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Diplomacia, eqilibrio, hegemonía y sujeción

Al igual que la guerra la diplomacia puede ejercer su actividad en un plano horizontal, entre estados que se consideran iguales, produciéndose entonces unas relaciones equilibradas, o en un sentido vertical, convirtiéndose entonces en un elemento más, como la guerra, de la política de expansión y del afán de dominio. Tales pretensiones, aunque no siempre se realizaran en la práctica, eran tan antiguas como las propias ciudades sumerias y con ellas los procedimientos diplomáticos que las acompañaban, más próximos a la exigencia, la amenaza y la guerra de nervios que a la negociación y las concesiones.

Tal es lo que encontramos magníficamente ilustrado en un antiguo poema heroico que detalla las relaciones de Enmerkar, legendario rey de Uruk, con el señor de la lejana ciudad de Aratta, al que exige, por medio de un heraldo, oro, plata, lapislázuli y piedras preciosas, para la construcción del santuario de Eridu bajo amenaza de guerrear contra él: "Mi rey, he aquí lo que ha dicho, "Haré huir los habitantes de esa ciudad como el pájaro abandona el árbol, los haré huir como un pájaro huye hacia el próximo nido; dejaré Aratta desolada como un lugar de... la cubriré de polvo como una ciudad implacablemente destruida, Aratta, esa morada que Enki ha maldecido. Si, destruiré ese lugar como un lugar que se reduce a la nada. Inanna se ha alzado en armas contra ella. Le había aportado su palabra, pero ella la rechaza. Como un montón de polvo yo amontonaré el polvo sobre ella. ¡Cuando habrán hecho oro de su mineral en bruto, exprimido la plata de su polvo, labrado la plata, sujetado las labradas sobre los asnos de la montaña, el templo de Enlil, el Joven, de Sumer, escogido por el señor Enki en su corazón sagrado, los habitantes del País Alto de las divinas leyes puras me lo construirán, me lo harán florecer como boj, me lo harán brillar...y me adornarán su umbral!". En un tono distinto, pero igualmente desafiante, un texto posterior con la airada replica del rey de Urshitum a las pretensiones del soberano de Eshnunna -"Rubum, que os ha enviado ¿es acaso más grande que yo? ¿Tiene más tropas que yo? ¿Tiene mayor autoridad sobre el país que yo?...Si el es el rey de Eshnunna, yo soy el rey de Urshitum. ¿Que tiene más que yo? ¡Y, sin embargo, no cesa de enviar mensajeros a reclamar el tributo!¨"- evoca la replica del señor de Aratta a Enmerkar, al que exige a su vez le envié grano, coralina y lapislázuli, si bien en el poema termina por someterse. La diplomacia, ejercida con amenazas y exigencias, adquiere entonces un tono de propaganda destinada también al consumo interno.

Otras veces la diplomacia, practicada en un contexto de fuerzas más o menos equilibradas, no era sino una forma de ocultar las ambiciones propias en espera del momento más adecuado de realizarlas. Un método para ganar tiempo hasta sentirse lo suficientemente poderoso en un marco de rivalidades y equilibrios, como el que caracterizó buena parte del periodo paleobabilónico. Entonces los tonos desafiantes quedaban relegados y su lugar era ocupado por alianzas que se basaban en compromisos de colaboración y amistad, con intercambio de embajadores y regalos, como fue la política empleada por Hammurabi con Zimri-Lin de Mari y, en menor medida, con Rim-Sin de Larsa, política, por lo demás habitual en su época. Una diplomacia que no hacía, sino esperar la debilidad del contrario, del que se proclamaba amigo y aliado, para asestarle con fuerza el golpe definitivo.

En un plano más equilibrado, por mucho que se invoque el prestigio y el poder de la distante Assur, la actividad diplomática constituyó la base sobre la que se desarrollaría la importante actividad comercial asiria en la Anatolia central durante el siglo XIX a. C. Los asirios eran allí extranjeros cuyas colonias comerciales -karu- eran admitidas (y protegidas) por los palacios locales como resultado de un tratado, confirmado por juramentos solemnes, que establecía una relación contractual entre las dos partes. Dada la fragmentación política del país, en el que los textos asirios nombran más de treinta ciudades, la diplomacia debió de ser intensa y frecuente. Los tratados y sus estipulaciones debían ser renovados cada vez que un nuevo rey accedía al trono, si una ciudad y su palacio quedaban sometidas a la hegemonía de un centro más poderoso, o un determinado palacio ponía dificultades particulares, circunstancias que exigían una reconfiguración de las relaciones. Por parte de Asiria la capacidad de la gestión diplomática descansaba en el karum de Kanish, representante de Assur ante las ciudades y principados anatólicos, si bien los karu locales tenían también cierta capacidad que, si no parece suficiente como para iniciar las relaciones, si al menos para renovar las ya mantenidas previamente.

Formas y tipos de sujeción.
A grandes rasgos podemos diferenciar entre hegemonía, expansión y anexión. Mientras que la primera no implica imperialismo, las otras dos si. No obstante, las diferencias recaen más en los métodos que en los objetivos. Además, se trata de una gradación de escala, de manera que cada uno de los niveles superiores presupone y contiene los anteriores. Así la expansión supone un salto cualitativo importante respecto a la hegemonía, pero lejos de resultar una renuncia de ésta, la potencia hasta transformarla en algo distinto junto a los procedimientos de llevarla a cabo. Y en la anexión imperialista se resumen, con nuevos métodos, la hegemonía y la expansión. En el Próximo Oriente Antiguo, los tres, aún cuando difieren en los métodos empleados, tenían en común su dependencia de la misma ideología del "dominio universal", concretada en el terreno de las realizaciones prácticas y de las manifestaciones simbólicas de diversa manera. En cuanto a los procedimientos podemos distinguir desde las fórmulas más o menos descentralizadas que implican control político a distancia y, sobre todo, control económico, hasta la conquista de territorios que pasan a ser gobernados directamente. Entre ambos existe una gama intermedia que se ajusta a los tiempos y circunstancias históricas concretas.

La hegemonía.
La hegemonía es el resultado de una voluntad de poder más allá de las propias fronteras en un contexto caracterizado por estados de dimensiones más o menos modestas y en una situación de equilibrio político, económico y militar. Uno de dichos estados consigue imponerse durante un tiempo, gracias sobre todo a factores políticos y militares de índole oportunista, sobre la totalidad o parte de los restantes que terminan por aceptar, de mejor o peor grado, su predominio, lo que sin embargo no implica modificaciones de importancia en la estructura, composición y situación de aquellos que han reconocido el poder hegemónico. Muy a menudo la hegemonía precisa de guerras más o menos frecuentes, y localizadas, para imponerse y consolidarse, precisamente porque no ha cambiado sustancialmente la situación del adversario, que de pronto puede convertirse en una amenaza al aspirar, por su parte, a desempeñar un papel hegemónico. Aunque hay victorias y derrotas no se produce la conquista, normalmente por falta de medios para realizarla. Tal fue la situación que caracterizó la relación de fuerzas de las ciudades sumerias en la mayor parte del periodo anterior a las conquistas de Sargón de Akkad. Así mismo caracterizó la nueva relación de fuerzas y el equilibrio de buena parte el periodo paleobabilónico antes de las conquistas de Hammurabi.

La expansión: Estados unitarios y Estados "feudales".
Como es lógico la expansión implica conquista y sometimiento pero no contempla la anexión. Cuando Sargón de Akkad se apoderó por la fuerza de las armas del País de Sumer y Akkad y sus campañas le llevaron desde las orillas del Golfo pérsico a las del Mediterráneo, se produjo una conquista militar y la imposición de un gobierno que ejercía el control político, y también económico, sobre las autoridades locales, pero éstas no fueron reemplazadas. El expansionismo acadio tuvo como resultado, sobre todo, el control de las rutas comerciales y de la lealtad política de los ensi de las ciudades del sur, pero no un imperio territorial centralizado. Aunque hubo unificación, sobre todo económica, y en menor medida política, el poder central se mantenía por la fuerza de las armas, careciendo de instrumentos y métodos para gestionar por si mismo el fruto de las conquistas. Cuando el centro se tornó débil, militarmente hablando, acosado por los enemigos externos e internos, el imperio se disgregó con tanta rapidez como se había formado.

La expansión emplea diversos procedimientos, además de la conquista, a fin de hacer más estables y perdurables sus logros. Pero en la mayoría de los casos no existe aún la conciencia de Estado unitario entre los detentadores del poder central, cuanto menos en los funcionarios de la administración periférica sometida a tendencias centrífugas alimentadas por el particularismo propio de cada ciudad sometida. También existen diferencias en cuanto a la dimensión, la escala, de la política de expansión, que dependerá de otros tantos factores. Cuando esta dimensión alcanza o sobrepasa los límites de una región natural, como Mesopotamia o Anatolia, nos encontramos ante un imperio. Un imperio nacido de la expansión y que carece de hecho en muchas ocasiones de un Estado unitario. La existencia o no de éste dependerá de los procedimientos que se empleen para garantizar las formas de sujeción.

Los procedimientos para mantener sometidas a las ciudades y regiones conquistadas conllevan soluciones que pueden ser centralizadoras o "feudalizantes". Ejemplo de las primeras encontramos en el imperio de la Tercera Dinastía de Ur cuando los ensi locales pasan a depender del rey divinizado, lo que les convierte en funcionarios de la administración provincial. Son destinados a ella aquellos que han alcanzado la cima de su carrera en la capital y se evita, mediante un sistema de rotación, que los hijos sucedan a los padres. De esta forma la administración local, que se mantiene en sus niveles inferiores, queda integrada en un Estado unitario. El imperio forjado por Hammurabi recurrirá también a soluciones similares. Al frente de las provincias se situaba a un gobernador del que dependía el prefecto. Ambos eran funcionarios de la administración central que supervisaban la actuación de los funcionarios periféricos, como los jefes de circunscripciones, los tesoreros, alcaldes o jefes de catastro.

Por el contrario otros imperios surgidos de la expansión adoptaron soluciones y procedimientos "feudalizantes". Aunque el término no es apropiado y su empleo en tal contexto ha sido justamente criticado (Garelli: 1974, 289), lo mantenemos únicamente por razones comparativas, introduciendo la matización de que "feudalizante" aquí sólo quiere expresar la existencia de un Estado no unitario, y por consiguiente poco compacto, poseedor de estructuras y formas descentralizadas. En este tipo de imperios el dominio se mantenía por medio de relaciones personales que vinculaban a los reyes sometidos en una relación de dependencia respecto al Gran Rey que se convertía en su señor, todo lo cual quedaba estipulado mediante un tratado. La fórmula fue utilizada en Mitanni y Hatti con considerable éxito, y a pesar del carácter menos compacto de tales Estados, que en realidad constituían un conglomerado de pequeños reinos y principados sometidos a la autoridad de uno más grande y poderoso, las tendencias disgregadoras no causaron mayores problemas, aunque sí de distinta índole, que los que habían ocasionado en otros lugares y circunstancias las tendencias y aspiraciones a la autonomía de las ciudades sometidas y gobernadas de forma más centralista. "El Gran Rey garantiza al vasallo fiel su protección, asegura la conservación de su trono para él y sus herederos, mientras que el vasallo garantiza una política exterior adecuada, el suministro de tropas, el pago del tributo anual, la devolución de los exiliados, la denuncia de las traiciones, etc" (Liverani: 1987, 409). En su imperio "feudal" los hititas de los siglos XIV y XIII combinaron tales vínculos de dependencia con un tratamiento distinto, como era el que se otorgaba a alguna las ciudades conquistadas, en cuyo trono se sentaba a príncipes hititas con sus funcionarios, mientras que la antigua clase dirigente era deportada al país de Hatti. Una corte hitita se instalaba así en un ciudad extranjera convertida en Estado dependiente a fin de garantizar su fidelidad y aumentar, con ello, la cohesión del imperio.

La anexión.
La anexión no formó parte de la política de los estados e imperios del Próximo Oriente hasta una época tardía. La culminación de experiencias anteriores, pero también la disponibilidad de medios técnicos y económicos nuevos hizo posible que fuera practicada desde el siglo VIII, primero por los asirios y luego por los persas. Ambos modelos difieren sustancialmente, si bien los últimos adoptaron de los primeros toda una serie de elementos como el tipo de administración o la red de calzadas. En el imperio asirio la política de anexión, que convirtió los territorios ocupados en provincias que formaban parte del Estado, se apuntalaba con una serie de procedimientos destinados, por un lado a romper la cohesión de las poblaciones conquistadas, y por otro a garantizar la mayor eficacia de la explotación de los recursos. Una explotación económica coordinada y cuidadosa, que ya no se reduce al botín de guerra o al tributo exigido periódicamente, exige un control directo que se manifestaba en la presencia de gobernadores y guarniciones asirias que sustituyeron en los territorios conquistados a la clase dirigente local. La deportación, con el traslado de poblaciones de una a otra parte del imperio, a fin se asentarlas y recolonizar los campos de los que habían sido desplazados tras la conquista sus habitantes, rompe las tradiciones políticas locales y proporciona abundante mano de obra a las autoridades asirias de cada lugar. Sólo hay un Estado con un sólo territorio, dividido en circunscripciones, gobernado por altos funcionarios asirios que son miembros de la corte y jefes de ejército. Una asirización política que convive con una arameización etnolinguística que es el resultado de la mezcla de poblaciones.

Este rígido monocentrismo, que en la ideología asiria de la época conforma un modelo universal de orden y coherencia que viene a sustituir al caos que se percibe en la insensatez de la rebelión -ya que atenta contra el orden divino preestablecido- no será asumido por los persas. A pesar de la conquista y de la anexión, el aqueménida será un imperio descentralizado con varias capitales, gobernadores provinciales (sátrapas) con amplias atribuciones y la conservación de las formas de organización propias de los distintos pueblos que lo conforman. El monocentrismo político es aquí sustituido por la posición hegemónica que desempeña el pueblo persa, libre de las cargas fiscales pero responsable de mantener el poder real con la fuerza de las armas. La anexión se suaviza con la autonomía local y se justifica al asumir el Gran Rey el papel de vicario de los dioses de los pueblos conquistados.


Medios y objetivos de la diplomacia

La diplomacia tiene unos orígenes tan antiguos como la necesidad de las comunidades urbanas de la Mesopotamia meridional de establecer medios con los que reglamentar las relaciones mutuas. A partir del momento en que los conflictos por cuestiones territoriales u otras empezaron a ser demasiado frecuentes, se arbitraron formas que suponían una mediación, con el fin de ponerles término o, al menos, someterlos a unos límites que no permitieran su desarrollo incontrolado. Precisamente por ello la intervención de una tercera parte en calidad de árbitro fue uno de los procedimientos más frecuentes en aquellos tiempos, en que ningún reino parecía capaz de imponerse por si sólo y los conflictos podían alargarse, como de hecho ocurría, durante generaciones. El ejemplo de Mesilim, rey de Kish, en el conflicto que enfrentaba a Lagash y Umma es representativo. La diplomacia, si la entendemos en el sentido más amplio, no era sólo un asunto del palacio por aquella época. Los templos cumplían una importante labor en el rescate de los prisioneros de guerra. consiguiendo que éstos pudieran volver a su ciudad, función que mantendrán durante mucho tiempo.

El objetivo de toda actividad diplomática era siempre doble. Por un lado, y en el plano exterior, el reconocimiento por parte del interlocutor al que se podía considerar un igual o tratar con la exigencia que merece un subordinado. Como es lógico el lenguaje variará mucho dependiendo de la horizontalidad o verticalidad de las relaciones. Entre iguales la diplomacia utiliza las ideas de "hermandad" y "bondad de las relaciones" y sigue el modelo de situaciones sencillas, como las familiares, las de vecindad y de hospitalidad. El lenguaje es fraternal y los reyes se consideran y tratan como hermanos, lo que de alguna forma evoca también la realidad que suponen los vínculos matrimoniales establecidos entre sus respectivas familias. La salud respectiva constituye un motivo estereotipado de preocupación mutua por lo que se pone gran cuidado, y bastante formulismo, en dar y solicitar informes al respecto. Un tono muy distinto al de las exigencias y las amenazas que caracterizan la relación desequilibrada o vertical, se base ésta en hechos y realidades concretas o en la simple pretensión de hegemonía por una de las partes.

En el plano interno, por otro lado, se persigue aumentar el prestigio propio, presentándose ante los súbditos, fundamentalmente los cortesanos, los dependientes de palacio, los sacerdotes y los notables de las ciudades -que son los únicos que podemos considerar en cierto modo como una especie de "opinión pública"- como miembro de una altísima élite internacional, en la cual tiene sus "hermanos" y "amigos" y de la que, asimismo, toma esposas. A la población del país -especialmente en las ciudades- de la que el rey puede, por derecho, tomar esposas, le producirá la impresión de que el monarca ejerce cierto control sobre el ámbito internacional, parangonable con el que ejerce sobre sus súbditos. Otras veces la propaganda se apresta a presentar para consumo interno, como una gran victoria política e incluso militar del rey lo que no es sino comercio y diplomacia, como ocurre con las "campañas" de Tiglat Pilaser I en Siria y la costa mediterránea, por citar sólo un ejemplo entre tantos posibles.

Practicada desde muy antiguo, dos fueron los grandes momentos históricos de la actividad diplomática en el Próximo Oriente, situados ambos en el marco cronológico del segundo milenio, la llamada "Edad de Mari", un periodo de la época paleobabilónica que ocupa los siglos XVIII y XVII, y la época de equilibrio entre imperios dentro del sistema regional característico del Bronce Tardío, o sea los siglos XV y XIV. La diferencia entre ellos estriba, más que en los procedimientos, que son bastante similares -pactos, envío de embajadores y mensajeros, matrimonios, intercambio de regalos- en la escala que adquieren las relaciones diplomáticas. Mientras que en el primero el ámbito implicado corresponde a Mesopotamia y parte de Siria, siendo los protagonistas los reinos que se disputan una posición preeminente con el concurso de sus aliados, como Mari, Yamhad, Eshnunna, Babilonia, Larsa o Assur, en el segundo se trata de todo el Próximo Oriente y Egipto, dividido en un sistema regional dominado por imperios -Mitanni, Hatti, Egipto, Asiria- cuya fuerza se halla bastante equilibrada.

Es entonces cuando las relaciones diplomáticas entre reyes que se consideran iguales se formalizan al máximo, llegándose a una especie de hipertrofia, mientras que el trato dispensado a los príncipes y pequeños reyes dependientes, aún cuando se realice por medio de un tratado, se encuadra dentro de las formas de sujeción de las que trataremos en breve. El intercambio de embajadores y regalos, así como los arreglos matrimoniales entre las diversas cortes, siguen procedimientos complejos y dilatados, que muestran como, en realidad, no se persigue ningún otro objetivo más que el de mantener el contacto. El lenguaje empleado en la correspondencia, elevado al nivel de la pura cortesía, relega muchas veces las realidades concretas, y no es más que un medio por el que discurre, precisamente mediante el contacto que supone, el mutuo reconocimiento dentro del sistema político internacional.

Sin embargo, cuando se trataba de estados o imperios limítrofes la diplomacia adquirió formas más específicas que tenían que ver con la regulación de los posibles conflictos de coexistencia y vecindad entre ambos. Mientras que con las guerras y su conclusión se producía la variación o el restablecimiento de los confines mutuos que sólo pueden ser alterados de forma violenta, como ocurrió entre Asiria y Babilonia durante los siglos XIII y XII, la diplomacia establecía, mediante el pacto jurado que da lugar a un tratado internacional, el procedimiento por el que cada cual renuncia a ayudar a los enemigos y fugitivos del otro cuando se hallan en territorio propio. Una red de tales acuerdos garantizaba, o al menos ese era el objetivo -que no siempre se cumplía- protección contra las bandas armadas de saqueadores nómadas y hapiru, impidiendo que utilizaran el territorio de una ciudad o principado como base de operaciones para llevar sus correrías al de otra, así como la restitución mutua de los fugitivos (exiliados, esclavos). Los siglos XV y XIV conocieron el mayor auge de tales tratados internacionales y la época, precisamente, conoció la culminación de este auge de los esfuerzos diplomáticos con el tratado entre Ramses II y Hatusili III en 1283 que habría de traer una prolongada paz a la zona.

El ejército y la guerra en el imperio Neoasirio

La desaparición y el debilitamiento de los grandes imperios en el marco de la crisis que puso término a la Edad del Bronce habría de suponer, finalmente, un renacimiento de las concepciones monocéntricas del mundo ejemplarmente protagonizado por Asiria. Resurge, una vez más, la idea del "dominio universal" y los reyes neoasirios se jactan una y otra vez de haber alcanzado los confines del mundo, donde yerguen sus estelas conmemorativas, y se mantiene el prestigio de clase de los combatientes profesionales, cuyo lugar es ocupado ahora por la caballería, al tiempo que se introduce la ferocidad propia de la guerra de ambientes tribales. En muchos aspectos, el expansionismo asirio resulta una síntesis de las experiencias y prácticas anteriores. Viejas ideas encontraron una formulación nueva. El dios nacional Assur no había tenido antaño un carácter específicamente guerrero, ni aún en tiempos de Shamshi-Adad I que utilizó al meridional Enlil a fin de conectar con la prestigiosa tradición sumeria y enlazar con las gestas acadias. Es en el siglo XIII cuando el conquistador Tukulti-Ninurta I promueve el culto a Shamash, el vengativo dios de la lluvia y la tormenta, situándolo en un primer plano, junto con Assur.

La guerra se concibe entonces como una cacería. Se considera que los pueblos extranjeros, inferiores, se hallan sometidos por naturaleza, hecho que si no aceptan es tomado como rebelión y, puesto que no pueden triunfar, constituye un signo de locura. Así que la guerra se convierte, en cierta medida, en la caza de los rebeldes, en lo que influyó considerablemente la asociación que desde el siglo XIV efectúan los reyes asirios de ambas actividades. La caza es el deporte real por excelencia y a semejanza de la guerra requiere valor y decisión y entraña riesgos similares a aquella. De hecho la indumentaria era la misma para cazar que para guerrear y también los dioses desempeñaban en ambas un mismo papel.

Los medios para llevar a la práctica tales ideas también se habían renovado. El ejército asirio evolucionó mucho con el transcurso del tiempo. A partir de Tukulti-Ninurta II y Assurnasirpal II pasó de ser un instrumento defensivo a constituirse en una poderosa arma ofensiva. Tiglat-Pilaser III y Sargón II llevaron a cabo diferentes reformas, como resultado de las cuales todo el aparato del poder estatal fue puesto al servicio de las necesidades militares. A partir de entonces se renunció a las levas anuales para crear un ejército permanente, en el que el elemento asirio será cada vez más minoritario. Ya desde Salmanasar III las tropas asirias se reforzaban con contingentes reclutados entre los vencidos. Senaquerib incluyó en el ejército 10.000 arqueros y otros tantos infantes de entre los prisioneros del "país Occidental"; Assurbanipal completó también su ejército con elementos procedentes de las regiones conquistadas del Elam, y en la expedición contra Egipto fueron agregados al ejército cuerpos de reclutas procedentes de veintidós principados sirios. El ejército asirio también se nutría de gentes de guerra procedentes de ciertos núcleos de población que habían sido deportados de un lugar a otro del imperio. La participación de mercenarios tampoco fue desconocida en el ejército asirio que a partir de finales del siglo VIII a.C. se componía de tres elementos: tropas permanentes a disposición de los gobernadores -el jefe de cada región reunía los efectivos en el territorio bajo su mando y él mismo podía ponerse al frente de estos contingentes-, cuerpos y destacamentos especiales que integraban el ejército real —«el nudo del reino»— apostados en las fronteras especialmente en el norte y que, dispersos también por el Imperio, se podían trasladar rápidamente contra el enemigo, en especial para el aplastamiento de los sublevados. Por último, la guardia real a caballo, auténtico cuerpo de élite, utilizada para las misiones de confianza.

El desarrollo del ejército se plasmó también en su estructuración en unidades de combate. En las inscripciones a menudo se mencionan unidades de cincuenta hombres -kirsu-, pero junto a ellas existían otras agrupaciones tácticas mayores y también menores. Las unidades militares habituales incorporaban infantes, jinetes y carros. Esta última arma se fue perfeccionando progresivamente. Tiglat-Pilaser III construyó carros más resistentes pero que aún transportaban sólo a dos hombres. Luego el carro se hizo más grande y el tiro pasó a tres y cuatro caballos, transportando en época de Assurbanipal tres combatientes además del conductor. Pero al mismo tiempo se hicieron menos manejables, por lo que terminaron por ceder su papel ofensivo a la caballería para permanecer como arma de combate a media distancia, transportando con rapidez un contingente de arqueros y lanceros encargados de apoyar las maniobras de la infantería. No constituían sólo un medio eficaz de transporte, sino que se trataba de un conjunto orgánico destinado a una forma especial de combate (Harmand 1986, 134).

La aparición de la caballería asiria se remonta, al menos, a tiempos de Assurnasirpal II, en la primera mitad del siglo IX a.C. En un relieve de este monarca aparecen arqueros a caballo que cargan disparando, flanqueados por escuderos también a caballo que sujetan las riendas de las dos monturas. Este procedimiento primitivo fue finalmente abandonado y el jinete asirio, combatiendo en pequeños grupos —las unidades de más de mil jinetes no aparecieron hasta los tiempos de Sargón II—, perdió en parte su carácter de infante montado aunque continuó siendo un arquero. Pero de todas formas, la principal masa del ejército era la infantería compuesta mayoritariamente de arqueros, honderos, escuderos, lanceros y lanzadores de jabalinas. La evolución del ejército afectó también a una especialización de la infantería que desarrolló principalmente sus cuerpos pesados de piqueros, a los que rodeaban y protegían destacamentos de arqueros y grupos de honderos. Estos contingentes se encontraban bien pertrechados con cascos, escudos y cotas de mallas y todos los combatientes portaban espada.

Con la revitalización de la guerra de asedio la poliorcética adquirió un importante protagonismo. Los asirios no sólo eran excelentes constructores de fortalezas, como revela por ejemplo la que fue construida por Salmanasar III en el ángulo SO de la muralla externa de Kalah y defendida por un muro exterior con un grueso de más de 3 m. y defensas jalonadas por macizas aspilleras situadas a intervalos de unos 20 m., sino que desarrollaron la técnica del asedio y el arma de la artillería pesada. Las fortalezas asediadas eran rodeadas de un foso y un terraplén de tierra y muros y puertas eran golpeados por pesados arietes montados sobre ruedas en los que una grandes vigas, guarnecida de metal y suspendida por cadenas, eran balanceadas por los hombres situados bajo un toldo protector de cuero. Junto a los arietes, escalas, torres de asalto, manteletes y minas hacían paralelamente su trabajo. Cuerpos de zapadores abrían paso al ejército por los parajes montañosos, mientras que con ayuda de odres inflados cruzaban los soldados los ríos, transportando el material y la carga sobre balsas y barcazas.

Tal ejército, cuyos comandantes conocían a la perfección las tácticas de los ataques frontales y de flancos y la combinación de ambas formas de ataque durante la ofensiva en un frente abierto, y que era capaz de realizar ataques por sorpresa, incluso de noche, así como de cortar las líneas de suministros del enemigo a fin de obligarlo a la rendición por hambre, constituía uno de los pilares fundamentales sobre el que se alzaba el poderío asirio. Su actuación se encontraba apoyada por una cuidada infraestructura que comprendía la existencia de arsenales donde se guardaban las armas y todo género de municiones, una red de carreteras y caminos pavimentados y cuerpos especiales de ingeniería encargados de la construcción de campamentos fortificados, puentes y pontones.

El factor psicológico era igualmente utilizado con eficacia y la estrategia del terror se convirtió en un elemento predominante. A diferencia de la guerra de rapiña cuyo objetivo consistía en acaparar botín, devastando de paso el territorio enemigo, la crueldad manifiesta constituyó una de las principales armas psicológicas de los asirios: círculos de empalados y montañas de cabezas servían de escarmiento frente a las puertas de las ciudades conquistadas, poblaciones quemadas vivas en el interior de sus casas, desollados vivos expuestos en las murallas constituían el mejor aviso de lo que podría sucederles a aquéllos que osaran hacer frente al avance implacable de sus tropas. No obstante, todas estas muestras de extraordinaria crueldad no fueron patrimonio exclusivo de los asirios. Otros muchos la habían practicado antes a otra escala y sin convertirla en centro de su propaganda. Pero no se trata sólo de una cuestión de magnitudes sino, sobre todo, de métodos, y éstos eran muy viejos. Se diga lo que se diga, la guerra antigua no fue nunca menos despiadada que la moderna, constituyó como siempre un horrible drama.

Guerra y ejércitos entre los grandes imperios

La constatación de que más allá de los confines del mundo existe otra realidad política y militar equiparable en fuerzas y medios, junto con la difusión de un nuevo tipo de armamento táctico, el carro tirado por caballos, introdujo una nueva noción de guerra y de frontera. La concepción monocéntrica anterior fue sustituida a partir del siglo XV por nuevas concepciones policéntricas. La guerra ya no se presentaba como un actividad contínua, un estado perenne contra los rebeldes que deben ser sometidos, sino que ahora alternaba con otros procedimientos de índole diplomática, porque la frontera separa varios mundos políticos, Egipto, Mittanni, Asiria, Hatti, Babilonia.

Se hace preciso, por ello, delimitar cada uno, establecer sus fronteras, para lo que se utilizará tanto la guerra como la diplomacia. La guerra es además, en tal contexto, un asunto entre iguales, en el que un gran rey lucha contra otro gran rey, y como tal está sometida a reglas estrictas. Estas incluyen una declaración formal de las hostilidades, la presentación de batalla en campo abierto, la renuncia a todas las artimañas (emboscadas, ataques sorpresa, razzias) que son propias de un tipo muy diferente de guerra -tanto que apenas si se considera como tal- aquella que practican las tribus, así como la negociación de la paz. La concepción de que la guerra sólo puede terminar con la destrucción o el sometimiento del enemigo ha quedado superada. A menudo las guerras, aunque se prolongen durante años y aún generaciones, dan lugar a tratados y armisticios, como el que supuso la paz entre egipcios y hurritas, o entre egipcios e hititas.

Si a todo ello añadimos la especialización que introdujo la presencia de una aristocracia militar -maryannu-, verdadero cuerpo de elite que combatía sobre carros tirados por caballos de acuerdo con un ideal "caballeresco" en el que primaban nociones como el valor y el honor, podemos decir entonces que la guerra se ha convertido en un hecho de clase que condiciona en gran medida la estructura económica y social de los estados palatinos en aquella época. En esta guerra entre iguales, que enfrenta a reyes que se tratan de "hermanos" en sus relaciones diplomáticas y a aristócratas de ambas partes que comparten un mismo ideal de vida y unos similares signos de prestigio, el rey debe pelear ante todo para mostrar su valor. El rey valiente, enérgico, capaz, decidido, llevará a sus tropas a la victoria, el rey cobarde o incapaz no tiene cabida en una guerra de este tipo.

El nuevo armamento táctico exigía una especialización que tuvo consecuencias sociales y económicas de gran alcance. La utilización del caballo introdujo una dimensión aristocrática de la que la guerra había carecido hasta entonces. El coste de mantener y ejercitar los caballos se convirtió en un privilegio elitista fuera del alcance de la mayor parte de la población, mientras que los carros eran suministrados -en piezas- a los palacios por las comunidades, convirtiéndose de esta forma en una obligación fiscal -ishkaru - que venía a añadirse a las existentes. La identificación mutua entre el rey y la nueva categoría de combatientes, que compartían los mismos valores "heroicos", actuó en detrimento de la anterior preocupación de los monarcas por los menos favorecidos, en un momento en que la elite palatina comenzaba a disfrutar de privilegios y exenciones que la convertían, de hecho, en una clase de grandes propietarios.

El carro ligero de dos ruedas estaba concebido para portar un auriga y un combatiente, armado comunmente con arco y jabalina, y su difusión fue en gran parte facilitada por la utilización del caballo. Partiendo de los modelos originales con ruedas de cuatro o seis radios y tirados por dos caballos, se fue produciendo una evolución hacia carros menos ligeros pero más resistentes, con ruedas provistas de llantas de ocho radios y una caja más sólida que se desplazará progresivamente hacia la parte delantera del eje y que acoge un tercer pasajero, un escudero, que acompaña a los otros dos. De dos se pasará a tres y cuatro caballos en el tiro. El aumento de peso de los carros, a medida que se iban haciendo más macizos, acrecentó su capacidad de choque en perjuicio de la velocidad. En este sentido reemplazaban a la caballería moderna, ya que el desconocimiento del estribo impedía a las tropas montadas realizar cargas a toda velocidad contra los carros, la caballería enemiga e incluso la infantería pesada. Aún así existían variaciones. En Kadesh los ocupantes de los carros hititas que se enfrentaron a Ramses II no eran arqueros. Aún en el siglo XIII los hititas seguían utilizando carros ligeros.

La introducción de los carros como arma táctica alteró la forma de combatir, reemplazando las batallas en campo abierto de sencillas maniobras que se limitaban a hacer intervenir las alas, por expediciones veloces que en gran medida acabaron por trasladar la lucha a las murallas. La presencia del ariete, que se generalizó también durante el mismo periodo, habría de contribuir eficazmente en tal sentido. Los carros podían ser utilizados igualmente para reforzar, con su vigilancia, las operaciones de asedio y asalto e, incluso, para proceder a cercar una fortaleza. También una salida de carros podía desbaratar el cerco enemigo. Al mismo tiempo la generalización de los carros tirados por caballos como armamento táctico provocó un cambio de las condiciones logísticas, pues era imprescindible asegurar, por una parte, el aprovisionamiento de grano y forraje, pero, por otra, una vez en campaña disminuía mucho la posibilidad de transportalos junto con las tropas, lo que afectó también al calendario militar, ya que retrasando el inicio de las operaciones se garantizaba que las llanuras se hallaran en condiciones de alimentar a los animales y que el terreno estuviera lo suficientemente seco como para permitir el desplazamiento de los vehículos (Harmand: 1985, 155 y 180).

Ejércitos y guerra en los estados arcaicos y los primeros imperios

La guerra en los estados arcaicos.
Las potentes murallas de Uruk constituyen, junto con otros, un claro indicio de que la paz no era un hecho general ni predominante en el país sumerio durante el periodo dinástico arcaico. Los conflictos locales por cuestiones de lindes y territorios, como las guerras entre las ciudades de Umma y Lagash, fueron bastante frecuentes y se presentaban ante la población ideologizados como combates que tenían lugar entre los respectivos dioses. Aunque había divinidades relacionadas con la guerra, como la diosa Innana, se trataba de la lucha que enfrentaba a las divinidades tutelares de cada ciudad. La guerra, aunque frecuente era un asunto que no había cobrado aún las dimensiones políticas, sociales e ideológicas que alcanzaría después, y como un asunto más de Estado se mezclaba con la diplomacia en la que la mediación de una tercera parte -normalmente una ciudad prestigiosa como Kish o un santuario como Nippur- cobraba una gran importancia a fin de resolver los conflictos. No obstante, cuando la guerra era dirigida hacia el exterior, hacia las poblaciones lejanas o no "civilizadas" de los paises de la periferia, como los nómadas o los montañéses, cambiaba radicalmente de significado. Ya no era el asunto de los dioses tutelares de dos o más ciudades que disputaban entre sí, sino la exigencia del reconocimiento de su soberanía por las poblaciones "bárbaras" a las que se debía someter, al menos en el plano teórico y en el de las realizaciones simbólicas. Tales ideas descansaban sobre una forma de pensamiento arcaico: la ciudad, el reino, el mundo sumerio "civilizado" en definitiva, constituían el centro del mundo por designio de los dioses y todo lo externo era por consiguiente inferior y suceptible de ser dominado. En tal sentido, una acción puntual, cual pudiera ser una expedición a la "Montaña de Los Cedros", además de proporcionar en la práctica la apreciada madera del Libano, servía para mostrar en el plano simbólico la sumisión de la periferia "barbara". Precisamente a partir de tales conceptos y prácticas habría de generarse la ideología del "dominio universal".

Los sumerios, que en tiempos de guerra eran movilizados mediante un sistema de levas para formar una milicia campesina que reforzaba a la guardia palaciega, combatían en formación cerrada alineados en falanges de infantería pesada, armados con altos escudos cuadrangulares, largas picas, hachas y cascos de cobre revestidos de cuero. Un armamento condicionado sin duda por la disponibilidad tecnológica así como por el carácter mayoritario de las tropas, una milicia que solo temporalmente recibía adiestramiento. Los efectivos eran asímismo reducidos. Un templo podía proporcionar unos quinientos o seiscientos combatientes y una fuerza de unos cinco mil combatientes era un ejército enorme para la época.

a similitud en el armamento y la táctica desplegada entre sumerios y griegos ha sido ya señalada (Harmand, 1985, 131), más como quiera que entre ambos media una distancia tecnológica notable, parece que la afinidad debe buscarse en el componente social de tal tipo de tropas. En ambos casos no se trata de soldados profesionales, sino de gentes, habitualmente campesinos, que son movilizados en circunstancias concretas. Su adiestramiento es por tanto restringido, lo que explica, más que por desconocimiento, que no emplearan armas y tácticas que requerían una instrucción más regular. Sumerios y acadios habitaban las mismas tierras y convivían de cerca, lo que convierte en sumamente improbable que los sumerios no conocieran el arco y la jabalina de los acadios. Aún así, el adiestramiento que precisa la utilización de armas arrojadizas como éstas es bastante incompatible con la milicia campesina y se adecúa mejor a un ejército profesional, como el formado por Sargón, o a las actividades de los nómadas. Estos son cazadores además de pastores, eliminando así el riesgo que las alimañas representan para su ganado, y disponen mientras lo vigilan cuando pasta o descansa de tiempo necesario para adiestrarse. El campesino, sencillamente, no podía emplear los momentos de menor trabajo agrícola para adiestrarse en el uso de tales armas, ya que era entonces cuando era reclamado por las autoridades para trabajar en la reparación de los canales, en las murallas o en cualquier otro tipo de trabajos comunes.

Ejército y guerra en los primeros imperios.
Sin duda sería exagerado atribuir los triunfos militares de Sargón de Akkad a las diferencias de armamento entre los sumerios y los acadios. Ciertamente los soldados acadios portaban armas más ligeras y, sobre todo, generalizaron el uso del arco, pero si ello les aportó, sin duda, una gran ventaja sobre las falanges de la infantería pesada sumeria, no es menos cierto que la guerra había también experimentado un cambio en cuanto a su concepción y objetivos, cambio ocasionado por la ideología del "dominio universal" que constituía un acicate para su práctica. Por lo demás el triunfo de Sargón no se produjo de forma tan repentina como para poder achacarlo únicamente a las ventajas del armamento y las tácticas empleadas por los acadios, sino que, tras derrotar a Lugalzaguesi, que previamente había unificado Sumer, se enfrentó a lo largo de muchas campañas con los ensi locales hasta conseguir derrotarlos completamente. Más que una simple cuestión de ventaja táctica y de armamento, que sin duda tuvo su incidencia, parece una cuestión de empeño inmersa en un concepto nuevo de las relaciones políticas y de la misma guerra, que él toma seguramente de los últimos reyes sumerios que ya habían albergado aspiraciones de hegemonía, favorecido todo ello por el hecho de que los cada vez más frecuentes conflictos acabaron por debilitar a las ciudades meridionales.

A partir de formulaciones más elementales el propio reino, que incluye las ciudades sometidas, pasa a ser considerado el centro del mundo mientras que el resto no es más que algo exterior que, por el mismo hecho de existir, muestra ya su rebeldía hacia el orden dispuesto por los dioses. Los extranjeros, los extraños, los habitantes de ese "mundo exterior" son "rebeldes" por el hecho mismo de no estar sometidos a la autoridad de la única realeza que agrada a los dioses y, por tanto, destinada a gobernar la totalidad del mundo para ellos. Por consiguiente son enemigos que deben ser tratados sin contemplaciones. Tal concepción monocéntrica perfila una noción de frontera a la que se sitúa en los confines del mundo. El mar, detrás del cual no existe nada, o en su defecto una montaña inaccesible o un gran río, esto es, un accidente geográfico difícil de salvar, son utilizados para delimitar con cierta precisión los confines del mundo en los que se ubica la frontera. Del "Mar Superior" (Mediterráneo) al "Mar Inferior" (Golfo pérsico) de la Montaña de Los Cedros (Amanus, Líbano) a la Montaña de la Plata (Tauro) tales límites configuran un mapa ideal del dominio universal de la realeza que, sin embargo, se mueve más en un plano simbólico que real y práctico. El sometimiento de todas las poblaciones que habitan dicho mundo resulta la mayor de las veces problemático cuando no comprometido, por lo que se recurre al plano simbólico a fin de apoyar la idea de que tal sometimiento se ha producido. Si en la práctica no se pueden conquistar y mantener sometidos a todos los pueblos que habitan los confines del mundo bastará con un signo de que en realidad es una empresa posible. Este signo será un acto cargado de simbolismo, como erigir una estela, lavar las armas en las orillas del mar, lo que supone que la autoridad del rey se halla presente en dichos confines por lo que puede reclamarlos como suyos.

En lo que a la organización de las tropas concierne, poco es lo que sabemos de tales ejércitos. Es preciso esperar a la época de Hammurabi para saber que al frente de las tropas -cuya jerarquía es precisamente la que ahora mejor conocemos- se encontraba el ugula-martu con su subordinado el wakil amurrim, que en un principio había sido el jefe de los contingentes integrados por amoritas para convertirse luego en un cargo militar indiferenciado. El reclutamiento dependía de los gobernadores de provincias que actuaban ante las órdenes del rey, llevándose a cabo la leva tanto entre la población sedentaria como entre los nómadas. Al margen de las levas circunstanciales existía un cuerpo profesional bien entrenado que tenía a su cargo la formación de cuadros de mando y oficiales. Unos y otros pertenecían a la clase social de los awilu y recibían como pago a sus servicios el usufructo de haciendas que constaban de una casa con tierras y huertas. Tal beneficio -ilku- podía transmitirse a los hijos o en su caso a la viuda. Por debajo de los oficiales —designados con el ideograma PA.PA— se encontraban los laputtu encargados del mando directo de los soldados -redu- que integraban la tropa. Los archivos de Mari nos proporcionan información acerca de los adivinos -barum- que acompañaban a las tropas y sin los cuales éstas no se ponían en marcha, práctica frecuente no sólo en la Babilonia de Hammurabi, y entre los hititas, sino en otros muchos ejércitos. Tras la concentración de los efectivos militares se reunían los presagios a fin de determinar la posición de los dioses cara a la futura batalla.
Las dimensiones de los ejércitos habían aumentado. Los documentos de Mari citan contingentes de trenta mil hombres, y en cualquier caso los ejércitos de veinte mil combatientes no eran raros. Tropas de escolta o de refuerzo solían estar integradas por ocho o diez mil hombres, aunque las expediciones secundarias utilizaban contingentes mucho más modestos de entre quinientos y dos mil hombres según el caso. Pero no en todas partes los efectivos militares movilizados para una campaña eran tan numerosos. La capacidad de movilización dependía de la base territorial y demográfica, así como de la política de alianzas, que constituyó una característica del periodo paleobabilónico. En época de Shamshi Adad I, que llevaría a Asiria a su primer esplendor militar, el rey Anita de Kussara, responsable de la unificación del país de Hatti, disponía de un ejército de cuarenta carros y mil cuatrocientos soldados. La guerra de sitio, que no fue desconocida de los sumerios, utilizaba medios y procedimientos como la zapa y rampas de ataque sobre las que se desplazaban las torres de asalto.

Las líneas generales de la acción militar

A lo largo de los muchos siglos, el mal llamado arte de la guerra sufrió diversas modificaciones en el Próximo Oriente Antiguo. Las innovaciones tuvieron que ver con el armamento y con las tácticas, y sus implicaciones sociales fueron en ocasiones notables. Desde la primitiva falange sumeria hasta la caballería asiria del primer milenio, pasando por las tropas de carros típicas de la segunda mitad del segundo milenio o Bronce Tardío, los cambios fueron muchos e importantes, influyendo, no sólo en la forma de concebir y plantear las batallas, esto es, en la estrategia, sino también en el reclutamiento de las tropas, en los medios y la instrucción que se las proporcionaba, así como en las medidas de defensa adoptadas. Por supuesto, las repercusiones también alcanzaron a la arquitectura militar, en las obras de gran envergadura, como fue el desarrollo de los sistemas de fortificación de las ciudades, que no eran sino una respuesta a los progresos en la técnica y métodos de asedio y asalto, o la realización de sistemas de comunicaciones estratégicas, desarrollado al máximo por los asirios, que llegaron a abrir caminos para el avance rápido de las tropas en las montañas.

En líneas generales la estructura de los ejércitos del Próximo Oriente Antiguo dependía de la propia concepción que se tenía de la guerra, que era, ante todo, un asunto del rey y de los dioses. El trabajo de la guerra era un trabajo especializado como cualquier, otro realizado por dependientes de palacio en prestación ininterrumpida. A diferencia de los nómadas, aquellos ejércitos no estaban formados por el pueblo en armas, sino por una jerarquía de combatientes renumerados por el rey, que en caso de conflicto asumía una posición de élite a lado de los combatientes que el palacio obtenía por los mismos procedimientos por los que conseguía la demás mano de obra, la leva forzosa. Ejércitos poco entusiastas si se quiere, dada su composición mayoritaria de combatientes escasamente o nada incentivados, pero baratos al fin y al cabo, obtenidos con poco esfuerzo y fáciles de reemplazar. El escaso ímpetu combativo de tales soldados se compensaba precisamente con la presencia de las tropas de élite que, a partir de mediados del segundo milenio, cobraron una importancia extraordinaria con la aparición de los maryannu, combatientes especializados sobre carros tirados por caballos.

En cuanto a las formas estratégicas que adoptaba la guerra lo cierto es que, aunque se puede apreciar una cierta evolución, no variaron demasiado con el transcurso del tiempo y los distintos lugares. En este sentido los cambios en la estrategia tuvieron siempre que ver con la aparición de innovaciones tácticas, como ocurrió con los arqueros acadios o los posteriores combatientes en carros. La estratagema, combinación de astucia, información y previsión, era ampliamente utilizada y solía producir buenos resultados. La información se conseguía gracias el reconocimiento del terreno por lo carros o la caballería, mediante espías o prisioneros, y era trasmitida por un sistema de trasmisión a base de señales de fuego y, ya en el primer milenio, por correos a caballo. Estrategias de mayor alcance fueron la devastación sistemática, muy practicada por los hititas y los neoasirios, o la destrucción del adversario mediante inundaciones artificiales, bastante corriente en época de Hammurabi. Las expediciones relámpago con carros fueron muy utilizadas por los asirios del primer imperio que más tarde adoptaron una auténtica estrategia del terror, con empalamientos masivos y derroche de otras crueldades, convertidas ahora en el centro de una propaganda destinada a desmovilizar a sus adversarios.

Otro aspecto de la estrategia incluía la construcción de fortificaciones, bien en los confines del propio territorio o en las tierras conquistadas, lo que a menudo era acompañado de la destrucción de las fortalezas del enemigo. El esquema de tales fortificaciones era bastante parecido en todas partes, gruesos muros de ladrillo en ocasiones cimentados en piedra, como en los fortines hititas, rodeados de un foso que podía ser inundado y flanqueados por bastiones o torres a intervalos regulares y que, en saliente, protegían a cada lado los accesos al recinto. Los muros defensivos contra las amenazas exteriores se emplearon desde los tiempos de los reyes del imperio de Ur, que construyeron el "Muro del País" y el "Muro de los Martu". Hammurabi estableció, ya a finales de su reinado, una línea defensiva sobre el Tigris y el Eufrates, mientras que los hititas emplearon un dispositivo fronterizo de campamentos fortificados encomendados a tropas especiales.

Durante muchos siglos los ejércitos de los reinos e imperios próximo orientales no practicaron una guerra de conquista que supusiera la anexión de los territorios y, por ende, una ocupación de los mismos. La guerra de conquista, entendida como la ocupación permanente del territorio enemigo, no fue posible durante mucho tiempo debido a impedimentos logísticos y administrativos ocasionados por la falta de medios materiales, técnicos y humanos. Los impedimentos técnicos parecen haber tenido la mayor incidencia sobre todo "con respecto a la posibilidad de enviar y mantener ejércitos y guarniciones a cierta distancia de la capital, de comprometerse simultáneamente en varias direcciones, y, en definitiva, de ejercer un control (orden público, exacción de impuestos) a gran distancia.

Los aspectos técnicos tienen que ver con la rapidez de las comunicaciones (caminos impracticables en una parte del año, al menos para grandes tropas), la disponibilidad de personal administrativo, la capacidad financiera para emprender campañas militares, la posibilidad de superar las barreras lingüísticas, y otros problemas que requieren una experiencia progresiva y prolongada" (Liverani: 1988, 406). De hecho, no ocurrió nada semejante hasta la expansión asiria de la primera mitad del primer milenio, por lo que cabría preguntarse a cerca de la imposibilidad material de una guerra de este tipo, de un desinterés hacia la misma, derivado de una forma muy distinta de concebirla o tal vez de una mezcla de ambos.

Por último es preciso que diferenciemos entre guerra e invasión. Esta última no constituye un hecho político ni ideológico, o al menos no en el sentido en que lo era la guerra, aunque igualmente incluya elementos bélicos. Las causas son así mismo distintas. Lo cierto es que las invasiones que asolaron un tanto recurrentemente el Próximo Oriente durante la Antigüedad estaban motivadas por presiones de índole demográfica y económica ó constituían una respuesta violenta a la depredación de los reinos e imperios sobre su "periferia" cuyas condiciones empeoraban. Al mismo tiempo existe una diferencia de magnitud. La guerra era un hecho concreto, si bien frecuente, para las gentes de las ciudades y palacios, mientras que la invasión implicaba una realidad más amplia que implica de forma distinta a la gente que la protagoniza, ya que encierra también una diferencia en sus objetivos. El soldado que participa en una campaña regresa, ni no es muerto o capturado en combate, a su ciudad, no aspira a permanecer en el país enemigo sino a destruirlo o, al menos, debilitarlo. El invasor, por el contrario, busca una nueva tierra donde establecerse y si no lo consigue es porque es rechazado o contenido por las tropas y las fortificaciones de aquellos que ocupan la tierra que pretende ocupar. En tal contexto, la debilidad del contrario significa la propia superioridad, más que el aspecto numérico o de armamento, que sin duda también tuvieron su importancia. El ejemplo más conocido es el de los israelitas en la conquista de la "tierra prometida" en Canaán, pero podemos pensar en muchos otros, amoritas, guteos, kasitas, arameos... En este contexto la invasión tiene muchas concomitancias con la guerra tribal de la que hablaremos más adelante.

Guerra y ejército en el ámbito tribal.
Dos hechos marcaron el predominio de la guerra tribal frente a la guerra especializada propia de las gentes de las ciudades y palacios. Tales fueron la ruptura del equilibrio entre los grandes imperios que habían conformado el sistema político regional desde el siglo XV, y el auge de los nómadas. Frente a la guerra de aristócratas de la etapa precedente, el apogeo de las tribus introdujo la guerra total. Total porque es la guerra de toda la comunidad en armas y porque sus objetivos no persiguen una delimitación de fronteras o de zonas de influencia, ni obtener botín o prestigio, sino espacio vital, tierra propia, que puede llegar a implicar la destrucción del adversario y de sus bienes y pertenencias. En este sentido es una guerra de conquista, se logren o no lo objetivos, en la que se hallan comprometidos todos los miembros de la comunidad tribal.

Como podemos suponer tal tipo de guerra rompe con las reglas de juego propias de la guerra especializada al tiempo que destaca la astucia y el riesgo como elementos importantes con que hacer frente a contingentes más numerosos o mejor armados. Supone situar en un primer plano la estratagema y la escaramuza. Se trata una guerra motivacional y no un asunto de política exterior. Frecuentemente es una guerra a muerte porque no se lucha por el honor sino por la propia vida.

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Desarrollo histórico del gobierno y la administración

Las ciudades sumerias.
No es mucho lo que sabemos del gobierno y la administración en tiempos sumerios. Pese a la gran especialización económica y funcional, y al número de funcionarios y escribas, el aparato administrativo era relativamente simple, como correspondía a las necesidades de unos estados, si bien muy centralizados, de dimensiones modestas, en los que se daba además la dualidad de la administración ejercida por los templos y la ejercida por el palacio, aunque ambas compartían un mismo esquema de funcionamiento. A la cabeza de la jerarquía administrativa, y detrás del rey, se encontraban un mandatario -nu banda-, que fue adquiriendo cada vez mayor importancia en su calidad de organizador de las empresas de interés común y de los trabajos agrícolas, así como de tesorero y notario del reino, y el administrador -sanga- general. Los textos arcaicos citan también al "jefe del catastro"-sa-du-, a una especie de contable -sha du ba-, a los correos -sukkal- que dependían, al igual que los coperos -sagi-, del palacio del ensi , siendo cargos de gran importancia al frente, en ocasiones, de un grupo de la administración. Citan también a los consejeros -abgal-, comisarios -mashkim-, ¨vigilantes" -ugula- (en realidad encargados de dirigir a los miembros de una profesión u oficio) y heraldos -ningir- que en algunos lugares, como Shuruppak, disponían junto a los nu banda de gran cantidad de recursos y parecen haber sido funcionarios muy importantes. Al mando de las tropas se encontraba un gal-uku . Otros cargos importantes, al menos a finales del periodo, eran el de"jefe de los almacenes de grano" -ka guru- y "jefe de los depósitos de aceite" -ka shagan.

El reino de Ebla.
El reino de Ebla, en Siria, se caracteriza por un tipo de administración distinta, ya que su sistema político y su realeza también diferían, como hemos visto en otro capítulo, de las que eran propias de las ciudades sumerias, y se hallaba más influido por tradiciones, costumbres y valores de tipo "tribal" o "gentilicio". Después del rey, que se limitaba a llevar el título de en ("señor"), se hallaba el "tesorero" -lugal-sa-za-, que en realidad era el jefe de la administración en lo que concernía a la gestión patrimonial y a la organización del comercio. Papel notable junto a ambos ejercían los "ancianos" -abba- con importantes funciones administrativas a la cabeza de las circunscripciones o distritos administrativos reflejadas el título de lugal, que aquí viene a significar "gobernador". Dos altos dignatarios de palacio que ejercían de jueces -dayyanum - parecen proceder así mismo de estos "ancianos", representantes de las familias más poderosas. Se trata de una estructura más descentralizada en la que el poder del rey en palacio encontraba contrapeso en las familias más importantes, cuyos jefes y representantes ejercían altos cargos en la administración centra y periférica. Las cosas eran no eran aquí como en Mesopotamia. Allí una familia se volvía importante porque sus miembros desempeñaban durante varias generaciones cargos en la administración de los templos o palacios, mientras que en el reino eblaita eran las familias poderosas e importantes las que copaban, junto al rey, los puestos de la administración y el gobierno.

Los primeros imperios.
En época acadia, y como consecuencia de la centralización política y administrativa sobre el País de Sumer y Akkad surgió el "prefecto" -shabra- en sumerio -shapiru- en acadio, bajo cuya autoridad quedó situado el nu banda, y que dependía, a su vez, del gobernador militar -shagin- de la provincia. La administración local de las ciudades sumerias, ensi incluidos fue respetada, pero supeditada a la autoridad central del poder acadio, sobre cuyos procedimientos de gobierno y administración apenas sabemos nada, ya que la misma capital del imperio no ha sido excavada ni tan siquiera localizada con certeza, por lo que carecemos de los archivos de su palacio y sus templos.

Tales experiencias administrativas fueron heredadas por el imperio de la Tercera Dinastía de Ur, en el que los ensi quedaron reducidos a gobernadores civiles de una circunscripción o provincia nombrados por el rey, mientras que el shagin ejercía las funciones de un comandante militar. Al frente de la administración de los templos y gozando de similar rango se hallaban el shabra y el sanga, prefecto y administrador general respectivamente. A continuación ocupaban cargos importantes con la mitad del subsidio, el contable -sha du ba-, el "jefe del catastro" -sa du-, el "jefe de los depósitos del grano" -ka guru-, y el intendente de los obreros -nu banda eren na-. Otros cargos de menor relevancia eran el de "escriba de los bueyes de labor" -dub sar gu uru- y, aún más abajo, el del "porteador de la silla" -gu za la-. Por supuesto esta lista es totalmente incompleta y no revela más que nuestro conocimiento parcial de la jerarquía administrativa, debido a la información que nos proporcionan los documentos que conservamos de aquella época. En la administración central un cargo importante, que equivaldría al de primer ministro, era el de sukkalmah o "jefe de los correos" ya que estos, encargados de diversas misiones, poseían poderes amplios y variados. Se trataba en realidad, más que de mensajeros, de funcionarios destacados como supervisores que tenían informado en todo momento al rey de lo que acontecía en los diversos lugares del imperio

El periodo paleobabilónico.
En esta época la administración no difiería en lo esencial de la de los periodos anteriores, aunque su escala había aumentado y algunos cargos habían perdido toda su antigua importancia, apareciendo al mismo tiempo nuevos cargos al frente de antiguos cometidos. Tal ocurrió con el ensi cuyo rango llegó a ser muy inferior al del shassukkum, como se llamaba ahora "al jefe del catastro", que se ocupaba de presidir el registro de los campos y de los graneros destinados al abastecimiento de los trabajadores. El antiguo sistema de ensis, característico de los primeros imperios, había llegado casi a desaparecer en los turbulentos tiempos que siguieron a la desaparición del poder de los reyes de Ur, como una consecuencia de la fragmentación política de Mesopotamia. En algunos casos el término volvió a designar al príncipe de una ciudad independiente, pero en la época de Hammurabi se utilizaba para designar a una especie de feudatario del estado, lo que es claro síntoma de su desvalorización. Un nuevo título que aparece ahora es el de shatam mu, que se encarga de la mayoría de los asuntos corrientes.

La documentación de que disponemos para trazar siquiera un esquema del funcionamiento de la vida administrativa en Babilonia bajo Hammurabi es realmente fragmentaria y de procedencia muy dispar. Por ello no siempre resulta fácil reconstruir la escala jerárquica de cargos y funciones, sobre todo si atendemos al hecho de que los propios documentos manifiestan, como se ha dicho, la existencia de una «confusión de poderes». La ausencia de una clara separación de índole ministerial o departamental hace que la diversidad de títulos no implique, por lo tanto, ningún reparto concreto de atribuciones, por lo que todos los cargos, al menos los más importantes, llevaban consigo un fondo de actividades que correspondía a una auténtica polivalencia de funciones. Los documentos presentan a menudo importantes lagunas: tal o cual funcionario aparece citado aquí, pero no allá en un contexto similar. El propio Código de Hammurabi escasea en la mención de los cargos administrativos apareciendo citados tan sólo el gobernador de la ciudad, los correos y algunos altos jefes del ejército.Para la ejecución de todas las tareas administrativas, políticas, económicas, legislativas y jurídicas se precisaba un amplio aparato burocrático que estaba integrado por personas pertenecientes a la clase social dominante de los awilu. Las capas sociales mas elevadas proporcionaban también los altos jefes militares y los grandes dignatarios del estamento clerical.

Existía por lo demás, heredada de épocas anteriores, una cierta semejanza entre la administración del palacio, la de un templo o la de una determinada provincia. Por otra parte, cada conquistador de turno, y Hammurabi no constituyó ninguna excepción al respecto, adoptaba la administración local de cada ciudad conquistada, sustituyendo solamente los cargos más importantes. Es por ello que con una serie de datos dispersos procedentes de Eshnunna, Mari, Sippar, Larsa y la propia Babilonia podemos intentar reconstruir un cuadro algo aproximado a cerca de la administración imperante.

Cargos importantes de palacio eran el «prefecto» -shapiru- el archivero -shaduba- y el tesorero -shanda-bakkum-. Algunos de estos cargos los encontramos también en la administración de las provincias. Al frente de ellas y como responsable máximo se encontraba un gobernador -sha nakkum- en el que se percibe la figura del antiguo shagin sumerio, que estaba encargado del orden, del reclutamiento, del mantenimiento de los funcionarios subalternos y del funcionamiento económico de su circunscripción. De él dependía el «prefecto del país» -shapiru-matim-. Al frente de las ciudades había también prefectos y alcaldes-rabianum- A continuación encontramos a los tesoreros, al « jefe de los depósitos de grano» -kagurrum- y al «jefe del catastro» -shassukum-, cargos que existieron seguramente también en palacio. En las provincias los gobernadores tenían asímismo bajo sus órdenes a los jefes de circunscripciones -bel pahatim- de los cuales dependían a su vez los jefes de poblados -suqaqu-. Contaban para su gestión con escribas, correos -sukalu- y fuerzas de policía. La administración de los templos era dirigida por sacerdotes shangu y encontramos por todas partes un personal subalterno, los llamados shatammu, especie de agentes administrativos que se ocupaban de la mayoría de asuntos de índole ordinaria, como el control de los rebaños, la recaudación de censos en especies o dinero, o la organización de los almacenes.

Todo el funcionamiento de esta compleja estructura administrativa era supervisado por el primer ministro -isaku- responsable de gobernadores, alcaldes y demás funcionarios. La administración central residía en palacio y la agilidad del sistema era asegurada por un desarrollado cuerpo de correos ya que la correspondencia administrativa y diplomática era muy numerosa. Igualmente el espionaje era muy activo. La cancillería, mediante sus oficinas de correspondencia, servía de enlace entre la sede del gobierno central y los servicios instaurados en todas las provincias. Pese a la acentuada centralización administrativa, Hammurabi permitió la existencia de los antiguos consejos locales. Si bien los gobernadores y los alcaldes eran los representantes del rey, cada uno de ellos estaba rodeado de un consejo. El consejo del gobernador podía incluir a los funcionarios más destacados de la provincia mientras que el de los alcaldes estaba integrado por los notables de la ciudad. Esta asamblea local administraba los bienes municipales, procedía al arrendamiento de sus tierras y percibía los impuestos obtenidos en la ciudad, bajo la supervisión de los funcionarios del rey en la provincia.

Si la confusión de poderes y el conflicto de atribuciones era uno de los males que parece haber caracterizado la administración, el otro fue sin duda alguna la excesiva rigidez de la centralización administrativa que impedía a cualquier funcionario el más mínimo atisbo de iniciativa. Ello se debía al hecho fundamental de que el Estado se confundía con la propia persona del monarca, lo que hacía que el lazo no se estableciera entre los funcionarios y el Estado, sino que éstos se hallaban ligados personalmente al rey. Eran ante todo eran sus servidores, al igual que él no era más que un servidor de los dioses a quienes en último término pertenecía todo. Pero una cosa es recibir órdenes de los dioses y otra muy distinta que éstas las transmita un inmediato superior jerárquico. El monarca lo controlaba todo, por lo que no era fácil hacer gala de clase alguna de autonomía. Así, los prefectos y alcaldes de las ciudades, encargados de su administración y en particular de la ejecución de los trabajos públicos, recibían órdenes directas del rey, pese a estar subordinados al gobernador. La carencia absoluta de iniciativa era particularmente grave en el caso de los gobiernos provinciales ante una situación de conflicto. Ello podía implicar una peligrosa demora en su solución y, sí la amenaza era de orden militar, las perspectivas eran aún más negras. Si las instrucciones no llegaban convenientemente a tiempo podía provocarse un desenlace fatal. Probablemente esta esclerotización del aparato administrativo babilonio sea uno más de entre los factores que condujeron al derrumbamiento del imperio ante presiones internas y externas.


Los hititas.
El carácter menos compacto del Estado hitita tuvo su reflejo, incluso en época imperial, en el gobierno y la administración. La familia real se hallaba ligada por medio de matrimonios con la nobleza, lo que no siempre aseguraba la cohesión política interna, al favorecer el parentesco con el detentador de la corona la aparición de aquellos que se consideraban con derecho a albergar pretensiones al trono o a posiciones preeminentes. Los cargos más altos eran ocupados por los "grandes" y los "hijos del rey", representantes de las familias más importantes de la nobleza y los parientes del monarca respectivamente. Constituían la corte, ocupaban los puestos más altos de la administración periférica y se hacían cargo del mando de las tropas. Su relación con el rey se fundamentaba sobre un juramento de fidelidad que era redactado por escrito y en el que, partiendo de la general devoción a la realeza, en la figura del rey y sus sucesores, se detallaban de forma más concreta sus obligaciones políticas. La composición menos burocrática y escasamente profesionalizada de esta administración contrasta notoriamente con Mesopotamia. En palacio, los cargos de "gran escriba" y "jefe de los combatientes de carros" eran los más importantes y por su dignidad se situaban inmediatamente a continuación del rey, la reina y el príncipe heredero.

El gobierno del país de Hatti, el núcleo del imperio, estaba organizado en provincias confiadas a gobernadores que eran al mismo tiempo miembros de la nobleza y familiares del rey. La administración periférica correspondía al "síndico" o "alcalde" -hazanu- a cargo de los aspectos civiles y al "jefe de la guarnición" o "señor de la torre vigía" -bel madgalti- encargado de las tareas militares. En general, se respetaban los usos y costumbres locales, si bien se recibían precisas instrucciones de palacio relativas, sobre todo, a la seguridad en los confines del imperio y los territorios sometidos. Aquellos que poseían un valor estratégico importante, como Karkemish o Alepo eran entregados directamente, para su gobierno, a los príncipes de la familia real.

Los granes imperios: Asiria.
Los asirios fueron innovadores en muchos campos y posteriormente imitados por babilonios y persas, si bien con estos últimos se produjo un cierto renacimiento de las autonomías localesEl imperio asirio. Al igual que los príncipes y los altos dignatarios, todos los restantes súbditos del imperio debían comprometerse personalmente, mediante juramento, al servicio del rey de Asiria, exponiéndose el perjuro al castigo decretado por la cólera divina. El servicio al rey constituía el principio fundamental sobre el que descansaba todo el funcionamiento del Estado y en este punto, en teoría, no existían distinciones entre el sencillo labriego y el gobernador de una provincia. La prestación del juramento tenía habitualmente lugar en presencia de las estatuas de los dioses y en ocasiones adquiría un aspecto multitudinario, verdaderas convenciones juradas -adu- en las que se procedía por categorías profesionales o incluso multitudinariamente.

Desde el mismo momento en que la autoridad real podía disponer de todos sus súbditos para cualquier tipo de función, ya se tratase de los más humildes o de los funcionarios de palacio, advertimos la ausencia de una especialización ministerial. En la medida en que todos eran igualmente servidores del rey, como él lo era de la divinidad, los miembros de la administración no tenían asignado más que en términos generales un cometido específico, y sus funciones podían variar según las necesidades del momento, con lo que se llegó, en la práctica, a una indistinción de cargos. Por ello quizá sea conveniente, en aras de una mejor sistematización, distinguir entre una administración ordinaria, con sus dos vertientes de ámbito central y provinciano, y un aparato administrativo específico integrado por auténticos servicios de información que actuaban en todas las escalas de la jerarquía administrativa ordinaria. Ambas burocracias se encontraban igualmente centralizadas y dependían de un máximo responsable, el sukkalu dannu, especie de visir o primer ministro, ante quien debían rendir cuentas los gobernadores de provincias y los sukkallu, integrantes de los servicios de información.

La administración central se encontraba compuesta por los altos títulos nobiliarios que integraban el canon de los epónimos. Estos eran, por orden de prioridad, el propio rey, el general en jefe -turtanu-, el heraldo de palacio -nagir ekalli-, el copero mayor -rab shaque-, el intendente -abarakku- y los gobernadores de provincias -bel pihati-, al frente de los cuales se hallaba el de Assur -shakin mati-. Tales títulos eran, sin embargo, reminiscencias del pasado y al igual que el eponimato fue reformado en ciertas ocasiones, por ejemplo bajo Sargón II y Senaquerib, se puede afirmar que las funciones no correspondían estricta y únicamente a las titulaturas. En cualquier caso, todos los que detentaban títulos nobiliarios tenían bajo su mando las provincias situadas en la periferia del imperio y todos ejercían, en consecuencia, mandos militares. Además constituían el consejo del rey, sin que se pueda precisar, como se ha dicho, un reparto de atribuciones ministeriales.

Desde Tiglat-Pilaser III el crecimiento del estado asirio con la incorporación de los territorios conquistados, planteaba la necesidad de proceder a una reforma administrativa, que fue iniciada ya por el propio monarca. Las antiguas grandes provincias fueron fragmentadas en distritos menores, al frente de los cuales fueron situados unos funcionarios especiales —bel pahati— que a veces parecen sustituir a los gobernadores —shaknu—, aunque más a menudo se designa con este término a los generales encargados de la administración de las circunscripciones recientemente conquistadas o creadas. Parece que este sistema fue copiado de Babilonia, donde la densidad de la población exigía la organización de pequeños distritos administrativos. Según esto, el shaknu era el «encargado» del gobierno de la provincia y los bel pahati permanecían como jefes de las circunscripciones o distritos en que ésta se dividía. Con el tiempo, estos gobernadores que a menudo comandaban varias provincias, diferentes y alejadas, residiendo en la más importante, terminaron por desaparecer, a medida que avanzaba la división de éstas en nuevas y más pequeñas circunscripciones administrativas. De esta forma, la provincia de Assur, que cubría originalmente el territorio histórico del país, fue reducida administrativamente al equivalente de dos de sus antiguos distritos. Las doce viejas provincias asirias fueron sustituidas por veinticinco a las que se vinieron a agregar otras quince de nueva creación. Con todo, aunque se modificaron los cargos, no ocurrió lo mismo con las titulaturas, ya que los términos de shaknu y bel-pihati son empleados indistintamente hasta finales del imperio.

La administración del imperio estaba en gran medida puesta al servicio de las necesidades militares y de la política de expansión de los monarcas asirios. De esta forma los cometidos civiles de los funcionarios se entremezclaban con las obligaciones militares, de igual forma que, en una escala más baja de la sociedad, un mismo grupo de hombres podía ser destinado indiscriminádamente a desarrollar tareas civiles o militares. Así, los altos funcionarios encargados del gobierno de las provincias debían mantener el orden en sus circunscripciones, para lo cual contaban con guarniciones permanentes bajo su mando, y asegurar el cobro de los impuestos, que afectaban principalmente a los cereales, el forraje y al ganado mayor y menor, estando también los transportes de mercancías sujetos al pago de peajes y tasas de almacenamiento. Debían asegurar asimismo la entrega en los centros de la administración provincial y local de los materiales y materias primas necesarios para el desarrollo de la vida económica y militar, así como el reclutamiento de los hombres precisos para la ejecución de los grandes trabajos de interés colectivo -fortificaciones, obras hidráulicas, etc.—y para servir en el ejército. En ambos casos los hombres sometidos a esta prestación formaban brigadas —sabe— encuadradas por guardias y funcionarios encargados de su dirección. Las zonas pobladas por nómadas pagaban habitualmente el tributo en ganado.

Las ciudades y regiones con población asentada satisfacían los impuestos en plata y oro, estando las más importantes poblaciones urbanas, como Babilonia, Borsippa, Sippar, Nippur, Harran y la propia Assur, principalmente, exentas mediante favor real de estas contribuciones, poseyendo al mismo tiempo ciertos derechos de autogestión, bien por la importancia de su comercio, su significado político o la influencia de sus colegios sacerdotales. Los impuestos de los campesinos se recaudaban en especie. Una determinada parte de la cosecha, del forraje y del ganado se pagaba en forma de impuesto o tasa, y no cabe ninguna duda de que la explotación de las provincias conquistadas debió ser muy dura, aunque la adecuación del tributo a los recursos reales de los vencidos, realizada mediante el censo de la población y los bienes, servía para paliar un tanto la dureza de las exacciones.

Las formas políticas entre los nómadas

Los nómadas han constituido uno de los tipos de poblaciones más importantes en el Próximo Oriente, dada la adaptabilidad de su estilo de vida a las condiciones de las zonas semiáridas y desérticas de las que los sedentarios apenas pueden obtener provecho. Pueblos como los haneos, benjamitas, suteos, hebreos o arameos tuvieron una gran importancia en la historia de aquellas tierras. La mayoría de estos nómadas no ocupaban zonas marginales situadas en el exterior de las explotaciones agrícolas de los sedentarios, sino que recorrían, impulsados por la necesidad de la migración estacional, los espacios interpuestos entre las zonas cultivadas.

Las relaciones entre nómadas y sedentarios fueron frecuentes, múltiples, multidireccionales y complejas (en tanto que problemáticas), dando lugar a repercusiones en ambas esferas y estimulando una situación de interdependencia que conocemos con el término de "sociedad dimorfa". Con demasiada frecuencia la estepa semiárida no proporcionaba todos los recursos necesarios para una vida, incluso tan sencilla, como la de los pastores seminómadas. Sin productos agrícolas la dieta no resultaba suficiente por lo que o se compraba grano y otros vegetales a los agricultores o, allí donde las condiciones políticas y medioambientales lo permitían, se convertían en campesinos una parte del año. En verano era frecuente la necesidad de adquirir forraje para alimentar al ganado o de estipular acuerdos con los agricultores que les permitiera acceder a los rastrojos de los campos tras la cosecha. La vida móvil no favorece tampoco la especialización artesanal, por lo que las manufacturas han de ser adquiridas en las ciudades.

Nómadas y sedentarios se realacionaban, en el comercio, en las actividades militares, así como en las laborales. No era extraño observar la presencia de jefes tribales con residencia y posesiones en la ciudad. En ocasiones podía llegarse a formas de relativa integración entre los dos ámbitos, como cuando -en tiempos de Mari- un funcionario -sugagum- era investido de poderes sobre las tribus establecidas en territorios bajo control del palacio, y, además de residir en los poblados de aquellas, realizaba frecuentes visitas a la ciudad. Aún así, tales relaciones no carecían de problemas. Incluso en los momentos de mayor apogeo de la vida sedentaria, las gentes de los palacios y las ciudades consideraba siempre problemática la obediencia de los nómadas que frecuentaban su territorio por causa de su movilidad y de su independencia económica. Razones no les faltaban. Poseemos numerosas referencias que hacen alusión a contingentes tribales que habían rehusado presentarse ante la llamada del palacio, o sencillamente habían enviado muchos menos hombres de los requeridos (Anbar: 1991, 177 ss).

El hecho de que los pastores nómadas o seminómadas estuvieran habitualmente armados, en contraste con el monopolio del armamento detentado por los palacios, junto a su fama de excelentes guerreros -los palacios solían utilizarlos como tropas de élite- servía para ahondar las suspicacias. Su organización para la guerra era así mismo distinta. Las tropas de los nómadas se contraponen a las de los palacios, al igual que toda su forma de vida. El ejército tribal no era una profesión especializada, ni se componía de hombres requisados a la fuerza, sino que estaba formado por todo el pueblo en armas. Ello no les privaba de eficacia militar, siendo sus tácticas también distintas a las empleadas por los sedentarios. La incursión repentina era uno de sus procedimientos favoritos y cuando eran capaces de movilizar grandes contingentes de hombres armados, debido a la alianza entre varias tribus, su fuerza era temible. "Nacido y criado sobre la silla y formado para una carrera de rapiña y venganza, el nómada pastor adopta la preparación bélica como una forma de vida. Con su consumada destreza, una banda nómada puede atacar, robar y desaparecer sin peligro de ser perseguida en la inmensidad, esfumándose sin dejar huella, como un río que desaparece en las arenas del desierto. Con frecuencia los moradores de las ciudades nada pueden oponer a estas tácticas, como no sea una muralla" (Sahlins: 1977, 61).

El gobierno y los dirigentes tribales.

Al no tratarse de una sociedad de clases establecida sobe la base de las diferentes funciones económicas y al no existir, en principio, la concentración de excedentes, el poder político adopta entre los nómadas una dimensión totalmente distinta a la que caracteriza los Estados palatinos y urbanos. La solidaridad y el honor de la comunidad eran confiados y estaban representados por el jefe, que no era sino el depositario temporal del poder que residía en la comunidad entera. No se trataba de un autócrata, sino de alguien que había recibido de la comunidad la capacidad de dar órdenes. No obstante la comunidad se preservaba como tal la no menos importante facultad de desobedecerlo, aunque por lo general cuando un jefe resultaba elegido era para seguirlo. Así mismo el jefe podía ser abandonado o sustituido. Si un jefe se quedaba sin partidarios dispuestos a acatar sus ordenes dejaba de ser jefe. La coerción no podía intervenir para obligar a nadie, pues no existía un monopolio de la fuerza, ni de la ley, ni siquiera de tipo económico, por lo que el prestigio y el consenso eran los requisitos necesarios para ejercer la jefatura.

El prestigio podía proceder tanto de una situación familiar influyente, cuanto, sobre todo, de las propias habilidades personales, bien en el conocimiento y prudente aplicación de las normas de la tradición, como en la capacidad para liderar una acción guerrera, tanto por el valor, como por la fuerza, o la astucia. Ahora bien, en determinados contextos, un jefe militar exitoso, rodeado por un numeroso séquito se incondicionales seguidores armados podía imponer de hecho, como Jefte frente a los "ancianos" de Galaad, su poder a los dirigentes locales, estableciendo una especie de monarquía o, más bien, pseudomonarquía regional de acentuados rasgos militares.

Aún así, la configuración del gobierno era distinta según el grado de desarrollo político alcanzado y de la sección de la sociedad tribal de que se tratara. La perspectiva antropológica comparada nos permite suponer que los grados de integración política variaban en razón directa de la densidad demográfica y de la abundancia de agua y pastos. A medida que se pasa de los grupos menores a los mayores se advierte un carácter más artificial de la cohesión, que precisa de pactos bajo una fuerte sanción religiosa e ideológica. Las alianzas entre las tribus, basadas o no en la mancomunidad migratoria, se sellan mediante un pacto geanológico en el que intervienen vínculos de parentesco, ficticios o inventados, en el sentido tanto de su carácter artificioso o cuanto de la escasa posibilidad de una memoria "real" al respecto. Así, diversas tribus pueden unirse en una entidad mayor, la confederación tribal, bien porque sus miembros estén convencidos de que poseen unos antepasados (míticos) emparentados -o de que comparten unos antepasados (míticos) comunes-, bien porque, de cara a intereses prácticos e inmediatos, están dispuestos a "recordar" la existencia de tales vínculos. Estas relaciones tribales mitigan las frecuentes colisiones entre campamentos vecinos y minimizan la competencia por los pastos.

La necesaria cooperación ante la necesidad de una coordinación anual en el reparto de los pastos constituye uno de los estímulos más potentes para que se produzcan tales acuerdos. En la confederación tribal se alcanza un nivel muy próximo al Estado. Este surgirá, finalmente por presiones exteriores, sobre una base no territorial sino humana. A diferencia del Estado palatino, el Estado "nacional" de génesis tribal no parte de un territorio, sino de grupos de personas, algunos ajenos a la tribu, como los habitantes de algunas aldeas y de las ciudades, que son incorporados mediante un pacto de hermandad. De esta forma, tanto a nivel de confederación tribal, como de Estado "nacional" se mantiene la ficción de parentesco, convertida en soporte simbólico de una organización política compleja.

El tipo de jefatura variaba según las circunstancias. Entre los amoritas y los kasitas se hallaba muy extendida la monarquía tribal, que implica la existencia de un"rey" a la cabeza de la tribu. Los reyes de los haneos eran denominados "padres", mientras que los de los benjamitas se trataban entre ellos de "hermanos". Unos y otros poseían ciudades que constituían el centro político de la monarquía tribal. Los documentos del palacio de Mari nos muestran como las localidades habitadas por los benjamitas dentro de los confines del reino, en los distritos de Mari, Terqa y Saggaratum, se hallaban divididas según las cinco tribus y sus habitantes, y dependían en cierta medida de los reyes de estas tribus, que residían, por el contrario, en "el país alto", fuera de la jurisdicción del palacio. En época de Zimri-Lim los reyes de los benjamitas eran sus vasallos, mientras que los de los haneos se mantuvieron independientes. La corte de estas monarquías tribales reproducía, en una escala distinta, lo que eran signos comunes de la realeza en cualquier otra parte. Las localidades que eran sede de la monarquía tribal contaban con un palacio, ejército permanente, fuerzas de gendarmería, servidores y personal de apoyo, como adivinos etc. (Anbar: 1991, 119 ss). Pero el rey, que era ante todo un jefe tribal, no era un déspota, y aquí estriba la principal diferencia respecto a la realeza palatina. Aunque la tribu reconocía su autoridad, ésta no era absoluta. En ocasiones el comportamiento de los miembros de la tribu hacia su rey se asemeja mucho al comportamiento que mantenían hacia el gobernador palatino del distrito, rehusando acudir, por ejemplo, ante su llamada. La autoridad que estos reyes ejercían sobre los miembros de la tribu que vivían en lugares fuera de su jurisdicción era, por otra parte, compartida con otros dirigentes, como los jefes de clan o de aldea y los "ancianos".

La monarquía tribal no era la única forma política conocida por los nómadas y seminómadas del Próximo Oriente Antiguo. Los jefes suteos no eran reyes. Tampoco lo fueron los jefes tribales gasga, en perpetuo conflicto con los hititas, pese a algún intento aislado que no llegó a a consolidarse, y entre los guteos la monarquía tribal sólo apareció como fórmula eficaz de gobierno tras la conquista del "país de Akkad". Así mismo, a la cabeza de las primitivas tribus israelitas se encontraban los "jueces" -shofet- , dirigentes temporales cuya autoridad no era ni permanente, ni absoluta y no se extendía al conjunto de todas las tribus. Sus aptitudes excepcionales para el mando, basadas en un ascendiente particular que resultaba de una combinación de heroicidad e inspiración divina, no eran transmisibles, por lo que no se perpetuaban en una institución. Resulta realmente significativo que durante la época de estos "jueces", anterior al establecimiento de la monarquía por Saul, ninguno de los intentos por establecer un gobierno unificado basado en la realeza, como los de Gedeón, Abimelec o Jefté, llegara a cuajar definitivamente.

A la cabeza de las villas, aldeas y de las unidades tribales se hallaban los jefes locales, -sugagu- entre los amoritas, -rabanum- en acadio, que eran responsables de la gestión de los asuntos de la comunidad, nómada o sedentaria, que dirigían. En las aldeas y villas más grandes existían varios de ellos que ejercían su actividad simultáneamente. En el desempeño de sus funciones se hallaban asistidos por el concejo de los "ancianos" y los "hombres de bien". El cargo, que podía durar toda la vida, se ocupaba a propuesta de los ancianos y notables, que también poseían la facultad de destituirles, pero el rey o el jefe de la tribu tenía en ambos casos la última palabra. En muchas ocasiones estos jefes locales se hallaban también bajo la autoridad de los gobernadores palatinos de los distritos en que habitaba la población tribal, por lo que eran las autoridades del palacio las encargadas de su nombramiento o destitución. En tales situaciones una de sus tareas más importantes era la de poner a disposición del palacio trabajadores y soldados entre las personas censadas en su demarcación. Eran así mismo responsables, ante su gente, de liberar a los prisioneros y, ante el palacio, de arrestar a los fugitivos. A fin de cuentas representaban a las autoridades, bien fueran tribales o palatinas -o ambas- ante la población, y a la población ante las autoridades.

Los "ancianos", que también representaban a su comunidad en las festividades religiosas y ante las autoridades, con facultad para negociar en su nombre y establecer pactos y acuerdos, eran los jefes de las familias más poderosas. Debido a las peculiaridades de la población seminómada y de su implantación territorial, existían los "ancianos de la aldea", los "ancianos del distrito", nombrados a menudo en los textos junto a los sugagu, así como los "ancianos del país", que representan a la población tribal no asentada o que permanecía fuera de la jurisdicción de los gobernadores y palacios. Los "ancianos" se reunían para establecer consultas y podían ser convocados por el gobernador para, por ejemplo, escuchar a un adivino a las puertas de la ciudad o intervenir en la elección del sugagu. Podían integrar una delegación ante el monarca y mediar en las disputas por una ciudad o villa que a menudo se producían entre los reyes. En el ámbito interior actuaban como árbitros de las desavenencias y conflictos que podían enfrentar a las distintas familias, impidiendo de este modo las continuas venganzas de sangre.

Las decisiones importantes eran tomadas por la asamblea -puhrum- presidida por el jefe y los ancianos. Los acuerdos, para que fueran vinculantes, debían ser tomados no sólo por mayoría sino por unanimidad. La posición de los jefes y los "ancianos" a este respecto era muy influyente, pero si la unanimidad no se alcanzaba nadie podía obligar a los disconformes a actuar en contra de su parecer. La conformación característica de la sociedad tribal, con sus enormes grados de autonomía entre las unidades familiares y suprafamiliares, hacía virtualmente imposible la coerción.