que era extorsionada mediante campañas militares y de la que se obtenían cuantiosos tributos, para más tarde ser convertida en territorio del imperio y sometida a explotación sistemática. Por otra parte los asirios pretendían asegurarse una salida al mar, de la que siempre habían carecido, lo que suponía el control de los territorios en torno al Habur y el alto Eufrates.

Las viejas relaciones en escala vertical entre reyes poderosos y monarcas tributarios, así como las campañas militares que las hacían posibles pasaron a pertenecer a otro tiempo, y como tales fueron a la postre sustituidas por la conquista sistemática, la deportación de las poblaciones vencidas, la incorporación al Imperio de los territorios ocupados y un nuevo tipo de guerra que asegurara el predominio del poderío asirio y la consolidación de sus conquistas.

Lejos de haber quedado saldados, los enfrentamientos entre Asiria y Babilonia renacen en este periodo alcanzado, en virulencia creciente, cotas de conflictividad muy elevadas, hasta el punto de que Asiria llegará a apoderarse de su rival meridional, imponiendo en su trono al mismo monarca que regía sus destinos. De esta forma Asiria unificará Mesopotamia a sus expensas. Pero, la doble monarquía asirio-babilonia no fue capaz, sin embargo, y a pesar de las drásticas medidas de represión empleadas, de bloquear las tendencias que en la baja Mesopotamia, y alentadas por los caldeos procedentes del País del Mar, pugnaban por recuperar la independencia perdida.

Finalmente, agotado por los esfuerzos requeridos, las revueltas internas y la multiplicación de las amenazas exteriores, el Imperio que Asiria había creado, se desmembró, no sin antes haber intentado sin éxito la conquista de Egipto, bajo los golpes de babilonos y medos, en efímero beneficio de Babilonia, su vieja rival de la Mesopotamia centro-meridional. Más allá de las conquistas, la represión militar y el poder de los palacios provinciales, el Imperio carecía de unidad. Muchas de sus partes no mantenían una sólida relación económica entre sí, la unidad lingüística se había realizado a expensas del asirio en favor del arameo, y la activa y constante política de deportaciones masivas había contribuido de forma notable, disgregando a la población asiria, a quebrar en gran medida el espíritu de cohesión nacional. La influencia cada vez más acusada de divinidades ajenas al panteón asirio, como las de Babilonia, era un claro signo de los tiempos que corrían. Ante todo ello, la unidad del Imperio descansaba en no poca medida en la persona del soberano, a cuyo servicio todos estaban obligados y a quién todos debían dar fe de su lealtad y obediencia por medio del juramento. Cuando el monarca era enérgico y respetado el estado permanecía fuerte, pero si era débil y su autoridad discutida arrastraba en su debilidad al Imperio.

Los últimos reyes asirios, tras el último gran monarca que fue Assubanipal, no consiguieron imponer su autoridad y se sucedieron en el trono a un ritmo acelerado. Aprovechando la enésima crisis dinástica, provocada en parte por altos mandos del ejército, Babilonia se independizó en el 626 con un rey caldeo originario del País del Mar, Nabopolasar, que extendió paulatinamente su autoridad sobre Sippar, Borsippa y Dilbat. La obra de Nabopolasar, artífice del encumbramiento de Babilonia, que heredaba de golpe un Imperio tan extenso como el que tuviera Asiria tras numerosas guerras de conquista, fue continuada por su hijo Nabucodonosor II (604-562) a lo largo de un dilatado reinado. El monarca continuó el engrandecimiento de la ciudad que ahora se había convertido en metrópoli de toda Mesopotamia. También se consagró a restaurar los antiguos santuarios de Sippar y Larsa, y veló, como los buenos reyes de antaño, por el buen mantenimiento del complejo sistema de irrigación. En política exterior su atención estuvo dirigida preferentemente a Siria y Palestina. En el este Elam no representaba ninguna amenaza, ya que su territorio había sido repartido entre los propios babilonios que ocuparon la llanura de la región de Susa, y los persas, vasallos de sus aliados medos, que se habían establecido en la zona montañosa de Anshan.

El auge y la expansión de los pueblos iranios.
Después de la primera penetración de gente indo-aria en el Próximo Oriente, más o menos contemporánea del cambio del tercer al segundo milenio, una segunda oleada, en esta ocasión pueblos de habla irania, atravesaron el Cáucaso a finales de este último, coincidiendo con el tránsito de la Edad del Bronce a la del Hierro. Aquellos grupos de pastores avanzaban acompañados por su ganado y sus enseres que trasportaban en pesados carromatos, y practicaban una agricultura subsidiaria que hacía aún más lentos sus desplazamientos. En el transcurso de un proceso que se extiende entre el 1300 y el 900, y que aún no conocemos tan bien como quisiéramos, llegaron a asentarse en las tierras del Irán occidental, en donde se consolidaron en dos territorios, uno más al norte ocupado por las tribus de los medos y el otro más meridional por las de los persas. Más hacia el este los hircanos y los partos ocuparon, así mismo, los territorios situados en la ribera oriental del mar Caspio.

Cuando aquellas gentes indoeuropeas llegaron al altiplano iranio lo encontraron escasamente poblado, a excepción de las zonas más occidentales situadas junto a los Zagros. Al suroeste del lago Urmia se encontraba el reino de Man, cuyos orígenes desconocemos aunque no debieron ser muy distintos de los de Urartu, y cuya población, los maneos, tradicionalmente dedicados al pastoreo de caballos y al comercio, habían desarrollado una cultura compleja más allá de la organización tribal, con asentamientos urbanos, como Hassanlu, que eran sedes de palacios y que poseían una población que presentaba nítidos contrastes sociales, pese a su base tribal, a la estructura descentralizada del reino y al carácter de su monarquía, más afín a las formas de poder de los primitivos hurritas e hititas, que a los despotismos autocráticos contemporáneos, como podía ser el caso de Asiria. Más hacia el sur el reino de Ellipi es mencionado por textos asirios de la época de Salmanasar III y parece que constituía la entidad política más potente entre Mana y Elam.

El clan de Pasargada había sido el antiguo hogar tribal de la monarquía aqueménida persa. Teispes, el hijo de Aquemenes, había asentado a los persas definitivamente en la región de Anshan/Parsa. Después de él Ciro había conseguido ya la suficiente autonomía respecto a Elam como para declararse obediente a Asiria y evitar así el enfrentamiento con ella. Su sucesor, Cambises, extendió el territorio del reino persa incorporando parte de Elam. A pesar de su dependencia de los poderosos medos, el reino persa era cada vez más importante, lo que probablemente fue la causa del matrimonio de una hija del rey medo Astiages con Cambises, de donde nacería Ciro II, el futuro unificador de ambos reinos.

El reinado de Ciro II el Grande (558-530) marcó una profunda inflexión en la situación de estabilidad que durante algunos decenios había caracterizado el Próximo Oriente tras la desaparición del Imperio Asirio. A los pocos años de acceder al trono y apoyado por buena parte de la nobleza meda se sublevó contra la hegemonía de su abuelo Astiages, con el ocasión del conflicto suscitado por la posesión de Harran. La victoria de Ciro, favorecida por los contingentes del ejército medo que se pasaron a su lado, y la conquista de Ecbatana, supusieron la unificación de todos los iranios en un único estado, que a partir de entonces dará muestras de una vitalidad expansiva impresionante.

A occidente del Eúfrates las tierras que habían pertenecido a los asirios habían caído bajo la tutela de Egipto, cuyas tropas después de haber derrotado y dado muerte al rey de Judá, Josías, que vanamente había intentado detener su avance, ocupaban Karkemish y controlaban sólidamente el paso del gran río. Las esperanzas locales frente a Babilonia no se desvanecían apoyadas siempre por Egipto, donde la dinastía saíta había devuelto algo de su pasado esplendor al país de los faraones. Judá proclamó entonces su independencia por voz de su rey Joaquim, negándose a pagar el tributo que requerían los babilonios. En el 597 Jerusalén era asaltada, el templo saqueado, y el rey, junto con los nobles y parte de la población, deportados a Babilonia.

Egipto, mientras tanto, no se mostraba dispuesto a cesar en sus esfuerzos y las tropas del faraón Apries, sucesor de Psamético II, ocuparon Gaza y soliviantaron las siempre inquietas ciudades de Tiro y Sidón. Fue sin duda la proximidad de un ejército egipcio lo que alentó una nueva sublevación en Judá, regida ahora por Sedecías que había sido instalado en el poder por los babilonios. Pero la revuelta tampoco consiguió triunfar en esta ocasión. En el 587 Jerusalén fue tomada de nuevo tras sufrir un prolongado asedio. El templo y gran parte de la ciudad fueron destruidos y millares de sus habitantes deportados junto con su rey, mientras que otros buscaban refugio en Egipto. Tiro tuvo más suerte; abastecida por mar por los egipcios, soportó un cerco que se prolongó durante trece años para terminar capitulando en el 573, como ya habían hecho antes Sidón y otras localidades. La ciudad fenicia fue desde entonces la sede de un gobernador babilonio.

Después de la victoria de Ciro contra el rey Creso de Lidia, el Imperio de Babilonia se encontraba cercado desde el Mediterráneo al Golfo pérsico por las poderosas fuerzas de las poblaciones iranias. La única retaguardia posible era Arabia, susceptible siempre de proporcionar levas importantes entre sus poblaciones nómadas. El ataque persa contra Babilonia se produjo finalmente en el 539 y tras un breve combate Ciro entró triunfal en la ciudad. Pero si a los ojos del historiador aquel acontecimiento parece digno de marcar el final de una época, aquellos que lo vivieron apenas percibieron cambios de importancia. En la práctica un soberano había sustituido a otro después de derrotarle, cosa nada extraña en toda la anterior historia de Mesopotamia, y el talante conciliador del persa, que se dedicó a restaurar los templos y a garantizar la celebración del culto, como se había hecho siempre, contribuyó notablemente a suavizar los contrastes entre un reinado y otro. El respeto a las tradiciones locales fue asegurado y Babilonia habría de florecer nuevamente bajo la égida de los soberanos aqueménidas que, a la postre, no fueron peores amos que los anteriores, casitas, caldeos o asirios.

El nacionalismo asirio, después de haber absorbido y desarticulado por la fuerza de las armas las pequeñas naciones de origen tribal formadas tras la crisis del siglo XIII a. C, había terminado pereciendo en el campo de batalla y su heredero, el babilonio, aunque brillante, había resultado efímero, desapareciendo ambos en el traslado y mezcla de poblaciones que, comenzada por los asirios como una estrategia de dominación, fue luego continuada por los persas. Medos, árabes, judíos, egipcios, sirios, urarteos y persas convivían, aquí y allí, con la población local que en muchas ocasiones había sido desplazada desde otro lugar, utilizando como lengua común el arameo, lo que contribuyó a la pérdida definitiva de los signos de la propia identidad cultural.