La adquisición de nuestros conocimientos

Durante mucho tiempo la Historia del Próximo Oriente Antiguo no fue sino una parte de la Historia bíblica sin entidad propia. A partir de inicios del siglo XIX, aunque existían algunos precedentes, incluidos los españoles sobre los que se conoce más bien poco, este estado de cosas comenzó a ser modificado por las investigaciones emprendidas en diversos lugares por los sabios europeos, como una consecuencia más de la política colonial, con más sombras que luces, desarrollada por aquel entonces. He preferido, para esta breve introducción a los descubrimientos que tuvieron lugar en ese contexto y posteriormente, utilizar los magníficos textos de experimentados colegas -cuya obra me apresuro a recomendar- que de forma literal o más resumida, cito a continuación.

La recuperación moderna del Próximo Oriente antiguo.
(J. Sanmartín-J.M. Serrano, 1998, pp. 27 ss.)
"En plena Edad Media, a finales del s. XI los rabinos Benjamín de Tudela y Petajias de Ratisbona habían visitado Mosul y Nínive, pero sus relatos no dejaron apenas huella en la conciencia cultural de la Europa medieval. Más tarde, en 1616, el italiano Pietro della Valle volvió a Nínive y visitó Babilonia, y realizó las primeras copias de ladrillos inscritos con signos que Th. Hyde, en su Historia religionis veterum Persarum (...), publicada en 1700, calificó de «piramidales, o en forma de cuña». En el s. XVIlI, otros viajeros se aventuraron en lo que hoy es Irak, por entonces una de las regiones más recónditas del Imperio otomano. El danés C. Niebuhr se adentró en Irán y llegó a Persépolis (1778), donde realizó una serie de copias de las inscripciones que acompañaban los bajorrelieves de los complejos palaciales. A comienzos del s. XIX, las academias europeas disponían de excelentes copias de diversas inscripciones trilingües persas.

Estas copias fueron estudiadas sistemáticamente por G. F. Grotefeld, en Gottingen, y el irlandés E. Hinck, los cuales se dieron pronto cuenta de que (a) las inscripciones eran de época aqueménida, y de que (b) una de las lenguas era el persa antiguo. En 1803 consiguieron identificar algunos grafemas del signario persa, relativamente más elemental; los resultados fueron considerablemente mejorados por H. C. Rawlinson, que trabajó sobre el texto trilingüe de Darío I entre 1835 y 1847. En 1857, E. Hincks, H. C. Rawlinson, J. Oppert y H. F. Talbot compitieron por leer y traducir cada uno por su cuenta un texto acadio, el prisma octogonal con los anales de Tiglatpileser I, consiguiendo resultados prácticamente idénticos: la vía para el desciframiento de ulteriores textos estaba libre.


Mientras tanto, la curiosidad iba en aumento, espoleada por la prensa de la época, ávida de novedades procedentes de Oriente. En 1848 se realizaron las primeras expediciones francesas e inglesas al norte de Irak. En Khorsabad, E. Botta y U. Place excavaron la ruinas de Dur Sarrukin, la capital levantada por Sargón II de Asiria a finales del s. -Vlll. A partir de 1845, los ingleses excavaron la antiguas ciudades de Kalah, Nínive y Assur; en 1854, Rassam encontró en Nínive la gran biblioteca del rey Assurbanipal (s. -Vll), que sigue siendo la mayor colección de literatura acadia excavada hasta la actualidad. El hecho de que las excavaciones se concentraran en Asiria fue la causa de que se denominara «Asiriología» a la ciencia histórica que se ocupa en general de la cultura mesopotámica y de sus áreas de influencia.

En el sur, los trabajos arqueológicos sistemáticos los comenzaron los franceses, en 1877, en Tello, la antigua Girsu (no Lagash, como se creyó durante mucho tiempo), lo que permitió conocer la cultura del III milenio a.C. El alemán W. Koldewey llevó la dirección de las excavaciones alemanas de Babilonia desde 1899. Muy importantes fueron siempre las expediciones norteamericanas, que desde 1888 excavaron Nippur, uno de los centros de la cultura literaria sumeria. Ur fue excavada desde 1918 por el británico Woolley; en Uruk, los alemanes reanudaron en 1928 los trabajos que había interrumpido la Primera Guerra Mundial. La regiones orientales limítrofes del Irak, el viejo Elam, fueron incluidas en las campañas de excavaciones francesas desde 1884; en este contexto, la primera ciudad estudiada fue Susa. El cuadro estaba, si no completo, al menos esbozado.

Tras la Primera Guerra, el interés se extendió a las culturas del área de influencia mesopotámica. Desde 1925, las excavaciones norteamericanas en Nuzi, en la cuenca alta del Tigris, revelaron la existencia de una importante ciudad hurro-mittánica del s. XV a. C. Los franceses, dirigidos por Parrot, descubrieron Mari en 1933, con lo que se tuvo acceso a las culturas del Eufrates de los milenios III y II. Unos años antes, en 1928, Schaeffer había descubierto en la costa siria la antigua ciudad de Ugarit, un importante nudo de comunicaciones entre el Mediterráneo y el mundo sirio mesopotámico durante todo el II milenio. Se vio así que Siria, lejos de ser una provincia apartada dominada por seminómadas esteparios, constituía un ámbito cultural de primerísimo orden, partícipe pleno de las viejas culturas sumero- acadias y transmisor de las mismas. Cuando en 1975 los italianos descubrieron miles de tablillas cuneiformes en Ebla, esta convicción, que ya era válida para el II milenio desde los hallazgos de Mari y Ugarit, hubo que extenderla a la Siria del III milenio a.C.

En Anatolia, el alemán K. Bittel excavó sistemáticamente desde 1931 la antigua ciudad de Hattusa, capital del reino hitita, cuyos restos revelaron una fecundísima cultura híbrida de elementos indoeuropeos y mesopotámicos. El final de la Segunda Guerra Mundial multiplicó el número de excavaciones, en las que actualmente participa la práctica totalidad de las naciones europeas, EE.UU., Canadá, Australia, Japón, Turquía, Siria e Irak. Entidades y organismos supranacionales como la UNESCO y la Unión Europea patrocinan también trabajos de campo en el Próximo Oriente".

Los documentos: su estudio y limitaciones.
Básicamente los documentos de que disponemos para reconstruir la historia y el modo de vida de todas aquellas gentes que habitaron el Próximo Oriente durante la Antigüedad, se clasifican en textos, que pueden ser de muy diversa índole (crónicas, inscripciones, literatura religiosa y sapiencial, códigos, etc.), traducidos de sus respectivas lenguas por los filólogos, y restos materiales (diversas clases de artefactos, utensilios, construcciones, etc.) que estudian los arqueólogos. Ambos proporcionan la información de que disponemos para reconstruir la historia del Próximo Oriente Antiguo, y por tanto constituyen las fuentes de nuestro conocimiento. Dicha información es, en conjunto, muy abundante pero se encuentra muy irregularmente distribuida, tanto en el espacio y en el tiempo como en lo que concierne a los diversos tipos de actividades realizadas por las gentes de aquellas civilizaciones, de las que pretendemos llegar a adquirir un conocimiento histórico lo más completo posible.

Aunque el paulatino y trabajoso desciframiento de las lenguas (sumeria, acadia, hitita, persa...) ha ido poniendo a disposición de los especialistas una gran cantidad de información que procede, casi siempre, de los yacimientos excavados por los arqueólogos, no debemos olvidar que son los palacios y los templos los que proporcionan el grueso de la documentación escrita, testimonio significativo al mismo tiempo del tipo de organización social imperante. La ausencia de una literatura que no provenga de forma exclusiva de los círculos socioculturales dominantes nos limita a la perspectiva propia de aquellos, y por consiguiente cuando empleamos los códigos y ordenamientos jurídicos, como principal forma de abordar el conocimiento de una realidad social que de otra manera se nos escapa, aún así, y pese a su extraordinaria importancia, percibimos sobre todo en tales documentos el punto de vista del legislador sin llegar a alcanzar plenamente la perspectiva de los legislados.

Si bien los materiales sobre los que se escribieron los documentos (tablillas de arcilla cocida, piedra, bronce) han facilitado enormemente su conservación hasta nuestros días y debemos al afán recopilador de algunos reyes de aquellos tiempos el haber podido encontrar grandes cantidades de ellos, como ocurre por ejemplo con la gran biblioteca del palacio de Assurbanipal en Nínive, o en otra medida con los archivos del palacio de Mari o los posteriormente descubiertos en Ebla, la información que nos proporcionan dista muchas veces de ser todo lo amplia y completa que nos gustaría.

Al carácter parcial de los textos escritos, que emanan exclusivamente de los grupos socioculturales dominantes, ya que la mayoría de la población permanecía iletrada, se añaden los imponderables propios de la documentación de tipo arqueológico que, si por una parte reporta la ventaja de proporcionar en muchos casos datos fiables e indiscutibles dado su carácter empírico, adolece por otra de la casuística propia del estado de conservación de los yacimientos, algo que escapa a la responsabilidad y capacitación de los investigadores, así como de los problemas típicos derivados de la investigación de campo. Además, los restos de cultura material que se han conservado y han sido hallados por los arqueólogos, no lo han sido por una razón meramente aleatoria. Su grado de preservación ha dependido también, de alguna forma, de la calidad de sus soportes físicos, los materiales en que están realizados, que es mayor, por lo general, cuanto más elevado es el rango social de quienes los detentaron.

Fuentes internas. (J. Sanmartín-J.M. Serrano, 1998, pp. 29 ss.)
"El resultado más llamativo de las excavaciones lo han constituido centenares de miles de textos cuneiformes de todo tipo: son fuentes internas, frente a informaciones que pueden provenir de fuera -como la Biblia y los autores clásicos o fuentes externas. El grupo de textos literarios más importante en lengua acadia proviene de la mencionada biblioteca de Assurbanipal, excavada en Nínive.

Las excavaciones llevadas a cabo en Tello -la antigua Girsu- y en Nippur sacaron a la luz los núcleos más importantes de la civilización sumeria. G. Smith descubrió en 1872 la tablilla Xl de la «Epopeya de GiIgamesh»; las excavaciones francesas en Susa, Elam, dieron con la estela de Hammurabi (el llamado «Código de Hammurabi»). Al interrumpirse las excavaciones sistemáticas debido al estallido de la Primera Guerra Mundial, se habían identificado ya los yacimientos de Babilonia, Sippar, Borsippa, Kisurra, Surrupak, Adad y Kish, que habían proporcionado decenas de miles de tablillas. Mediante las excavaciones llevadas a cabo en el período de entreguerras fuera del ámbito estrictamente mesopotámico, pero en zonas bajo su influjo cultural directo (Siria y Anatolia), nuestro conocimiento del mapa lingüístico mesopotámico, hasta entonces reducido básicamente al binomio sumero-acadio, se vio enriquecido con el descubrimiento de nuevas lenguas, como el amorreo, ugarítico, hitita, hurrita y urarteo.

El periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial se ha caracterizado, sobre todo, por los trabajos de digestión filológica, lingüística, histórica y antropológica de los datos. Es imposible calcular actualmente el volumen epigráfico cuneiforme que está a nuestra disposición; las bases de datos van acumulando textos y los listados superan, sumados, el medio millón de documentos, en su mayor parte esperando en los almacenes de los museos a que se complete su lectura y estudio. El número va en aumento con cada nueva excavación.

Los textos historiográfico pueden clasificarse en tres grandes géneros: las inscripciones reales, los textos cronográficos y los textos literarios de carácter histórico.

Inscripciones reales.
Son documentos redactados por voluntad del rey y explícitamente destinados a perpetuar su memoria. En sus formas más generales están presentes tanto en la tradición sumeria como en la acadia y abarcan desde la época protodinástica hasta la época persa. Estrictamente hablando, las inscripciones reales pueden dividirse en varios subgéneros: (A) inscripciones conmemorativas; (B) etiquetas; (C) inscripciones votivas, y (D) cartas a un dios.

Inscripciones conmemorativas.
Se denominan así porque su finalidad es conmemorar una actuación del rey: normalmente la construcción de un edificio, frecuentemente un templo, o una acción militar con final victorioso. Están grabadas o escritas sobre los soportes más diversos, siendo los más frecuentes los de arcilla (tablillas, prismas, cilindros, conos y ladrillos), piedra (estelas y lápidas), paredes de roca u objetos preciosos. Aunque ya tardía, es muy célebre la inscripción de Behistun del rey persa Darío I (-521 486), inscrita sobre roca en tres lenguas: persa antiguo, elamita y acadio. Se trata de la inscripción más importante de la antigüedad preclásica de Asia: su carácter trilingüe hizo posible -a partir de la versión persa- el desciframiento de la escritura cuneiforme y, con ello, el conocimiento histórico del Oriente Antiguo. La clave del desciframiento -el nombre del rey persa Darayavahush («Darío»)- estaba ya en las lineas introductorias de la inscripción. Historiográficamente muy importante es la variante asiria de este género de inscripciones conmemorativas. En estos ejemplares se incluyen relatos a veces muy detallados de campañas militares, redactados en forma autobiográfica y en orden cronológico: son los así llamados «anales asirios». Constituyen una información valiosísima para las etapas finales de la época asiria media y toda la época neoasiria.

Etiquetas.
Se les da el nombre de etiquetas a ciertas inscripciones muy breves que suelen ser de marcas de propiedad. Su soporte es de lo más variado: anillos, cetros, todo tipo de armas reales, etc., siendo muy frecuentes las grabadas sobre vasijas y ladrillos. Su texto se limita a dar el nombre del rey y, a veces, algunos de sus títulos.

Inscripciones votivas.
Son textos grabados sobre objetos ofrecidos a la divinidad. Se trata casi siempre de objetos de naturaleza cultural, como estatuas o vasijas, de armas o joyas (cuentas de piedras preciosas); frecuentemente los soportes de estas inscripciones votivas forman parte de la estructura de un templo: ladrillos, dinteles, etc. Algunas inscripciones son muy elementales, pero otras, mucho más elaboradas, tienen varios centenares de líneas y contienen información mucho más rica. Tal es el caso, por ejemplo, de la inscripción de un soberano sumerio de Lagash, del s.- XXIV, en la que se menciona un conflicto entre esta ciudad y la población de la vecina Umma por cuestión de fronteras. Con este motivo, la inscripción hace un repaso de las rencillas pasadas y describe los encuentros armados entre ambos jefes; sólo se mencionan, sin embargo, las victorias del bando propio

Cartas al dios.
Las cartas al dios son un género típicamente asirio, aunque con raíces en la costumbre general mesopotámica -atestiguada por viejos ejemplares sumerios y acadios- de escribir a las divinidades para pedirles favores, o por otros motivos. El ejemplar más importante en el género historiográfico es la carta de Sargón II ( 722 -705) al dios Assur, en la que el rey le rinde cuentas de una campaña victoriosa.

Textos cronográficos.
Son textos que presentan acontecimientos del pasado ordenados en series secuénciales. Los subgéneros mayores son (A) las listas de reyes y (B) las crónicas. Estos dos subgéneros se entremezclan muy frecuentemente dentro de un mismo documento.

Listas de reyes.
Una lista real es un simple elenco de nombres de reyes, al que se pueden añadir otros detalles, como los años de sus reinados y su filiación. Entre los representantes más conspicuos de este subgénero, abundantemente documentado, se encuentran (1) la Lista Real sumeria, (2) la Lista Real asiria y (3) la así llamada Lista Sincrónica.

(1) La Lista Real sumeria es una composición de finales del s. XX, redactada en la ciudad estado de Isín. Consiste en un largo listado de los soberanos mesopotámicos ordenados por dinastías. Éstas se colocan siempre una detrás de otra, aunque es historiográficamente evidente que gobernaron simultáneamente en las diferentes ciudades estado. La idea rectora del esquema es probar que no hubo nunca en Babilonia más que un gobierno, y que en ese momento le tocaba gobernar precisamente a la ciudad de Isín. Los datos, por lo general, se reducen a mencionar las ciudades que fueron sedes de una dinastía y sus soberanos respectivos, indicando los años de reinado de cada uno. El comienzo de la Lista coincide con el comienzo mismo de la historia, cuando la institución real, de origen divino, bajó a la primera ciudad digna de tal nombre: Eridu. Tras la quinta mudanza sobreviene el diluvio; cuando la realeza vuelve a bajar del cielo, la ciudad destinataria es la célebre Kish, que se convierte así en heredera de la vieja Eridu. La Lista se acerca poco a poco a la historia: los años de los reinados ya no se cuentan por decenas de miles, sino sólo por centenares, y los nombres de muchos soberanos son históricamente controlables desde otras fuentes. El esquema prosigue impertérrito listando nombre tras nombre y contando sus años, con cifras cada vez más plausibles. Los cambios de dinastía se enuncian invariablemente con la fórmula: (Tal lugar) fue derrotado por la armas; su realeza fue llevada a (tal otro). hasta que le toca el turno definitivamente a la ciudad de Isín.

(2) La Lista Real asiria es un listado de 109 reyes. Comienza en las épocas más remotas, con nombres de reyes ancestrales que, en los resúmenes o sumarios intercalados, se describen como pastores seminómadas o, a lo sumo, como monarcas de los que sólo se conoce su secuencia dinástica. Esta lista de reyes asirios llega hasta el reinado de Salmanasar V ( 726-722). Está dividida en varias secciones separadas por líneas horizontales; por lo general, cada sección, a excepción de la primera, contiene el nombre de un rey, su filiación y la duración de su reinado. Aparte los primeros reyes, de los que, por falta de datos, se dan sólo sus nombres, la lista es relativamente fiable y proporciona un excelente marco para la datación. La primera redacción es de la época de Samshi Adad I (-1813 1781), que mandó componerla para justificar su subida al trono asirio emparentándose ficticiamente con los viejos reyes asirios, ya que él era en realidad un jeque de extracción amorrea.

(3) La Lista Sincrónica es un listado de reyes asirios a los que se yuxtaponen los nombres de los reyes babilónicos coetáneos. Va separada también por líneas, con dos nombres en cada una, y los títulos «rey de Asiria» y «rey de Babilonia». Arranca a principios del II milenio a.C. y llega hasta Assurbanipal (-688-627), fecha también de su redacción. Los motivos de la lista no son puramente historiográficos: el documento trata probablemente de defender la tesis de que Asiria y Babilonia eran dos entidades políticas bien diferenciadas y teñían destinos distintos. La redacción coincide con el ocaso rápido del imperio neoasirio y el resurgimiento político babilónico de la dinastía caldea; en la lista se refleja el temor asirio a una anexión por parte de Babilonia.

Crónicas.
Están relacionadas con el género de las listas, diferenciándose de ellas por incluir secciones narrativas más o menos extensas. Se han conservado algunos fragmentos relativos a la época asiria media (siglos XIV-XII); otros textos tratan de épocas más recientes, del I milenio a.C. Entre las crónicas más importantes hay que mencionar (1) la Crónica Weidner, (2) la serie de Crónicas Babilónicas y (3) la Crónica Dinástica.

(1) La Crónica Weidner -por el nombre de su primer editor- es sumamente importante como fuente histórica para el III milenio a.C. Arranca en la primera mitad del III milenio, con el semilegendario rey Agga de Kish -adversario de GiIgamesh en un viejo poema épico sumerio-; el último nombre mencionado es el del rey Sulgi (-2094 2047), de la dinastía III de Ur. Su interés se centra en Babilonia y en Marduk, su dios nacional. Se trata en realidad de una composición tendenciosa que explica el éxito o fracaso de los reyes según la conducta observada por cada uno de ellos en relación con el culto de Marduk y el cuidado de su templo, el Esagila babilónico. Contenía una introducción mitológica, hoy en parte perdida, en la que se narraba una lucha entre dioses y, probablemente, la construcción del mencionado templo Esagila. La secuencia de reyes que ofrece esta crónica es artificial en muchos puntos.

(2) De la serie de Crónicas Babilónicas se han conservado quince tablillas; en su estado original cubría el periodo que media entre el rey babilonio Nabu-nasir (747-734) y el año II de Seleuco III (-224); ello indica que los cambios de dinastía no se consideraban signo de ruptura cultural. Sin embargo, se constatan ciertas diferencias de estilo a partir del 539, fecha de la captura de Babilonia por los persas. Tiene por tema las personas y hechos de los reyes babilónicos, todo ello relatado en un estilo lacónico y objetivo. Presentan estos textos cierto parecido con las secciones narrativas de las inscripciones reales asirias, los llamados anales. Por lo general, los textos de esta serie pecan por defecto: lejos de arriesgarse a interpretar o explicar los acontecimientos, se limitan a hacer una lista de ellos como una serie de fichas de archivo.

(3) El estilo de la Crónica Dinástica se inspira muy de cerca en la Lista Real sumeria, aunque amplía algunos detalles, como el diluvio; a veces se añaden datos inesperados, como los lugares de enterramiento de ciertos reyes. Abarca desde las épocas antediluvianas hasta el s. VIII a. C., y está escrita en una mezcla de sumerio y acadio. Las fechas que cita son a menudo inexactas, pero el listado de los reyes es fiable.

Textos literarios de carácter histórico.
En la mayoría de los relatos literarios mesopotámicos suelen abundar los motivos míticos o sobrenaturales; hay, sin embargo, algunos que centran su atención en acontecimientos más mundanos, de carácter -por decirlo así- histórico. Aunque son de difícil manejo como fuentes históricas, debido precisamente a su carácter marcadamente literario, son imprescindibles para comprender los mecanismos narrativos de su autores y su concepto de lo históricamente acontecido; por supuesto, pueden suministrarnos abundantes detalles sobre el pasado. Hay que mencionar los géneros de (A) la profecía; (B) los poemas éticos, y (C) los relatos pseudoautobiográficos.

Profecías.
Por profecías se entienden, en este contexto, vaticinia ex eventu: textos atribuidos a un soberano del pasado que ha podido predecir el futuro; un futuro que, evidentemente, había tenido ya lugar antes de que la profecía se redactase realmente. Así, por ejemplo, en cierta composición se pusieron en boca de Sulgi, que reinó en Ur a finales del III milenio a.C., «profecías» sobre acontecimientos que habían ocurrido cientos de años antes de que estas profecías se escribieran en torno al s. XII a. C.. En otros casos, como el llamado Discurso profético de Marduk, de la misma época, se «predijeron» las tres ocasiones en que los invasores de Babilonia se habían llevado consigo, en el pasado, la imagen del dios nacional Marduk, para «predecir» a continuación la vuelta de esa imagen a su templo, cosa que ocurrió en apoca del autor. Mucho más tardía es la denominada Profecía dinástica, en la que un autor da probablemente rienda suelta a sus sentimientos antihelénicos: en ella se «predicen» la caída de Asiria y el auge de Babilonia, luego la caída de Babilonia y el auge de Persia, a continuación la caída de Persia y el triunfo de Macedonia; en la conclusión, por desgracia, muy deteriorada, se debió profetizar la ruina de los dinastas seléucidas.

Poemas épicos.
Se pueden extraer datos históricos de los más diversos relatos literarios. Así, el poema de la «Maldición de Akkad», que tergiversa radicalmente los datos, es un buen indicio de ciertas corrientes anticentralistas en pleno s. XXI. Los poemas sumerios sobre las hazañas de los reyes Enmerkar, Lugalbanda y GiIgamesh se mueven en planos predominantemente fabulosos; prueba de que, cuando se compusieron estas obras, no quedaba de los personajes más memoria que sus meros nombres, los de algunos enemigos y los de los escenarios de sus andanzas. En el texto denominado El Rey Batallador, que narra una expedición del viejo Sargón I de Akkad (ca. -2334 2279) a Anatolia, el rey es un esforzado héroe capaz de llevar a cabo las más arduas e inverosímiles empresas.

Los poemas épicos surgieron siempre abonados por una ideología política o religiosa más o menos explicita. En los textos babilónicos, los temas dominantes son la supremacía del dios nacional Marduk sobre los demás dioses, y la desgracia que cae inexorablemente sobre los reyes babilónicos que descuiden su culto. La Epopeya de Tukulti-Ninurta, composición de finales del s. XIII a. C. que narra las hazañas de este rey asirio, justificaba sus ataques contra Babilonia -por la que los asirios sentían gran respeto, basándose en supuestos crímenes cometidos por el rey babilonio Kastiliash, de la dinastía casita: estamos ante un panegírico del rey asirio y una apología suya ante el partido probabilónico."

El proceso histórico (II)

La segunda mitad del segundo milenio: los imperios regionales en lucha.
El Bronce Tardío (1550-1200) en el Próximo Oriente, también conocido como período de los imperios combatientes, se caracterizó por la pérdida de la posición central que hasta aquel momento había ostentado la Mesopotamia centro-meridional. A diferencia de lo que había ocurrido a finales del Bronce Antiguo, no hubo ruptura ni discontinuidad entre el nuevo periodo y el anterior, por lo que la supuesta "edad oscura" a comienzos de éste (siglo XVI) no parece haber sido tal, sino más bien la consecuencia de un descenso en la cantidad de documentos que nos han llegado, debido en parte a que las reorganizaciones políticas que dieron lugar a la aparición de nuevas formaciones estatales, Mitanni y la Babilonia kasita, supusieron una primera fase de asentamiento de los procedimientos administrativos.

No existen, por otro lado, trazas de una oleada de invasores indo-iranios a comienzos del periodo, como se ha venido suponiendo a menudo, que supuestamente arropados por su ventaja militar y su movilidad se hubieran constituido en élites dominantes sobre las poblaciones autóctonas, hurritas o semitas. Por el contrario parece que, junto con la difusión del caballo y el carro de guerra de dos ruedas, se produjo también la de los vocablos de índole técnica relacionados con su uso y el gusto por una onomástica de sabor indo-iranio, elementos todos ellos que no eran recientes, sino que desde inicios del II milenio habían sido introducidos en el Próximo Oriente Antiguo por gentes indoeuropeas, desde Anatolia y el Asia central, aprovechando el vacío político y demográfico que había caracterizado la transición del Bronce Antiguo al Medio.

Mientras la Babilonia kasita quedaba relegada a un papel cultural de primer orden, el protagonismo en la contienda política, que se desplaza hacia la franja mediterránea de Siria y Palestina, estaba ahora en manos de imperios de dimensiones regionales, como Mitanni o Hatti, que combatiran entre sí y contra Egipto. La constatación de esta realidad por las elites cortesanas de tales imperios sustituirá la anterior concepción monocéntrica del mundo por otra policéntrica, lo que en el ámbito de la política exterior y de la guerra, que adquiere ahora un carácter aristocrático, se traduce por la existencia de pactos, compromisos y reglas que obligan a todos los contendientes que se reconocen entre sí como potencias con un poder equivalente. Finalemente Asiria reaparecerá como una de estas potencias y, tras poner fín junto con Hatti a la existencia de Mitanni, bajo cuyo yugo había vivido un largo tiempo, el final del periodo queda marcado por su prolongado enfrentamiento militar con Babilonia.

En líneas generales el periodo conocerá la aparición de un nuevo equilibrio regional, consecuencia del desplazamiento del epicentro político y comercial hacia el N.O, con la definitiva eclosión de la alta Mesopotamia, Siria septentrional y Anatolia. La periferia se había convertido en centro y el centro se tornaba periferia. La estabilidad de las potencias regionales que surgen y se consolidan durante esta época será, en general, mayor que la de los anteriores imperios mesopotámicos, y la internacionalización de las relaciones exteriores, diplomáticas o de contienda, conocerá la presencia, militar o comercial, en el Próximo Oriente de Egipto, Chipre y el mundo micénico.

La articulación política se estableció a dos niveles en pequeños y grandes reinos, que a su vez impusieron un sistema de relaciones horizontales, no siempre amistosas, pero en grado de igualdad de trato entre las grandes potencias, y otro de relaciones verticales, de vasallaje y sometimiento que supeditaba los pequeños reinos, que a menudo conservaban sus dinastías, a los más poderosos. En el marco político, un restringido número de "grandes reyes" sentados en el trono de las grandes potencias (Egipto, Mitanni, Hatti, Babilonia y, finalmente, Asiria) y que se dan el tratamiento de "hermanos" en la correspondencia diplomática, mantienen entre ellos una relación de amistad o conflicto, según los casos, y de hegemonía, al mismo tiempo, respecto a los monarcas y príncipes de los estados subordinados a su autoridad, que renovaban periódicamente su lealtad mediante el envío de regalos a la corte imperial, donde algunos de sus hijos se educaban en calidad de huéspedes del "gran rey".

En un sistema como aquel, cada cual era responsable de mantener el orden y el control sobre su propio territorio, a fin de facilitar la circulación de mercancías y servicios demandados por las grandes cortes. Para ello los pequeños reinos y principados, solicitaban a menudo, la asistencia de su señor, el "gran rey", que enviaba refuerzos militares o establecía guarniciones. En el terreno de los intercambios económicos, que asumieron en gran medida la forma de "regalos" recíprocos entre las cortes de las grandes potencias, las necesidades incrementadas del comercio exterior, al haber quedado definido un espacio económico más amplio, que rebasa los límites del Próximo Oriente, favorecieron una interacción muy intensa, protegida bien por vía de los métodos diplomáticos o por los del esfuerzo militar.

De modo paralelo, en el ámbito interno la alianza entre la realeza y la nueva aristocracia militar supuso una mayor subordinación de los sectores ciudadanos, que verán su situación comprometida, social y económicamente, siendo reemplazados como factor militar por los guerreros de élite, a los que los monarcas entregarán concesiones de tierras para su disfrute. Esta solidaridad en la cúspide entre el rey y sus aristocráticos guerreros tendrá como consecuencia una profundización de la distancia social, marcada también por el decaimiento productivo, en la medida que el esfuerzo por obtener bienes y recursos del exterior encuentra su parangón en una mayor presión en el interior del sistema sobre la población trabajadora, y será otra de las características del periodo.

La despoblación, consecuencia de una crisis demográfica que tenía a su vez causas productivas y sociales, fue una tendencia en aumento durante todo este período en el Próximo Oriente. La caída de los niveles de la producción estaba originada por el progresivo deterioro del sistema de canales que aseguraba la irrigación de los campos, la creciente salinización de las tierras y el consecuente abandono de éstas, que pasaban a convertirse en espacios propicios únicamente para un aprovechamiento pastoril semi-nómada. El empobrecimiento de la población productiva, y por tanto el descenso de la natalidad, fue incrementado por las gravosas prestaciones que los palacios imponían sobre los habitantes de las ciudades y territorios que controlaban, lo que originó que mucha gente intentara escapar a su control adentrándose en las zonas abandonadas, alternando el pastoreo con la rapiña como formas de subsistencia. En las comarcas semi-aridas de la alta Mesopotamia y Transjordania se extendió profusamente el modo de vida nómada, mientras que en Anatolia y en Siria grandes ciudades eran abandonadas y los asentamientos quedaron restringidos a los valles irrigados.

Las guerras -entre Egipto y Mitanni primero, Egipto y el Imperio hitita despues, Asiria y Babilonia, Asiria y el Imperio hitita finalmente- y las deportaciones, así como la imposición de tributos a vastos territorios sometidos tras las campañas y conquistas militares, constituyeron otros tantos factores que agravaron la situación de penuria, material y humana, dando lugar a hambrunas y epidemias. El comercio disminuyó y las relaciones con el exterior se hicieron cada vez más difíciles. Sobre este panorama desolador, que reúne en un cuadro de tintes sombríos las causas internas de la crisis final de la Edad del Bronce, incidirán por último movimientos violentos de gentes que, desarraigadas y desaparecidas sus anteriores formas de vida, irrumpen, como una consecuencia más de la crisis que llega a alcanzar el Egeo, en una oleada destructora sin precedentes. Desde otro ámbito, las migraciones de caldeos y arameos causaron el colapso definitivo.

La transicion al primer milenio: la crisis de los imperios y el apogeo de los pequeños estados.
La crisis del siglo XII supuso el final de la Edad del Bronce y el comienzo de la del Hierro. La ruptura que separa a ambas se manifestó en todos los ámbitos. La desaparición del sistema político inter-regional, con la caída del Imperio hitita, la pronunciada decadencia de Egipto, el eclipse de Asiria y Babilonia, y la destrucción de otros estados y reinos en Siria y Palestina, dio paso a la formación de nuevas entidades políticas sobre una base en la que la identidad étnico-cultural, más que la territorialidad y la gestión administrativa, se convirtió en aglutinante de su carácter "nacional", y fue acompañada de innovaciones tecnológicas, de transformaciones en el orden económico y social y, por supuesto, en el cultural. En este último contexto la arameización progresiva constituyó la tendencia dominante. El debilitamiento y la crisis última del sistema palacial, motivado por el descenso demográfico y productivo así como por las guerras e invasiones, ocasionó un extremado enrarecimiento de las actividades comerciales y manufactureras tradicionales, que trajo consigo una notoria precariedad de la producción de bronce, lo que facilitó finalmente la difusión de la tecnología del hierro.

En los comienzos del siglo X la crisis (demográfica, económica, política, cultural) había alcanzado también Mesopotamia, afectada además por las guerras precedentes que enfrentaron a Asiria, Babilonia y Elam. Sobre el despoblamiento y la caída de la productividad provocados por la pérdida de suelo agrícola (salinización), el colapso del sistema de irrigación y la degradación de la administración local, habían incidido entonces los efectos de las destrucciones bélicas, de las invasiones, de la inestabilidad política, ocasionando terribles hambrunas y epidemias. La población se redujo drásticamente y la pauperización parece haber constituido la tendencia dominante. Tras Tiglat Pilaser I Asiria había quedado reducida a sus mínimos términos, acosada por los arameos y los frigios, y Babilonia fue presa de las luchas dinásticas y de la mayor inestabilidad política de su historia.

El inicio de la Edad del Hierro (1200-900) se caracterizó, consiguientemente, por la desaparición en el escenario internacional del Próximo Oriente Antiguo de los grandes y poderosos estados que habían impuesto durante algunos siglos un equilibrio de fuerzas acorde a sus intereses. Las poblaciones de Siria-Palestina se vieron especial y favorablemente afectadas por ello, logrando una autonomía que durante siglos les había sido sustraída por la presencia hegemónica de los imperios que controlaban la región. En aquellas tierras, así como en la alta Mesopotamia, los estados neohititas y arameos, las ciudades marítimas cananeo-fenicias, el reino de Israel y luego el de Judá en Palestina, fueron clara expresión de la nueva era de independencia.

Salvo en algunos pocos casos, no existía una línea de continuidad con el periodo precedente, pues estos estados diferían de las organizaciones políticas anteriores, típicas de la Edad del Bronce, centradas en el palacio urbano y en su papel fiscal y administrativo. Se trataba de nuevas formaciones cuyas estructuras se habían conformado, más de acuerdo a factores de identidad lingüística, religiosa, de usos y hábitos, que podríamos decir "nacional", que a criterios territoriales y burocráticos. Por supuesto, mayor o menor poseían un territorio pero éste era ante todo el espacio que habitaba y con el que se identificaba la comunidad "nacional".

Los imperios del primer milenio: Asiria y Babilonia.
El resurgimiento de Asiria a lo largo de los siglos IX y VIII constituyó un fenómeno histórico que, no sin dificultades, concluiría en la aparición de un poder político dotado de un ímpetu expansivo hasta entonces desconocido. La creación del Imperio fue lenta y trabajosa, desarrollándose a lo largo de sucesivas etapas. De las primeras campañas para restablecer el territorio nacional, tras la crisis de finales de la Edad del Bronce, se pasó a las guerras de rapiña, en el transcurso de las cuales los asirios se encontraron con reinos cada vez más grandes y poderosos: los neohititas y los arameos de Siria, luego Urartu y por fin Elam y Egipto.

Mientras los pequeños principados próximos a Asiria pudiesen ser saqueados y obligados a pagar anualmente el precio de su independencia, no era necesario anexionárlos ni gobernarlos directamente. Pero con el tiempo las guerras de rapiña dieron lugar a las de conquista, y éstas a la anexión de los territorios y poblaciones sometidos. La cristalización del nuevo Imperio de Asiria, fue tanto una obra política como militar, con un fuerte componente económico. La creación, primero, de una "periferia" que era extorsionada mediante campañas militares y de la que se obtenían cuantiosos tributos, para más tarde ser convertida en territorio del imperio y sometida a explotación sistemática. Por otra parte los asirios pretendían asegurarse una salida al mar, de la que siempre habían carecido, lo que suponía el control de los territorios en torno al Habur y el alto Eufrates.

Las viejas relaciones en escala vertical entre reyes poderosos y monarcas tributarios, así como las campañas militares que las hacían posibles pasaron a pertenecer a otro tiempo, y como tales fueron a la postre sustituidas por la conquista sistemática, la deportación de las poblaciones vencidas, la incorporación al Imperio de los territorios ocupados y un nuevo tipo de guerra que asegurara el predominio del poderío asirio y la consolidación de sus conquistas.

Lejos de haber quedado saldados, los enfrentamientos entre Asiria y Babilonia renacen en este periodo alcanzado, en virulencia creciente, cotas de conflictividad muy elevadas, hasta el punto de que Asiria llegará a apoderarse de su rival meridional, imponiendo en su trono al mismo monarca que regía sus destinos. De esta forma Asiria unificará Mesopotamia a sus expensas. Pero, la doble monarquía asirio-babilonia no fue capaz, sin embargo, y a pesar de las drásticas medidas de represión empleadas, de bloquear las tendencias que en la baja Mesopotamia, y alentadas por los caldeos procedentes del País del Mar, pugnaban por recuperar la independencia perdida.

Finalmente, agotado por los esfuerzos requeridos, las revueltas internas y la multiplicación de las amenazas exteriores, el Imperio que Asiria había creado, se desmembró, no sin antes haber intentado sin éxito la conquista de Egipto, bajo los golpes de babilonos y medos, en efímero beneficio de Babilonia, su vieja rival de la Mesopotamia centro-meridional. Más allá de las conquistas, la represión militar y el poder de los palacios provinciales, el Imperio carecía de unidad. Muchas de sus partes no mantenían una sólida relación económica entre sí, la unidad lingüística se había realizado a expensas del asirio en favor del arameo, y la activa y constante política de deportaciones masivas había contribuido de forma notable, disgregando a la población asiria, a quebrar en gran medida el espíritu de cohesión nacional. La influencia cada vez más acusada de divinidades ajenas al panteón asirio, como las de Babilonia, era un claro signo de los tiempos que corrían. Ante todo ello, la unidad del Imperio descansaba en no poca medida en la persona del soberano, a cuyo servicio todos estaban obligados y a quién todos debían dar fe de su lealtad y obediencia por medio del juramento. Cuando el monarca era enérgico y respetado el estado permanecía fuerte, pero si era débil y su autoridad discutida arrastraba en su debilidad al Imperio.

Los últimos reyes asirios, tras el último gran monarca que fue Assubanipal, no consiguieron imponer su autoridad y se sucedieron en el trono a un ritmo acelerado. Aprovechando la enésima crisis dinástica, provocada en parte por altos mandos del ejército, Babilonia se independizó en el 626 con un rey caldeo originario del País del Mar, Nabopolasar, que extendió paulatinamente su autoridad sobre Sippar, Borsippa y Dilbat. La obra de Nabopolasar, artífice del encumbramiento de Babilonia, que heredaba de golpe un Imperio tan extenso como el que tuviera Asiria tras numerosas guerras de conquista, fue continuada por su hijo Nabucodonosor II (604-562) a lo largo de un dilatado reinado. El monarca continuó el engrandecimiento de la ciudad que ahora se había convertido en metrópoli de toda Mesopotamia. También se consagró a restaurar los antiguos santuarios de Sippar y Larsa, y veló, como los buenos reyes de antaño, por el buen mantenimiento del complejo sistema de irrigación. En política exterior su atención estuvo dirigida preferentemente a Siria y Palestina. En el este Elam no representaba ninguna amenaza, ya que su territorio había sido repartido entre los propios babilonios que ocuparon la llanura de la región de Susa, y los persas, vasallos de sus aliados medos, que se habían establecido en la zona montañosa de Anshan.

El auge y la expansión de los pueblos iranios.
Después de la primera penetración de gente indo-aria en el Próximo Oriente, más o menos contemporánea del cambio del tercer al segundo milenio, una segunda oleada, en esta ocasión pueblos de habla irania, atravesaron el Cáucaso a finales de este último, coincidiendo con el tránsito de la Edad del Bronce a la del Hierro. Aquellos grupos de pastores avanzaban acompañados por su ganado y sus enseres que trasportaban en pesados carromatos, y practicaban una agricultura subsidiaria que hacía aún más lentos sus desplazamientos. En el transcurso de un proceso que se extiende entre el 1300 y el 900, y que aún no conocemos tan bien como quisiéramos, llegaron a asentarse en las tierras del Irán occidental, en donde se consolidaron en dos territorios, uno más al norte ocupado por las tribus de los medos y el otro más meridional por las de los persas. Más hacia el este los hircanos y los partos ocuparon, así mismo, los territorios situados en la ribera oriental del mar Caspio.

Cuando aquellas gentes indoeuropeas llegaron al altiplano iranio lo encontraron escasamente poblado, a excepción de las zonas más occidentales situadas junto a los Zagros. Al suroeste del lago Urmia se encontraba el reino de Man, cuyos orígenes desconocemos aunque no debieron ser muy distintos de los de Urartu, y cuya población, los maneos, tradicionalmente dedicados al pastoreo de caballos y al comercio, habían desarrollado una cultura compleja más allá de la organización tribal, con asentamientos urbanos, como Hassanlu, que eran sedes de palacios y que poseían una población que presentaba nítidos contrastes sociales, pese a su base tribal, a la estructura descentralizada del reino y al carácter de su monarquía, más afín a las formas de poder de los primitivos hurritas e hititas, que a los despotismos autocráticos contemporáneos, como podía ser el caso de Asiria. Más hacia el sur el reino de Ellipi es mencionado por textos asirios de la época de Salmanasar III y parece que constituía la entidad política más potente entre Mana y Elam.

El clan de Pasargada había sido el antiguo hogar tribal de la monarquía aqueménida persa. Teispes, el hijo de Aquemenes, había asentado a los persas definitivamente en la región de Anshan/Parsa. Después de él Ciro había conseguido ya la suficiente autonomía respecto a Elam como para declararse obediente a Asiria y evitar así el enfrentamiento con ella. Su sucesor, Cambises, extendió el territorio del reino persa incorporando parte de Elam. A pesar de su dependencia de los poderosos medos, el reino persa era cada vez más importante, lo que probablemente fue la causa del matrimonio de una hija del rey medo Astiages con Cambises, de donde nacería Ciro II, el futuro unificador de ambos reinos.

El reinado de Ciro II el Grande (558-530) marcó una profunda inflexión en la situación de estabilidad que durante algunos decenios había caracterizado el Próximo Oriente tras la desaparición del Imperio Asirio. A los pocos años de acceder al trono y apoyado por buena parte de la nobleza meda se sublevó contra la hegemonía de su abuelo Astiages, con el ocasión del conflicto suscitado por la posesión de Harran. La victoria de Ciro, favorecida por los contingentes del ejército medo que se pasaron a su lado, y la conquista de Ecbatana, supusieron la unificación de todos los iranios en un único estado, que a partir de entonces dará muestras de una vitalidad expansiva impresionante.

A occidente del Eúfrates las tierras que habían pertenecido a los asirios habían caído bajo la tutela de Egipto, cuyas tropas después de haber derrotado y dado muerte al rey de Judá, Josías, que vanamente había intentado detener su avance, ocupaban Karkemish y controlaban sólidamente el paso del gran río. Las esperanzas locales frente a Babilonia no se desvanecían apoyadas siempre por Egipto, donde la dinastía saíta había devuelto algo de su pasado esplendor al país de los faraones. Judá proclamó entonces su independencia por voz de su rey Joaquim, negándose a pagar el tributo que requerían los babilonios. En el 597 Jerusalén era asaltada, el templo saqueado, y el rey, junto con los nobles y parte de la población, deportados a Babilonia.

Egipto, mientras tanto, no se mostraba dispuesto a cesar en sus esfuerzos y las tropas del faraón Apries, sucesor de Psamético II, ocuparon Gaza y soliviantaron las siempre inquietas ciudades de Tiro y Sidón. Fue sin duda la proximidad de un ejército egipcio lo que alentó una nueva sublevación en Judá, regida ahora por Sedecías que había sido instalado en el poder por los babilonios. Pero la revuelta tampoco consiguió triunfar en esta ocasión. En el 587 Jerusalén fue tomada de nuevo tras sufrir un prolongado asedio. El templo y gran parte de la ciudad fueron destruidos y millares de sus habitantes deportados junto con su rey, mientras que otros buscaban refugio en Egipto. Tiro tuvo más suerte; abastecida por mar por los egipcios, soportó un cerco que se prolongó durante trece años para terminar capitulando en el 573, como ya habían hecho antes Sidón y otras localidades. La ciudad fenicia fue desde entonces la sede de un gobernador babilonio.

Después de la victoria de Ciro contra el rey Creso de Lidia, el Imperio de Babilonia se encontraba cercado desde el Mediterráneo al Golfo pérsico por las poderosas fuerzas de las poblaciones iranias. La única retaguardia posible era Arabia, susceptible siempre de proporcionar levas importantes entre sus poblaciones nómadas. El ataque persa contra Babilonia se produjo finalmente en el 539 y tras un breve combate Ciro entró triunfal en la ciudad. Pero si a los ojos del historiador aquel acontecimiento parece digno de marcar el final de una época, aquellos que lo vivieron apenas percibieron cambios de importancia. En la práctica un soberano había sustituido a otro después de derrotarle, cosa nada extraña en toda la anterior historia de Mesopotamia, y el talante conciliador del persa, que se dedicó a restaurar los templos y a garantizar la celebración del culto, como se había hecho siempre, contribuyó notablemente a suavizar los contrastes entre un reinado y otro. El respeto a las tradiciones locales fue asegurado y Babilonia habría de florecer nuevamente bajo la égida de los soberanos aqueménidas que, a la postre, no fueron peores amos que los anteriores, casitas, caldeos o asirios.

El nacionalismo asirio, después de haber absorbido y desarticulado por la fuerza de las armas las pequeñas naciones de origen tribal formadas tras la crisis del siglo XIII a. C, había terminado pereciendo en el campo de batalla y su heredero, el babilonio, aunque brillante, había resultado efímero, desapareciendo ambos en el traslado y mezcla de poblaciones que, comenzada por los asirios como una estrategia de dominación, fue luego continuada por los persas. Medos, árabes, judíos, egipcios, sirios, urarteos y persas convivían, aquí y allí, con la población local que en muchas ocasiones había sido desplazada desde otro lugar, utilizando como lengua común el arameo, lo que contribuyó a la pérdida definitiva de los signos de la propia identidad cultural.

El proceso histórico (I)

El tercer milenio: de las ciudades-estado a los primeros imperios.
En el Próximo Oriente Antiguo, los comienzos de la Edad del Bronce, empleando la terminología acuñada por los arqueólogos, vieron la consolidación definitiva de las comunidades políticas complejas (estados) en el marco del desarrollo urbano de la Baja Mesopotamia. Dentro del tercer milenio el Bronce Antiguo (2900-2000) constituye un largo periodo cronológico, caracterizado fundamentalmente por la aparición de las teocracias burocráticas que sustituyeron a las anteriores y avanzadas jefaturas sacerdotales, convertidas ya algunas en formaciones estatales arcaicas, así como por la intensa competencia político-militar entre las ciudades sumerias, y por la ascendente concentración del poder que culminará en el nacimiento de los primeros imperios en Mesopotamia, sobre la base de la fuerza militar primero y de la integración territorial después.

Ello traerá consigo la aparición de un poder hegemónico, cuya ubicación pasará del país de Sumer al de Akkad, que en la expansión de sus intereses destruyó a la postre el reino de Ebla e intentó en vano la conquista de Elam, y de nuevo al de Sumer, si bien transformado en cuanto a los métodos de control político y acompañado de una ideología de "dominio universal", expresada en las pretensiones de conquista de los confines del mundo, que según la imagen de la época se ubicaban en el "Mar Superior" (Mediterráneo) y en el "Mar Inferior" (Golfo pérsico). La presión demográfica, la disputa por las tierras sometidas a intensa colonización y el acceso a las materias primas de la periferia mesopotámica, junto con la creciente desigualdad social, constituyeron los factores de fondo de todas aquellas luchas por la hegemonía.

Paralelamente al reforzamiento del poder en los estados burocráticos y a la consolidación de una élite templaria y palacial cada vez más separada de los grupos productivos de la sociedad, se asistía a un progresivo empobrecimiento de la población campesina libre que ocasionará la aparición de la servidumbre por deudas y los edictos de reforma, con los que los diversos monarcas pretendieron paliar aquella situación, apuntalando el sistema para evitar su destrucción. No obstante, tales medidas, que con la abrogación temporal de las cargas fiscales mejoraban coyunturalmente la situación de los campesinos, no atajaban los problemas en su raíz, por lo que, lejos de representar una solución al deterioro creciente de las condiciones de vida de muchos ciudadanos, necesitaron ser promulgados una y otra vez, muestra evidente de su poca eficacia a medio plazo. En el campo muchas aldeas fueron sustituidas por explotaciones de campesinos dependientes de los palacios o los templos, política que se acentuará con el Imperio acadio, signo a la vez de la creciente centralización de la riqueza y del control sobre la producción ejercido por las élites, así como del empeoramiento de la situación de la población campesina.

Aunque cierto funcionalismo mecanicista ha intentado ver en éste y los siguientes periodos de la historia de Mesopotamia ciclos recurrentes de centralización, expansión y eventual colapso, como resultado directo e inevitable del desequilibrio en la distribución de recursos entre la llanura aluvial y su periferia, lo cierto es que, en realidad, las estructuras de aquellas culturas permanecieron sustancialmente inalteradas a pesar de la ajetreada historia política que se inaugura con el Dinástico Arcaico, ya que lo que se dirime en cada confrontación no es una relación nueva entre el pueblo y sus gobernantes, sino sólo quiénes serán aquellos y de que medios se valdrán para mantener su situación de privilegio.

El dinástico arcaico (2900-2335), también conocido como protodinástico o presargónico (en alusión a la posterior unificación política de la baja Mesopotamia realizada por Sargón de Akkad), constituye la primera y más extensa subdivisión cronológica del Bronce Antiguo. Durante él y debido a la aparición previa de la técnica de la escritura, los documentos y los archivos se irán haciendo más abundantes, como consecuencia de la centralización administrativa y la burocratización del poder en el seno de las ciudades sumerias, con lo que se inicia el registro histórico del Próximo Oriente.

Gracias a ello la documentación, hasta ahora estrictamente arqueológica, se enriquecerá progresivamente con un acervo compuesto de textos administrativos, jurídicos, religiosos, literarios e históricos. Pese a todo, hasta el 2700 sólo disponemos de textos administrativos (tablillas de Ur), apareciendo a continuación las primeras inscripciones históricas, realizadas por los monarcas en conmemoración de algún acontecimiento importante, pero son aún breves y su información es muy sucinta, así como "archivos" de carácter administrativo; no será hasta el 2450 cuando veamos aparecer inscripciones más explícitas y extensas.

Las tendencias de fondo que caracterizaron aquel período, y en las que se inscriben las luchas por la hegemonía, la formación de un poder regional y las expediciones a la periferia, se plasmaron en la unificación del espacio económico mesopotámico que, frente a una realidad política fragmentada, constituirá un acicate para la formación de poderes territoriales cada vez más amplios y compactos. Así, del reino urbano de dimensiones cantonales, en frecuente conflicto con otros reinos rivales, se pasa al reino de carácter hegemónico que controla algunas entidades políticas antes independientes, para dar paso luego al primer imperio (Akkad) que unifica en cierta medida los territorios recorridos por las rutas comerciales, el cual sera reemplazado posteriormente por una estructura política territorialmente más compacta (Ur III).

La aparición del Imperio de Akkad no ha de ser, sin embargo, contemplada como el resultado de un conflicto étnico-cultural entre sumerios y semitas (Glassner: 1991, 209). Simplificando un tanto, la relación entre ambos grupos se caracterizaba más bien por una aculturación reciproca, una situación en la que al comienzo la cultura sumeria era predominante, pero que con el tiempo terminará siendo reelaborada por la semita. Así, si los usos administrativos y los sistemas sociales y económicos son esencialmente sumerios, la lengua (acadia) y la religión semitas acabarán imponiéndose, aún enriqueciéndose con el léxico y las formas sumerias (Bottero: 1983), y todo ello al margen del tamaño de sus respectivas poblaciones.

El Imperio acadio constituye una entidad política que unificó bajo una sola hegemonía Mesopotamia meridional, pero que aún carecía de los mecanismos de centralización administrativa y económica y de integración territorial que luego desarrollarían los imperios posteriores. Por eso se dice que el Imperio acadio fue, en esencia, una formación política que se basaba en el control, por medios sobre todo militares, de la actividad comercial que se realizaba entre Mesopotamia y su periferia. La destrucción del reino de Ebla en el norte de Siria fue uno de sus consecuencias. Pero en el interior la situación apenas podía ser preservada por la fuerza de las armas. Tras su desaparición, los qutu, pueblos de las montañas del Zagros, ejercieron durante poco menos de un siglo un dominio efectivo sobre la Mesopotamia central, llegando a proclamarse soberanos de Akkad y heredando de aquellos la estructura administrativa, pero que tan solo era nominal sobre algunas de las ciudades sumerias.

El Imperio acadio había mantenido la tradición sumeria de las dinastías locales, utilizándolas como elementos administrativos a su servicio, y tras su desaparición aquellas mismas dinastías, libres de la tutela imperial, podían realizar una política propia sin apenas injerencias. En tales condiciones la ciudad de Lagash y sus gobernantes fueron protagonistas, junto con otras ciudades sumerias de las que tenemos menos información, de una etapa de desarrollo económico que contrastaba con la situación en la Mesopotamia central y septentrional.

Con la llegada al poder de la Tercera Dinastía de Ur se inaugura una nueva política administrativa, destinada a asegurar la integración político-territorial, así como a disponer de la gestión directa de los recursos, a regular la actividad comercial y a fortalecer el orden social. Se dividió el territorio en provincias, sustituyendo a las dinastías locales al frente de cada ciudad por un funcionario dependiente del poder central mientras que las ciudades de Asiria (Urbilum, Nínive, Assur) fueron desde entonces controladas por gobernadores (ensi) destacados en ellas desde Ur, si bien Mari, en el alto Eufrates, conservó la independencia que había logrado tras la desaparición del Imperio de acadio y mantuvo intensas relaciones comerciales y diplomáticas con los reyes de Ur.

Finalmente la crisis, que se manifestó con toda su brusquedad durante el reinado de Ibbi Sin, último de los reyes del Imperio de Ur, fue a un tiempo económica y política. A las malas cosechas y hambrunas, debidas a las dificultades en la irrigación de las tierras de cultivo, y a la salinización de las mismas, se añadieron las invasiones de los martu (amorreos) y los su, y luego una expedición militar elamita que llevó la destrucción a Lagash. La propia Ur sería destruida, como antes Akkad había sido conquistada.

El final del Imperio de la Tercera Dinastía de Ur constituyó en realidad el punto de llegada de una tendencia de larga duración. Frente a las apariencias propias de la catastrófica situación en que desapareció, las causas de la crisis que puso término al Bronce Antiguo fueron fundamentalmente de índole interna: degradación ecológica por el exceso de explotación de los territorios, excesiva concentración de la población en las ciudades, inmovilización de la riqueza en forma de construcciones suntuarias y bienes de prestigio, esclerotización del aparato administrativo. Los factores externos, la presión y las invasiones de los nómadas, no habían sino agudizado la situación provocando el colapso final.

La primera mitad del segundo milenio: la unidad en precario.Tras el derrumbe del Imperio de Ur, el nuevo periodo del Bronce Medio (2000-1550), también llamado paleobabilónico, se inició con una época de convulsiones que supuso en Mesopotamia una discontinuidad con la anterior. La ruptura se manifestó, en el plano cultural con el predominio del elemento amorreo, enriquecido en su contacto con el acadio, en el económico con la desurbanización y despoblamiento de amplias zonas, y en el político con el despegue de las zonas periféricas, favorecido por la fragmentación y la debilidad del "país interno".

Las zonas más afectadas por la crisis final del Bronce Antiguo habían sido, sin embargo, aquellas que, situadas en la periferia mesopotámica, no podían disponer fácilmente de un excedente que sustentara las poblaciones urbanas y las elites palaciales, por hallarse situadas en el límite entre las tierras que aún recibían precipitaciones mínimas anuales que permitían los cultivos y las regiones semiáridas, o por ser de naturaleza montañosa. En todas ellas se produjo un retroceso de la urbanización y una vuelta a las formas de vida aldeanas y pastoriles, lo que favoreció la aparición de grandes espacios vacíos que fueron ocupados por las poblaciones nómadas. La llanura mesopotámica soportó mejor, en cambio, los efectos de la crisis, si bien la acumulación prolongada de los mismos terminó por desatar las tensiones internas, propiciando la disgregación política.

Una Mesopotamia fragmentada y afectada por un vacío de poder, en la que Isín durante el siglo XX y Larsa en el XIX intentarán imponer sus respectivas hegemonías, proporcionaba amplios territorios situados al margen de todo poder político, que fueron ocupados por las tribus nómadas amorreas, sobre todo en el norte del país, mientras en la región periférica de Sirio-Palestina las escasas ciudades, como Meggido o Mari, que sobrevivieron a la desurbanización, pugnaban por consolidarse en medio de las difíciles condiciones del momento.

Desde entonces, y hasta la época de Hammurabi (siglo XVIII), se manifestará un notable desarrollo de las tendencias de signo individualista, cimentadas en la aparición y difusión de espacios económicos y sociales de ámbito privado, en detrimento de la anterior concepción rígida y absoluta a cerca de la capacidad de organización e intervención del Estado. Ello originó en el seno de las ciudades una cierta flexibilidad y descentralización, paralela a la fragmentación que en el contexto externo caracterizaba la relación de fuerzas en Mesopotamia, favorecida por el ambiente de crisis socieconómica que caracterizó buena parte del periodo. En el plano lingüístico y cultural, la presencia de los nómadas amorreos, muchos de los cuales acabaron sedentarizándose y adoptando los hábitos de las gentes de las ciudades, significó un refuerzo del componente semita/acadio frente al sumerio, que terminará desapareciendo.

La crisis de las ciudades, el fraccionamiento político y el auge de la periferia.
Desde un principio quedó claro que los reyes de Isin, la dinastía inaugurada a expensas del último monarca de Ur, reivindicaban la herencia del desaparecido Imperio, como demuestran las titulaturas reales que tomaron y la posterior reconstrucción de la antigua capital, devastada por los elamitas. Pero a pesar de que existen algunos síntomas que indican una cierta recuperación, como el nuevo impulso que experimentó el comercio y la actividades constructivas, en el campo político la situación no dejaba de evolucionar en un sentido contrario.

Todo intento de una nueva reunificación del país estaba abocado al fracaso. En el SE Larsa permanecía autónoma, incluso desde antes de la destrucción de Ur y diversos clanes amorreos ocupaban las llanuras. Con el tiempo, dinastías de este origen, aunque asimiladas a la vida sedentaria, se establecieron en Kish, Assur, Sippar, Uruk y Babilonia. Más hacia el NE Eshnunna y Der eran también independientes, mientras que al norte de Nippur es posible que Kish, y desde luego Assur y más tarde Babilonia, hayan logrado desligarse igualmente del control meridional. En el extremo más meridional las ciudades se sumían poco a poco en la decadencia motivada por causas económicas y desastres naturales.

La fragmentacón polítia y la crisis de muchas ciudades no dejó de incidir en la aparición de nuevos elementos de poder en la periferia de Mesopotamia, aunque su eclosión se debió fundamentalmente a causas locales. Asiria, en torno a Assur, cobrará cada vez mayor fuerza, primero como factor económico con su comercio a larga distancia y, por fin, militarmente. En Siria, en torno a Alepo, Yamhad vendrá a cubrir el vacío dejado tiempos atrás por la destrucción de Ebla, que tanto había favorecido la expansión de los nómadas. Marí, sobre el Eufrates medio y Esnunna sobre el Diyala terminan de dibujar el cuadro en el que se insertan las ambiciones políticas de la época. Más al norte, en Anatolia, el incipiente reino de Hatti comienza a dar sus primeros pasos.

El primer imperio de Babilonia.
Desde un principio los reyes de Babilonia y los de Uruk habían cooperado estrechamente, y con el reino de Isín parece haberse llegado a un acuerdo circunstancial, a la vista de las manifiestas ambiciones de Larsa. Esta situación llegó a su término con la unificación de la Mesopotamia centro-meridional por Hammurabi de Babilonia, proceso que solo habría de culminar tras veinte años de reinado. Asiria, que había vivido su momento de gloria con Shanshi-Adad I, quedaba fuera de su control, aunque decaída política y militarmente.

El imperio de Hammurabi, que significó ante todo un reforzamiento del poder y la capacidad de intervención del Estado frente a la tendencia general de la época hacia la privatización de las actividades económicas y las relaciones sociales, fue fundamentalmente eficaz en eliminar definitivamente la iniciativa política de las diversas ciudades-estado, que a partir de entonces se convirtieron en capitales de distritos, sedes administrativas de rango provincial, en un país políticamente unitario, Babilonia, heredero del viejo Sumer y Akkad y llamado a enfrentarse con el tiempo a la más septentrional Asiria (Liverani: 1988, 406). Ello no quiere decir que las tendencias disgregadoras hubieran desaparecido, muy al contrario pronto habrían de hacer nuevamente acto de presencia, pero las ciudades estaban desde ahora incapacitadas por sí solas, pues carecían de fuerzas y medios necesarios, para proponer alternativas viables a los posteriores fraccionamientos políticos. El Estado territorial, cuyo primer ensayo había correspondido a los reyes de la Tercera Dinastía de Ur, se hallaba, a pesar de todas las futuras vicisitudes, definitivamente consolidado en Mesopotamia.

Pese a todo las dificultades no desaparecieron. El sur extremo, el “Pais del Mar”, se independizó y comenzaron a producirse las penetraciones de los kasitas, llegando a asentarse algunos de sus clanes en Hana, en el Eufrates medio. Finalmente la destrucción del imperio creado por Hammurabi fue obra de los Hititas, potencia emergente en Anatolia y destructora del reino de Yamhad, que recelaba de los síntomas que presagiaban la expansión de los hurritas. La intervención hitita sobre la escena política y militar internacional, aunque de importantes consecuencias históricas, tuvo una breve duración. Pronto el reino de Hatti hubo de enfrentarse a los ejércitos hurritas a lo largo de la línea del Eufrates, en Karkemish y en tierras de Ashtata (el valle del Eufrates entre Karkemish y Hana). Finalmente no pudo impedir la pérdida del control sobre Siria septentrional, en favor del cada vez más poderoso reino de Hurri, formado sobre la unificación de los diversos principados hurritas.

La religión entre los nómadas

A diferencia de lo que ocurre en las ciudades, en los poblados y las tribus los aspectos rituales y ceremoniales de la vida social y cultural son predominantes, en acusado contraste con las ocasiones y oportunidades puntuales en que se manifestaban en el marco de las sociedades urbanas y estatales. Este notorio carácter ceremonial y ritual de la vida aldeana y nómada obedece a una serie de causas diversas. Por un lado no existe la separación, característica de las llamadas civilizaciones urbanas, entre un grupo especializado de sacerdotes y una comunidad de creyentes que asiste pasivamente a las celebraciones ceremoniales. Aún cuando existen, por supuesto, especialistas en el ámbito de lo religioso, en el contacto con lo sobrenatural, lo son más por capacidad personal que por designio o heredabilidad, como ocurría entre los antiguos hebreos, y su función la ejercen casi siempre a tiempo parcial.

Por otra parte, a la inexistencia de un sacerdocio profesional y burocratizado se añade la inexistencia de sistemas complejos y muy articulados de comunicación, control y regulación social, como son para las gentes de las ciudades las sistematizaciones de los conocimientos médicos, matemáticos y astronómicos o las recopilaciones legales escritas y las medidas coercitivas destinadas a su cumplimiento, todo lo cual confiere al ritual una primacía inexistente en el mundo urbano dominado por los palacios. Al carecer de un sistema de registro y trasmisión de la información como la escritura, no por incapacidad, sino por no ser necesario para su forma de vida, los rituales desempeñan una importante función en tal sentido en el seno de las sociedades nómadas. El contenido del ritual y su escenificación están directamente involucrados con la comunicación de datos indispensables para tomar decisiones, tanto a nivel de la trasmisión de información cuantitativa como cualitativa, acerca de la oportunidad de hacer o no hacer, socialmente hablando, tal o cual cosa de la que puede llegar a depender el bienestar de la comunidad.

Tanto en la tribu como en el poblado, los programas de rituales más elaborados sirven, además de actuar como reguladores de la vida socioeconómica y cultural, y de resolver las tensiones mediante la eliminación o reducción de los conflictos, para detectar las disparidades resultantes de las diferencias familiares y hacer circular de forma ceremonial los bienes, derechos y recursos. Estos rituales son costosos, y deben ser sufragados por medio de aportaciones de todos, que de ésta forma entran en circulación por medio de la redistribución ceremonial, pero proporcionan sin embargo mayor cantidad de datos y son más efectivos como reguladores que los dirigentes informales ("ancianos", etc.).

La importancia del ritual en este tipo de sociedades va más allá, no obstante, de la simple comunicación estereotipada y de una función de regulación socio-cultural. Como en otras partes, los mitos explicaban para los nómadas el funcionamiento del mundo y el orden social, función que era más importante aún en las sociedades ágrafas. Como integrante de un conjunto de creencias el mito era concebido no solo como una verdad, sino como la razón de la realidad existente, por consiguiente como una realidad original. El valor concluyente del mito se reconfirma periódicamente por medio de los rituales. La rememoración y la reactualización del acontecimiento primordial ayudan a los hombres a distinguir y retener la realidad que el propio mito expresa como algo fijo y duradero, en definitiva trascendente. En tales contextos la primacía de los rituales era incuestionable.

Rituales en los que la gente participaba como protagonistas y no como meros observadores, en contraste con las ceremonias religiosas propias de los habitantes de las ciudades, servían para convalidar el orden social existente bien ante determinadas circunstancias de crisis, de incertidumbre económica por la insuficiencia de los medios técnicos o ante acontecimientos naturales desfavorables. Tales rituales eran algo más que la representación de los mitos, constituyendo la repetición de un fragmento del tiempo original, de aquel en el que las cosas ocurrieron por primera vez. Los rituales proporcionaban certidumbre y como tal constituían valores socioculturales positivos. Luego está la cuestión de la eficacia instrumental del ritual, del carácter tecnológico de la religión y la magia, que tampoco en las sociedades nómadas pueden separarse fácilmente. A este respecto, las unidades básicas del comportamiento ritual, entendido como un sistema de comunicaciones que almacenan de forma efectiva la información, son los "símbolos", que constituyen "depósitos" de sabiduría tradicional, un conjunto de mensajes acerca de algún sector de la vida social o natural que se considera digno de trasmitirse a otras generaciones.

Ahora bien, la información transmitida por la simbología ritual no concierne únicamente a conocimientos prácticos, sino que posee una eficacia, una eficacia mágica. De ahí que se halla llegado a proponer una interpretación del ritual como un hecho tecnológico, cuando con él se pretende controlar determinados aspectos de la naturaleza a fin de favorecer su explotación por el hombre. Conviene distinguir, no obstante dicha eficacia mágica, que acompaña ritos e incluso actos en apariencia no religiosos, como determinadas prescripciones relacionadas con actividades como la caza o la siembra, de la magia que pretende conseguir para el hombre el poder de las fuerzas de la naturaleza, por lo que algunos prefieren hablar de la eficacia religiosa de los rituales, aunque más bien parece que se trata de dos tipos de magia distinta.

Dicha eficacia, mágica o religiosa, no era monopolizada entre los nómadas por un grupo de personas. Los ciclos rituales no habían sido sustituidos por la propia función ritual del dirigente, jefe o rey, hacia el cual se dirige la información y las aportaciones materiales, y del cual fluyen hacia los diversos grupos domésticos y de parentesco en las sociedades estratificadas. Si bien existían personas con una especial dedicación a los asuntos religiosos, no constituían una jerarquía de sacerdotes ni impedían a las restantes una participación activa en ritos y ceremonias. Más bien actuaban como guías espirituales, personas sabias que aconsejaban, a nivel individual o colectivo, a cerca de cuestiones de la más diversa índole e importancia, por lo que gozaban de gran reputación y reconocimiento social. A menudo eran personas inspiradas, de diverso modo, por las divinidades, y que, sumidas en un trance de éxtasis, adquirían facultades proféticas o adivinatorias.

Las prácticas chamánicas están directamente involucradas con la religiosidad de las gentes nómadas. Los chamanes son individuos a quienes se les reconoce socialmente capacidades especiales para entrar en contacto con seres espirituales y controlar las fuerzas sobrenaturales. A pesar de este reconocimiento social no suelen actuar como especialistas a tiempo completo, y lo más normal es que además ejerzan otras ocupaciones, similares a las del resto de las personas de su comunidad. Hay una estrecha relación entre las prácticas chamánicas y la búsqueda individual de visiones. Normalmente los chamanes son personas psicológicamente predispuestas a las experiencias alucinatorias. Los rituales chamánicos incluyen casi siempre alguna forma de experiencia de trance durante el cual se aumentan los poderes del chamán. La forma más frecuente de trance chamánico es la posesión, en la que un espíritu se apodera de su cuerpo.

Una vez en trance el chamán puede transmitir mensajes de los antepasados, localizar la causa de una enfermedad, casi siempre producida mediante brujería y curarla, descubrir objetos perdidos, predecir acontecimientos futuros y dar consejos sobre como protegerse de las intenciones malvadas de los enemigos. Los chamanes desempeñan también, junto a los dirigentes locales ("ancianos", jefes de poblado o de clan, etc) un papel importante en el mantenimiento de la "ley y el orden", descubriendo gracias a sus habilidades psicológicas al culpable o culpables de faltas o infracciones de la ley tribal consideradas graves, identificando la causa desconocida de alguna adversidad o culpando de las desgracias ocurridas a "chivos expiatorios" que pueden ser castigados o expulsados de la comunidad sin dañar la estructura de la unidad social.

También los dioses se presentan para los nómadas de una manera distinta a la que adquieren para la gente de las ciudades. La religión tribal que intenta, como todas, explicar el mundo, parte de las ideas que le son familiares. El gran dios tribal, el principio creador único, permanece alejado e inaccesible de la misma manera que en la vida ordinaria la tribu conforma una realidad que se hace patente en muy pocas ocasiones. Pero, por otra parte, el dios está allí donde está su pueblo, abarcando tanto como la propia tribu, por lo que a menudo tienen carácter omnipresente, aunque lejano, y, se diría, universal. Por debajo de la tribu las realidades más inmediatas son los clanes y las familias que las integran, y así existen toda una serie de seres sobrenaturales, dioses, espíritus, genios, que resultan más próximos en tanto en cuanto que tengan que ver con niveles más simples de la vida social y doméstica. Los grandes dioses son misteriosos, imposibles de localizar y a menudo múltiples en su expresión, pero los entes inferiores, de menor volumen social, son más limitados en sus manifestaciones y también más accesibles. Por ello suelen ser los que reciben culto más a menudo.

En la esfera de la sociabilidad de clan es particularmente importante el culto a los antepasados, que constituye en realidad la variante mística de las genealogías. Los dioses supremos que figuran como causas primeras, explicación del origen de los acontecimientos trascendentes, como la creación del mundo y de las personas, del ganado, o la institución de las costumbres tribales, permanecen prácticamente ausentes, quedando su existencia presente relegada al mito. En los orígenes actuaron y fueron creadas todas las cosas naturales y sociales, luego se retiraron a una esfera lejana, desde la que reinan sin apenas ejercer influencia. Han delegado en los entes inferiores, en ocasiones manifestaciones suyas, de la misma manera que la realidad tribal delega en clanes y familias concretos.

Así, en este tipo de universo religioso, las fuerzas sobrenaturales, aumentan generalmente en materialidad y particularidad, tornándose más accesibles y también más manipulables por medios mágicos o propiciatorios, a medida que menguan en extensión social. Por ello los cultos domésticos adquieren una especial relevancia. No suele haber santuarios, aunque por supuesto existen lugares identificados con las fuerzas espirituales de la naturaleza o que simbolizan la unidad entre los clanes y la cohesión intertribal. Un santuario, en este último caso, que no tiene por qué ubicarse en un lugar determinado, aunque ello corresponderá finalmente con el carácter y alcance de la trashumancia practicada por las tribus y otras circunstancias históricas similares. El santuario lo constituye el propio espacio social y así lo será la casa en el poblado o la tienda en la estepa en el caso de los cultos domésticos, o el lugar de reunión de los linajes y clanes. El espacio sagrado no se encuentra formalizado de la misma manera que tampoco lo está el espacio social, y corresponde además a esa dimensión no estática ni permanente que caracteriza el espacio y el territorio nómadas.

Sin embargo, en el nivel más amplio y complejo de las relaciones políticas entre las diversas tribus, la religión adquiere un importancia especial, ya que los pactos mediante los que se establecen tales relaciones a menudo precisaban del apoyo de una sanción divina explícita: "Se recurre a un "pacto" formal de alianza, donde al someterse a las normas dictadas por la divinidad de la liga, cada participante sabe bien que se somete en realidad a un organismo en el que la voluntad de los miembros queda condicionada por la solidaridad con los demás" (Liverani: 1987, 305). Tal es el caso de la "alianza" con Yavé de las tribus israelitas. Un "santuario" común o compartido, que ni siquiera ha de tener un lugar fijo de ubicación, se convierte entonces en el símbolo de tal unidad política, lo que no impide que las fricciones y disputas entre los clanes y las tribus tiendan a solucionarse en una esfera más inmediata y, por tanto, menos involucrada con la representación religiosa de la confederación o liga tribal.

Precisamente en un cuadro histórico caracterizado por la presencia cada vez mayor de los fugitivos de los palacios -hapiru- que se acercaban al ambiente seminómada, y de pactos entre los palacios y entre las distintas tribus, habría de surgir, basada en la antigua tradición de la justicia y la solidaridad tribal, una concepción ética de la religión, entendida como ley, a partir también de un pacto con la divinidad, que si es observada producirá el beneficio de la comunidad que ha pactado con el dios, convirtiendose así en un poderoso acicate del "nacionalismo". Un elemento de cohesión social y política que muestra toda su efectividad cuando las comunidades tribales, aún después de haberse sendentarizado parcial o totalmente, o en el mismo proceso de tal sedentarización, se ven amenazadas de disgregación por poderosas presiones externas.

En un plano más estrictamente histórico, la religión, o determinados aspectos de la religión de los nómadas pueden articularse en la línea de una revitalización, en situaciones concretas de opresión y pobreza ocasionadas por la presión de un grupo palatino o militar externo, En ocasiones la revitalización -que no es patrimonio exclusivo de la religión de los nómadas, constituyendo un proceso de interacción política y religiosa entre un grupo subordinado y otro dominante-, acompañada de un contenido mesiánico o milenarista, puede llegar a ser tan poderosa como para crear una nueva religión, como parece haber sido el caso del Zoroatrismo.

Cuando la revitalización se produce en el contexto del enfrentamiento entre grupos pertenecientes a sociedades y culturas distintas, el carácter "reformador" no es tan evidente, ocupando muchas veces su lugar una reinterpretación de la tradición propia, que puede implicar la adopción de prácticas culturales antiguas y en desuso a las que se les confiere un nuevo valor. De esta manera la religión tribal sobrevive, adoptando formas nuevas, ante circunstancias adversas, cuando la tribu se ve amenazada por el poder económico y militar del palacio o de una tribu más poderosa, insertándose incluso en un ambiente sedentario en el que las prácticas nómadas han desaparecido hace mucho tiempo.

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El conjunto de creencias

Se ha dicho que el ritual es la religión en acción. Esto es así por que los actos que comprenden los rituales religiosos son poderosamente significativos. Lo que los hace significativos es la presencia de un conjunto de creencias que el ritual racionaliza. Dicho conjunto de creencias, más o menos sistematizadas, está compuesto de una cosmología y un conjunto de valores. Una cosmología es una teoría del universo que incluye un panteón, mitos y varias creencias substantivas acerca de niveles de existencia y de relaciones de causa/efecto. Así mismo el panteón es una lista ordenada de hechos sobrenaturales y divinizados, que los miembros de la comunidad creen que existen. Puesto que ya hemos examinado someramente los diversos panteones y sus divinidades más características nos ocuparemos ahora de las cosmogonías, los mitos, y las creencias relativas a la naturaleza humana, el comportamiento ético y las expectativas de una vida después de la muerte.

La ética y las creencias substantivas.
Los mespotámicos creían en un poder divino inmanente, llamado me en lengua sumeria y pasum en acadia, que no se concebía como una especie de fluido, sino como algo subsistente, individual, diferenciado e impersonal, residente en todas las cosas y en todos los seres (Romer: 1973, 122). También se creía en una fuerza vital impulsora -lamassu- inherente al hombre. Este recibía en el momento de su nacimiento una suerte -shintum- otorgada por los dioses con distintas proporciones de buena y mala fortuna. Frente a ello solo cabía conocer el destino mediante la adivinación y la observación de los presagios y tratar de influir en él con medios mágicos. No obstante no creían en un plan primigenio, en un orden establecido para siempre en el momento de la creación, sino que el mundo cambiaba continuamente de acuerdo con la voluntad de los dioses que determinaban el destino cada día de Año Nuevo.

Puesto que la humanidad, como veremos, había sido creada para servicio de los dioses, la falta, el pecado, se concebía más como una transgresión ritual o una desatención del culto debido, que una ofensa ética o moral. Aún así, puesto que se consideraba la sociedad como una consecuencia del orden establecido por los dioses, determinadas conductas tenían una carga ética y moral importante, y por ello se consideraba una falta contra aquellos la opresión del débil, las acciones engañosas, la falta de respeto a los padres, el libertinaje, la arrogancia o el orgullo desmesurado. Los principios éticos más característicos eran, por tanto, la conducta piadosa, el dominio de uno mismo y la caridad. La trasgresión de la ley era considerada igualmente un pecado contra Shamash.

Sabemos muy poco de la ética religiosa de los semitas occidentales. Al igual que en Mesopotamia, la falta de espectativas escatológicas influía decisivamente en la consideración de que las conductas justas o injustas eran recompensadas o castigadas en esta vida y no después de la muerte. Está claro que una conducta justa era recompensada con el éxito (vida larga, buena fama, abundancia de bienes) mientras que el pecado se castigaba con la mala fortuna.

De acuerdo con la ética mazdeista, propia de la religión irania inspirada en el zoroatrismo, el destino del hombre dependía de la elección que hace en cada momento, ya que aunque su lado material está gobernado por el hado, no ocurre lo mismo con su lado espiritual, lo que contrasta con las ideas mesopotámicas sobre el destino del hombre. Aún así, el libre albedrío se encontraba limitado por la lucha ritual y permanente contra la impureza, proveniente de mil causas, por la presencia de los demonios amenazadores y por las limitaciones de la sabiduría humana, que no siempre es capaz de luchar contra el hado, por lo que al final sobreviene un cierto fatalismo. Fatalismo que también se aprecia entre los mesopotámicos, para quien el hombre parece haber constituido un juguete de los dioses y cuyas reflexiones sobre los fundamentos de la moral resultan en ocasiones desesperanzadoras. La ausencia de una escatología, de cualquier perspectiva de salvación más allá de la muerte, acentúa aún más si cabe este fatalismo mesopotámico que, al menos en la literatura, encuentra en ocasiones un cierto contrapeso en el cinismo y el humor.

Las cosmogonías y la creación de la humanidad.
Entre los sumerios las cosmogonías van acompañadas de catástrofes naturales. Tres eran los niveles en que se concebía la existencia, Cielo, Tierra, y Mundo inferior. La tierra era un disco plano que flotaba sobre el agua dulce, rodeada por un gran Océano cerrado por un anillo de montañas. Todo ello dentro de una esfera, cuya mitad superior formaba la bóveda celeste en la que se movían los astros, y la inferior el mundo subterráneo. En ambas partes de la esfera vivían los dioses sin que existiera una determinación de bondad o maldad para los dioses respectivamente celestes e infernales, pero los espíritus de los muertos sólo poblaban la mitad inferior, invisible y misteriosa. El universo fue creado de un mar primordial de la misma manera a como se logró transformar los pantanos originarios en suelo agrícola. El cielo -An- y la tierra -Ki-, estrechamente unidos en una montaña cósmica engendraron a los grandes dioses -Annunaki-, y se separaron por obra de Enlil, que asignó el cielo a An y el mundo inferior a Ereshkigala, quedándose él con el dominio de la tierra. Enki habría, por lo demás, distribuido sus funciones a los restantes dioses.

Según una tradición procedente de Eridu, el hombre fue creado de barro por la diosa Nammu, ayudada por su hijo Enki. De acuerdo con otra propia de Nippur, fue Enlil quien hizo un hoyo en la tierra de donde surgieron los primeros hombres. En el relato sumerio del diluvio se alude a la creación del hombre por los dioses An, Enlil y Ningursaga. Esta diversidad de tradiciones relativas a la creación en época sumeria puede interpretarse como el resultado de la convivencia de un sustrato ctónico, propio de los agricultores sedentarios, y uno cósmico que correspondería a los pastores nómadas. Pero también se puede interpretar como la consecuencia de la pluralidad de tradiciones propia de un contexto político diversificado, con sus respectivos templos, divinidades y elaboraciones sacerdotales.

En cualquier caso, todas comparten la idea de que los hombres fueron creados para servir a los dioses, en el sentido más literal, en concreto para ahorrarles trabajo, ya que antes los dioses trabajaban como luego lo harían por ellos los humanos, pero éstos se multiplicaron de tal manera, volviéndose ruidosos y perturbadores, que los dioses decidieron finalmente exterminarlos enviándoles un diluvio. Un solo hombre, llamado Ziusudra en un tradición, Utanapishtim y Atrahasis en otras, fue avisado por Ea y pudo salvarse construyendo un barco en el que se refugió junto con su familia, sus obreros, ganados y animales salvajes.

La misma idea de que el hombre fue creado para el servicio de los dioses encontramos en las tradiciones acadias. Una de ellas atribuye su creación a la diosa madre Nintu, que lo modeló en el barro que le trajo Enki. En época paleobabilónica se compuso el Enuma Elish, o Poema de la Creación, en el que las catástrofes naturales han sido sustituidas por una teomaquia. El poema, que seguramente revela el ascenso de Babilonia a gran potencia en tiempos de Hammurabi, muestra un proceso en el que los dioses más jóvenes han relegado a Enlil para entregar la soberanía a Marduk, vencedor de los demonios acuáticos y de Tiamat, personificación de las fuerzas del caos que surgen del mar primordial. El triunfo del orden sobre el caos se representa en el combate y la victoria de el más joven de los dioses, Marduk, sobre Tiamat. Las dos mitades de su cadáver tapizarán la bóveda celeste y sostendrán la tierra. Luego Marduk asigna a cada dios su labor y encarga a Ea la creación del hombre para que sirva a los dioses. Otras tradiciones babilónicas atribuían su creación a Marduk y Aruru.

Los textos con mitos hititas y cananeos que nos han llegado no mencionan como se efectuó la creación del hombre por los dioses, si bien sabemos que la divinidad principal actuó en un momento como creador, combatiendo contra el dragón primordial, las aguas rebeldes del caos primigenio. Lo despedazó y con los fragmentos de su cuerpo creó el mundo, sirviéndose del caos para hacer el cosmos. Un mito fenicio adaptado tardíamente a la mentalidad griega narra como del viento, enamorado de su propio principio, surgió Mot, un caos de cieno del que aún no se habían separado las aguas, y del que se formó el resto de la creación. Cushor, un dios artesano, parece que desempeñó un papel activo en la creación de las cosas. En el caso iranio la creación se atribuye, según la reforma zoroatrista, a Ahura Mazda, quien separó el cielo de la tierra y materializó las aguas, las plantas y los cuerpos celestes, aunque el mundo ya existía previamente en un estado espiritual. Un segundo momento en la creación corresponde con la elección, entre el bien y el mal, la vida y la muerte, hecha por los Espíritus gemelos. El hombre primordial, Yima o Gayomart, era concebido como un gigante cósmico cuya muerte originó los metales.

Los mitos y las reelaboraciones sacerdotales.
Los mitos son sistemas explicativos del orden cosmológico y de las principales creencias que identifican, describen y explican el origen, interés y poderes de las entidades sobrenaturales del panteón, dando cuenta, igualmente, de su relación con las personas, lo que justifica y racionaliza los rituales que se hacen en su nombre. Como integrante de un sistema de creencias, el mito era concebido no solo como una verdad, sino como la razón de la realidad existente, por consiguiente como una realidad original. En Mesopotamia la mayoría de las cosmogonías y de las ideas sobre la creación de la humanidad están contempladas ya en época sumeria en distintos mitos que solo aparecen como relatos articulados en los textos acadios.

La mitología era muy rica, como corresponde al fuerte antropomorfismo de la religión. Los temas que tratan los mitos van desde la Creación y el Diluvio, presentes en el mito de Atrahasis, en el Poema babilónico de la Creación o Enuma Elish y en distintas tradiciones sumerias, hasta el descenso a los Infiernos, narrado en el Poema de Gilgamesh y más específicamente en el Descenso de Inanna al Mundo Inferior, pasando por la búsqueda infructuosa de la inmortalidad -tema igualmente de Gilgamesh y del mito de Adapa -, las reyertas entre los dioses, de las que se ocupan el mito de Nergal y Ereshkigala y que aparecen también en el Poema babilónico de la Creación, y el ascenso de Marduk a la cumbre del panteón. Muchos de los mitos trataban de varios temas principales que se hallaban asociados, creación/diluvio, diluvio/búsqueda de la inmortalidad/bajada al mundo inferior, luchas entre los dioses/diluvio, luchas entre los dioses/creación, lo que hace pensar en que, más que mitos de origen o explicativos, se trata de mitos de ritual que contienen las claves de las ceremonias de las diversas celebraciones religiosas.

El contenido relativo a los ciclos vegetativos y la renovación de la naturaleza está presente en algunos de los más significativos mitos mesopotámicos, encarnado en la figura del dios sufriente y su consorte-hermana la diosa de luto, con su más antigua representación en Dumuzi/Tammuz e Inanna/Ishtar. Como tan magistralmente ha expresado Frankfort (1983: 304): "El verano en Mesopotamia es una carga que apenas si se puede soportar: la vegetación se seca, las tórridas polvaredas dañan ojos y pulmones, y hombre y animales, al perder resistencia, se rinden, aturdidos, al prolongado azote. En dicho país, la noción de creación no tiene conexión alguna con el sol, y la fuerza generativa de la naturaleza reside en la tierra, porque incluso el agua es de la tierra; el cielo pocas veces se nubla, es demasiado cruel durante cinco meses agotadores para que se le asocie con la bendición de la humedad. El agua pertenece a los pozos y arroyos de la tierra y en primavera Ningirsu la baja desde las montañas en negras nubes.

Un ritmo único fluye a través de la vida de la naturaleza y el hombre, acelerándose cuando las lluvias otoñales traen alivio, yendo algo más despacio por los rigores del invierno, y expansionándose en el breve y fascinante periodo de la primavera. Los dioses que están en la naturaleza tienen que participar de este movimiento de flujo y reflujo, y se creía que muchos de ellos tenían que soportar prisión o daños". Dumuzi/Tammuz era uno de ellos, un dios sufriente que simbolizaba la renovación de la naturaleza, la fuerza generadora de plantas y animales, y su relación con la diosa de luto se observa en el mito del Descenso de Inanna al Mundo Inferior, en el que la diosa asume casi por entero un protagonismo que en las liturgias y textos mágicos comparte, sin embargo, con el dios. El propio Marduk y muchas otras divinidades, Ninurta, Ningirsu entre otros, recogen este aspecto de dios sufriente, evidenciando que se trataba de una concepción que ocupaba un lugar central en la religión mesopotámica, que supo expresar en la imagen y el mito del dios que sufre y la diosa de luto el conjunto de sentimientos que caracterizó la religiosidad de sus gentes. Hijo de la Diosa Madre, ya que se pensaba en un principio femenino que había concebido el mundo, penetraba en el Mundo Inferior para revivir con un nuevo ciclo de la vegetación.

Entre los hititas eran frecuentes los mitos sobre dioses que desaparecen, llevándose "todo cuanto es bueno" y provocando graves alteraciones en el orden natural del mundo. Por lo común la divinidad desaparece a causa de un arrebato de cólera que en ocasiones está provocado por una falta ritual. El mito de Telepinu es uno de ellos. Narra la ira del dios, que iracundo se marcha y pierde, a causa de lo cual se producen graves alteraciones en la naturaleza, quedando interrumpidos los ciclos generativos; hambre y sequía son las consecuencias. El mito narra a continuación la búsqueda de Telepinu por parte de los restantes dioses, encabezados por el Dios de la Tormenta, y el ritual mágico de súplica y purificación para lograr que vuelva. Finalmente se produce el retorno del dios y la vuelta al orden y la prosperidad.

Este mito del dios perdido y hallado, en cuya ausencia la vida queda en suspenso, recuerda por una parte los mitos mesopotámicos sobre el dios sufriente, pero guarda tantas divergencias con ellos que no es posible proponer un origen común. Otros mitos, como el del Combate del dios de la tormenta con el dragón, estaban integrados en el culto oficial, formando parte del ritual. La narración, que daba cuenta de como el Dios de la Tormenta había sido derrotado por el dragón, pero gracias a la ayuda de la diosa Inara, que le embelesa y embriaga, consigue finalmente vencerlo, era recitada durante la celebración del festival del Purulli, una de las grandes fiestas religiosas del calendario hitita.

También tenemos alguna información sobre los mitos cananeos y fenicios por los textos de Ugarit y algunas fuentes tardías. Uno de los mejor conocidos corresponde a la leyenda de Ba‘al y Anat, en realidad una dramatización de la lucha de la vegetación contra las inundaciones marítimas que siembran el caos, el desorden y la muerte. Ambos son hijos de El, el padre de los dioses y creador de todas las cosas existentes, y de su esposa Asherat, equivalente a la Ishtar mesopotámica, y luego conocida como Astarté. El representa la fuerza trascendente tal y como se manifiesta en la creación del universo y en el mantenimiento del orden social, mientras que Ba‘al, su hijo, es la fuerza inmanente, la vida, que se manifiesta en la naturaleza bajo la forma de la vegetación y la fecundidad.

El esquema de la leyenda es similar a otras conocidas en Oriente y Egipto, ya que se trata en realidad de un mito agrario que describe y explica el ciclo de la vegetación en sus diversas estaciones. Entre los fenicios de la Edad del Hierro Ba‘al y Astarté, identificada entonces con la diosa Anat, son los dos principios (masculino y femenino) de la vegetación y la fecundidad. Tras la lucha victoriosas de Ba‘al contra Yam, que personifica el mar como fuerza destructiva que amenaza la tierra cultivada, se sucede el combate de Ba‘al contra Mot, símbolo de la sequía y de la muerte. En esta ocasión Ba‘al es derrotado y muerto; llorado por su padre El y enterrado por su esposa/hermana Anat, quién finalmente logra matar a Mot y dispersa los miembros de su cuerpo como los granos de trigo en el campo. Más tarde Ba‘al, encontrado por Anat, revive y derrota a sus enemigos. Tras su triunfo aún habrá de enfrentarse, siete años después, nuevamente a Mot que lo provoca al combate, pero que en esta ocasión resultará derrotado por Ba‘al.

Otro mito agrario de época fenicia es el de Adonis, dios-espiritu de la vegetación nacido de un árbol y muerto mientras cazaba un jabalí, y Astarté, diosa de la fecundidad y el amor, que baja al mundo subterráneo para buscarle y llevarle de nuevo entre los vivos. Adonis, resucitado en la primavera, moría con el estío, y era lamentado por la diosa, que lo hacía revivir después del invierno. Adonis era venerado en toda Fenicia, celebrándose en el verano fiestas con largas procesiones en su honor, pero particularmente en la ciudad de Biblos. La antigua concepción del dios sufriente subyace también en todos estos mitos.

El fundamento de la naturaleza humana.
La distinción entre materia y alma, entre cuerpo y espíritu se hallaba arraigada por doquier, si bien existían diferencias en la forma de concebirla. Los mesopotámicos, por ejemplo, creían que en la creación del hombre a partir del barro había intervenido un elemento superior que le había conferido su dignidad, la sangre de los mismos dioses. Numerosas tradiciones convergen en este punto. En el Poema babilónico de la Creación Marduk, por ejemplo, decide que sea Kingu, jefe de los partidarios de Tiamat que se le opusieron, la víctima que aporte su sangre para modelar al hombre. La misma idea se recoge ya en textos de época sumeria, en donde el sacrificado resulta ser We, un dios muy poco conocido. Este componente superior en la creación del hombre sería transformado en un soplo, un halito vital, por los hebreos. Los mesopotámicos ya concebían al hombre como dotado de un halito de origen divino -lamassu - y de un impulso vital -shedu-.

Los semitas concebían la existencia del alma -neshemah - y el espíritu -ruaj- tal y como aparecen también mencionados en el Antiguo Testamento. El espíritu, que en ocasiones se concebía como una sombra, correspondería a ese aliento de vida de procedencia divina, que también los animales podían poseer, siendo el alma equiparable a "deseo" o "voluntad", el aspecto volitivo del espíritu. Entre los persas, la distinción entre espíritu y materia no se hallaba afectada por el dualismo característico de las concepciones religiosas iranias. Aunque se consideraba a los valores espirituales más elevados que los materiales, la materia, el cuerpo, no eran en sí malos. El hombre había de luchar por el bien, por la vida, en cuerpo y espíritu, pero sin desatender este aspecto corporal de su naturaleza.

En todas partes la vida era un don de los dioses. Estos podían acortarla y alargarla a voluntad, si bien en muchas partes se creía, como en Mesopotamia, que en el momento del nacimiento ya había sido fijado el de la muerte. Pero el hombre no se encontraba sólo ante su destino, determinado por su shintum, la medida de buena y mala fortuna que a cada uno se le había otorgado. Poseía un ilu, que muchas veces se traduce por "dios tutelar personal" y que debía ser algún tipo de don espiritual en alusión al elemento divino que hay en el hombre, y un ishtaru o hado. Su travesía por la vida resultaba más sencilla, o al menos más reconfortante con tales dones y no debemos olvidar que Enki/Ea, el dios amigo de la humanidad, había creado precisamente las artes mágicas y adivinatorias a fin de que el hombre pudiera conocer e influir en su destino.

Creencias sobre el más allá.
En general las perspectivas escatológicas eran escasas, por no decir inexistentes, para el común de las personas. Aunque se creía en una existencia de ultratumba, ésta no era especialmente atrayente. Los mesopotámicos concebían una existencia después de la muerte que transcurría en un mundo inferior, al que se llegaba después de haber atravesado un río y siete puertas, en las que iban siendo despojados de todos sus vestidos y adornos. Era un lugar oscuro, lleno de polvo y agua salobre en donde permanecían reducidos al estado de sombras. Una vívida descripción es la que se halla en el comienzo del Descenso de Inanna al Mundo Inferior: "A la Tierra sin Regreso, el reino de Ereshkigal, Ishtar, hija de Sin dirigió su espíritu. Si la hija de Sin dirigió su espíritu a la casa sombría, morada de Irkalla, a la casa de la que no sale quién entra, al camino que carece de retorno, a la casa en que los que entran están sin luz, donde polvo es su vianda y arcilla su cómoda, donde no ven luz, residiendo en tinieblas, donde están vestidos como aves, con alas por vestido, y donde sobre la puerta y cerrojo se esparce el polvo" (ANET, 106). También los semitas occidentales se imaginaban el dominio de los muertos como un lugar subterráneo donde llevaban una existencia fantasmal. Entre los hititas, los reyes, que eran divinizados después de la muerte, podían escapar al destino que aguardaba al común de los mortales, concebido como una morada en el mundo inferior poblado por los espíritus de los muertos.

Los iranios, por su parte, creían en la existencia de un cielo y de un infierno, a los que se llegaba, respectivamente, a través de tres niveles que se ascienden o descienden y que corresponden a los pensamientos, las palabras y las obras, después de cruzar un puente vigilado por perros. Los niveles ascendentes se identificaban así mismo con las estrellas, la luna y el sol. Las almas buenas, a las que acompaña una hermosa doncella, tras cruzarlo ascienden hacia un viaje celeste, mientras que las perversas, guiadas por una horrible bruja, lo encuentran sumamente estrecho y caen hacia el infierno. En realidad es el doble del alma el que acompaña a cada una, según hayan sido sus obras. De acuerdo con estas creencias el alma tenia que someterse, además, a un juicio presidido por Mitra, idea del todo novedosa en el Próximo Oriente Antiguo, si exceptuamos a los hebreos, aunque conocida de otras culturas, como la egipcia. En contraste con lo que vemos en otras partes, la escatología irania era especialmente compleja. Como en Israel, se esperaba llegada futura de salvadores, bien en la figura de Zoroastro o alguno de sus descendientes, bien en la de Mitra. Entonces tendría lugar el último acto de la historia del mundo, con la derrota definitiva de todos los poderes y fuerzas maléficas, y se produciría la resurrección de los muertos, de la que las almas condenadas al infierno también habrían de participar.