Al igual que ocurre con la sociedad y la economía, también el estudio de las formas políticas en el Próximo Oriente Antiguo exige un esfuerzo de aproximación y reorientación intelectual por nuestra parte. Palabras tan familiares para nosotros, como Estado, nación o imperio, simplemente no existían, ya que las realidades políticas que definen eran desconocidas. El Estado, la nación e incluso los imperios, tal como los comprendemos nosotros, no tuvieron vigencia en parte alguna. La realidad política estaba integrada por reyes y súbditos, palacios y ciudades, reinos y tribus. El palacio representaba la articulación más compleja de la vida política, la centralización administrativa con sus procedimientos burocráticos y sus múltiples departamentos, y sin embargo su nombre no era otro que el de "gran casa". El horizonte político de cada persona terminaba en su comunidad, fuera ciudad o aldea, sobre la que siempre se sobreponía un palacio que resultaba inaccesible.
El gobierno, la administración, se ejercía a distintos niveles y sería falso negar la existencia de una cierta autonomía más allá de los muros del palacio. Básicamente existieron dos formas de administración, la palatina y la local. La primera era la propia de la corte y los distintos palacios en provincias y comarcas, siempre supeditados a la autoridad real. La segunda era practicada en las comunidades rurales y en las ciudades por las asambleas de notables, el alcalde o jefe de aldea. Pero en las relaciones con el palacio -que se centraban casi exclusivamente en la recaudación de diezmos e impuestos, la movilización militar o laboral y la persecución de los fugitivos- la iniciativa partía casi siempre de la esfera superior -los funcionarios palatinos- que imponían sus criterios y métodos sobre la comunidad local. Desde esta perspectiva, que es la del palacio, los gobernantes y dirigentes locales actuaban como meros colaboradores.
El Estado palatino.
Los dos tipos políticos propios del Próximo Oriente Antiguo fueron los que se han dado en llamar Estado comunitario, que emerge en la sociedad aldeana y tribal, y Estado palatino propio de las ciudades. El primero se desarrolló sobre todo entre los nómadas, por lo que estudiaremos sus características en el capítulo correspondiente. El segundo se impuso sobre el primero, que sin llegar a desaparecer quedó subordinado, allí donde la ciudad ejerció su predominio sobre la aldea y la tribu, y no hay que olvidar que lo que llamamos civilización oriental antigua fue, sobre todo, un fenómeno unido al desarrollo de las ciudades. Si hacemos una excepción de los primeros momentos de la historia de Sumer -en que el templo fue la única institución que dirigía la vida económica y política de la población-, tras la aparición del palacio, la característica común de los sistemas políticos que existieron en las ciudades y reinos del Próximo Oriente Antiguo consiste en que todos ellos estaban basados en lo que llamamos el Estado palatino.
Por supuesto que había diferencias, fundamentalmente en cuanto al grado de centralización conseguido, y a las técnicas y métodos empleados -militares, burocráticos, etc- para el control de los territorios, pero al margen de todo aquello que les diferenciaba, compartían el estar gobernados por un palacio central, cuyo funcionamiento, a grandes rasgos, era similar en cualquier parte. La organización del palacio reproduce a una escala mucho mayor la de una casa de entonces, de hecho se denominaba como la "casa grande" (é-gal en sumerio), pero tan amplitud de proporciones hace que la especialización del trabajo y el registro de lo producido adquiera características burocráticas (Liverani, 1988: 310). La mayor parte de la población, que era campesina, se dedicaba a tareas de producción y entregaba el excedente al palacio (en un primer momento al templo), con lo que se mantenía a otros dos sectores de la población, mucho más reducidos, aquel dedicado al trabajo especializado en sus más diversas formas, y el dedicado a la gestión, que, en última instancia decidía por todos. A la cabeza de este último se encontraba el rey, como personalización del poder por encargo de los dioses.
A cambio los campesinos recibían la contrapartida ideológica de lo que habían entregado, vida y protección asegurada por el rey en su papel de mediador ante los dioses, lo que equivale a decir que en realidad no recibían nada o bien poco, produciéndose por consiguiente una ficción de intercambio entre el palacio y la aldea. Este intercambio simulado e irreal en sus contrapartidas es lo que la ideología dominante, elaborada precisamente en los palacios y los templos que controlaban también la información, pretendía camuflar, convirtiendo así el engaño en invisible.
Como la propiedad privada, incluso en los momentos de mayor apogeo de la misma, era insustancial y cualitativamente débil, ya que se trataba de una propiedad con escasa garantía jurídica, pues no existía un límite a la posibilidad de confiscación, aún cuando ésta no se ejerciera en la práctica, y en muchos casos su explotación y productividad dependía de la irrigación, controlada por un sistema de poder centralizado, nunca existió un grupo relativamente denso de propietarios interesados en contestar la autoridad política y prever sus sustitución por un sistema distinto. Los grandes propietarios, que no eran en conjunto muchos, se identificaban con los intereses del palacio. Las personas restantes se hallaban vinculadas a su familia y a su ciudad o aldea, y éste era el marco de referencia político más amplio para todas ellas: la ciudad como comunidad política, entendiéndose esta, como sede de un templo o un palacio, residencia de los gobernantes.
No había sentimientos de identificación con un territorio "nacional", ya que el territorio no era más que campos para su abastecimiento y espacio defensivo, y era el espacio ocupado por la ciudad, y no por su campiña, el que se consideraba sagrado, ya que la fundación de la ciudad era, en si misma, una acción sagrada realizada por la voluntad de los dioses, de la que los hombres no eran sino simples ejecutores.
El Estado palatino se caracterizaba, por tanto, por su fragilidad estructural, que estaba condicionaba por la inexistencia de un sentimiento de cohesión nacional, consecuencia de su articulación a dos niveles, Por una parte el sector de los dependientes de palacio (funcionarios, comerciantes, etc) que eran los únicos que compartían con el rey las ventajas de la gestión y contribuían a determinarla, por otra la población que, pasivamente, y a cambio fundamentalmente de una propaganda que ensalzaba las bondades del gobierno deseado por los dioses, era la que suministraba el soporte humano y económico, y a la que no le importaba demasiado que se produjera un cambio en la cúspide, ya que su situación concreta apenas se vería modificada. En circunstancias en las que el rey garantizaba seguridad y un bienestar relativo, la fragilidad estructural del Estado palatino apenas tenía alguna incidencia política directa. Pero en circunstancias y condiciones adversas, cuando las amenazas militares y políticas, el hambre y la miseria se enseñoreaban del país, dicha fragilidad adquiría una resonancia política considerable.
Por otra parte, a medida que el Estado palatino se dotaba de connotaciones territoriales, lo que sucedía cuando un palacio, y el rey que lo gobernaba, ejercían su poder sobre una zona o región geográfica más o menos amplia, a dicha fragilidad se venía a añadir la tensión resultante de los esfuerzos centralizadores del palacio, y el deseo por parte de algunas ciudades, o sectores de la nobleza, de conservar su autonomía a toda costa, lo que puede fraguar en un interés por la secesión que actúa descentralizadoramente. En según que contextos, los esfuerzos centralizadores prevalecerán sobre sus contrarios y a la inversa. Allí donde la base productiva que confiere su fortaleza económica, política y militar al palacio no es capaz de asegurale más que unos medios y unos recursos exiguos, sin la posibilidad local de incrementarlos, como sucedía en Siria y Palestina, los estados no rebasarán sus pequeñas dimensiones y serán incapaces de imponerse sobre otros para crear imperios más extensos.
La fragmentación política será la característica predominante, si bien coyunturalmente algunos estados, merced sobre todo al control del comercio más que al ejercicio de la fuerza militar, pueden alzarse en una suerte de hegemonía, caso de Ebla, Yamhad o Ugarit, sobre sus más próximos vecinos. Por contra, donde la base productiva asegura medios y recursos más que suficientes, caso de Mesopotamia, los estados se enzarzarán en una serie sucesiva de contiendas por la hegemonía que culminarán con la formación de imperios de extensión variable y que, finalmente, darán lugar a la consolidación de los dos grandes reinos mesopotámicos, la meridional Babilonia y la septentrional Asiria. Lejos de la estabilidad política, tales reinos e imperios se verán así mismo sometidos a las tensiones internas y a las amenazas externas.
La falta de una verdadera cohesión nacional, consecuencia de la articulación del Estado palatino a los dos niveles ya mencionados, ocasionará que la destrucción del palacio, sede de la monarquía y de la corte, signifique la destrucción del reino o del imperio, cuya debilidad interna incrementada por las aspiraciones secesionistas, las crisis políticas o económicas, ayudará a que se produzca con mayor o menor facilidad y rapidez. Una situación intermedia caracterizó Anatolia cuya historia se debate de forma dramática entre unos esfuerzos de centralización por parte de la realeza, que no terminan nunca de imponerse completamente sobre las tensiones descentralizadoras representadas por la nobleza. Mientras que en Mesopotamia llega un punto en que el sentimiento de autonomía de las ciudades, incapaces de articular alternativas políticas eficaces, no se expresará más por el camino de la secesión, siendo más importantes las amenazas externas, tal cosa no llegará a ocurrir nunca en el país de Hatti, debido a la más amplia y autónoma base de poder local de los grandes señores de la nobleza, similar en cualquier caso a la que controla de forma directa el palacio y el rey. Ciertamente en los problemas políticos que aquejaron a la realeza hitita se complica la fragilidad estructural, característica del Estado palatino, con las tensiones feudalizantes recurrentes, alimentadas por la amplia y prácticamente autónoma base de poder de la nobleza.
El gobierno, la administración, se ejercía a distintos niveles y sería falso negar la existencia de una cierta autonomía más allá de los muros del palacio. Básicamente existieron dos formas de administración, la palatina y la local. La primera era la propia de la corte y los distintos palacios en provincias y comarcas, siempre supeditados a la autoridad real. La segunda era practicada en las comunidades rurales y en las ciudades por las asambleas de notables, el alcalde o jefe de aldea. Pero en las relaciones con el palacio -que se centraban casi exclusivamente en la recaudación de diezmos e impuestos, la movilización militar o laboral y la persecución de los fugitivos- la iniciativa partía casi siempre de la esfera superior -los funcionarios palatinos- que imponían sus criterios y métodos sobre la comunidad local. Desde esta perspectiva, que es la del palacio, los gobernantes y dirigentes locales actuaban como meros colaboradores.
El Estado palatino.
Los dos tipos políticos propios del Próximo Oriente Antiguo fueron los que se han dado en llamar Estado comunitario, que emerge en la sociedad aldeana y tribal, y Estado palatino propio de las ciudades. El primero se desarrolló sobre todo entre los nómadas, por lo que estudiaremos sus características en el capítulo correspondiente. El segundo se impuso sobre el primero, que sin llegar a desaparecer quedó subordinado, allí donde la ciudad ejerció su predominio sobre la aldea y la tribu, y no hay que olvidar que lo que llamamos civilización oriental antigua fue, sobre todo, un fenómeno unido al desarrollo de las ciudades. Si hacemos una excepción de los primeros momentos de la historia de Sumer -en que el templo fue la única institución que dirigía la vida económica y política de la población-, tras la aparición del palacio, la característica común de los sistemas políticos que existieron en las ciudades y reinos del Próximo Oriente Antiguo consiste en que todos ellos estaban basados en lo que llamamos el Estado palatino.
Por supuesto que había diferencias, fundamentalmente en cuanto al grado de centralización conseguido, y a las técnicas y métodos empleados -militares, burocráticos, etc- para el control de los territorios, pero al margen de todo aquello que les diferenciaba, compartían el estar gobernados por un palacio central, cuyo funcionamiento, a grandes rasgos, era similar en cualquier parte. La organización del palacio reproduce a una escala mucho mayor la de una casa de entonces, de hecho se denominaba como la "casa grande" (é-gal en sumerio), pero tan amplitud de proporciones hace que la especialización del trabajo y el registro de lo producido adquiera características burocráticas (Liverani, 1988: 310). La mayor parte de la población, que era campesina, se dedicaba a tareas de producción y entregaba el excedente al palacio (en un primer momento al templo), con lo que se mantenía a otros dos sectores de la población, mucho más reducidos, aquel dedicado al trabajo especializado en sus más diversas formas, y el dedicado a la gestión, que, en última instancia decidía por todos. A la cabeza de este último se encontraba el rey, como personalización del poder por encargo de los dioses.
A cambio los campesinos recibían la contrapartida ideológica de lo que habían entregado, vida y protección asegurada por el rey en su papel de mediador ante los dioses, lo que equivale a decir que en realidad no recibían nada o bien poco, produciéndose por consiguiente una ficción de intercambio entre el palacio y la aldea. Este intercambio simulado e irreal en sus contrapartidas es lo que la ideología dominante, elaborada precisamente en los palacios y los templos que controlaban también la información, pretendía camuflar, convirtiendo así el engaño en invisible.
Como la propiedad privada, incluso en los momentos de mayor apogeo de la misma, era insustancial y cualitativamente débil, ya que se trataba de una propiedad con escasa garantía jurídica, pues no existía un límite a la posibilidad de confiscación, aún cuando ésta no se ejerciera en la práctica, y en muchos casos su explotación y productividad dependía de la irrigación, controlada por un sistema de poder centralizado, nunca existió un grupo relativamente denso de propietarios interesados en contestar la autoridad política y prever sus sustitución por un sistema distinto. Los grandes propietarios, que no eran en conjunto muchos, se identificaban con los intereses del palacio. Las personas restantes se hallaban vinculadas a su familia y a su ciudad o aldea, y éste era el marco de referencia político más amplio para todas ellas: la ciudad como comunidad política, entendiéndose esta, como sede de un templo o un palacio, residencia de los gobernantes.
No había sentimientos de identificación con un territorio "nacional", ya que el territorio no era más que campos para su abastecimiento y espacio defensivo, y era el espacio ocupado por la ciudad, y no por su campiña, el que se consideraba sagrado, ya que la fundación de la ciudad era, en si misma, una acción sagrada realizada por la voluntad de los dioses, de la que los hombres no eran sino simples ejecutores.
El Estado palatino se caracterizaba, por tanto, por su fragilidad estructural, que estaba condicionaba por la inexistencia de un sentimiento de cohesión nacional, consecuencia de su articulación a dos niveles, Por una parte el sector de los dependientes de palacio (funcionarios, comerciantes, etc) que eran los únicos que compartían con el rey las ventajas de la gestión y contribuían a determinarla, por otra la población que, pasivamente, y a cambio fundamentalmente de una propaganda que ensalzaba las bondades del gobierno deseado por los dioses, era la que suministraba el soporte humano y económico, y a la que no le importaba demasiado que se produjera un cambio en la cúspide, ya que su situación concreta apenas se vería modificada. En circunstancias en las que el rey garantizaba seguridad y un bienestar relativo, la fragilidad estructural del Estado palatino apenas tenía alguna incidencia política directa. Pero en circunstancias y condiciones adversas, cuando las amenazas militares y políticas, el hambre y la miseria se enseñoreaban del país, dicha fragilidad adquiría una resonancia política considerable.
Por otra parte, a medida que el Estado palatino se dotaba de connotaciones territoriales, lo que sucedía cuando un palacio, y el rey que lo gobernaba, ejercían su poder sobre una zona o región geográfica más o menos amplia, a dicha fragilidad se venía a añadir la tensión resultante de los esfuerzos centralizadores del palacio, y el deseo por parte de algunas ciudades, o sectores de la nobleza, de conservar su autonomía a toda costa, lo que puede fraguar en un interés por la secesión que actúa descentralizadoramente. En según que contextos, los esfuerzos centralizadores prevalecerán sobre sus contrarios y a la inversa. Allí donde la base productiva que confiere su fortaleza económica, política y militar al palacio no es capaz de asegurale más que unos medios y unos recursos exiguos, sin la posibilidad local de incrementarlos, como sucedía en Siria y Palestina, los estados no rebasarán sus pequeñas dimensiones y serán incapaces de imponerse sobre otros para crear imperios más extensos.
La fragmentación política será la característica predominante, si bien coyunturalmente algunos estados, merced sobre todo al control del comercio más que al ejercicio de la fuerza militar, pueden alzarse en una suerte de hegemonía, caso de Ebla, Yamhad o Ugarit, sobre sus más próximos vecinos. Por contra, donde la base productiva asegura medios y recursos más que suficientes, caso de Mesopotamia, los estados se enzarzarán en una serie sucesiva de contiendas por la hegemonía que culminarán con la formación de imperios de extensión variable y que, finalmente, darán lugar a la consolidación de los dos grandes reinos mesopotámicos, la meridional Babilonia y la septentrional Asiria. Lejos de la estabilidad política, tales reinos e imperios se verán así mismo sometidos a las tensiones internas y a las amenazas externas.
La falta de una verdadera cohesión nacional, consecuencia de la articulación del Estado palatino a los dos niveles ya mencionados, ocasionará que la destrucción del palacio, sede de la monarquía y de la corte, signifique la destrucción del reino o del imperio, cuya debilidad interna incrementada por las aspiraciones secesionistas, las crisis políticas o económicas, ayudará a que se produzca con mayor o menor facilidad y rapidez. Una situación intermedia caracterizó Anatolia cuya historia se debate de forma dramática entre unos esfuerzos de centralización por parte de la realeza, que no terminan nunca de imponerse completamente sobre las tensiones descentralizadoras representadas por la nobleza. Mientras que en Mesopotamia llega un punto en que el sentimiento de autonomía de las ciudades, incapaces de articular alternativas políticas eficaces, no se expresará más por el camino de la secesión, siendo más importantes las amenazas externas, tal cosa no llegará a ocurrir nunca en el país de Hatti, debido a la más amplia y autónoma base de poder local de los grandes señores de la nobleza, similar en cualquier caso a la que controla de forma directa el palacio y el rey. Ciertamente en los problemas políticos que aquejaron a la realeza hitita se complica la fragilidad estructural, característica del Estado palatino, con las tensiones feudalizantes recurrentes, alimentadas por la amplia y prácticamente autónoma base de poder de la nobleza.