El proceso histórico (I)

El tercer milenio: de las ciudades-estado a los primeros imperios.
En el Próximo Oriente Antiguo, los comienzos de la Edad del Bronce, empleando la terminología acuñada por los arqueólogos, vieron la consolidación definitiva de las comunidades políticas complejas (estados) en el marco del desarrollo urbano de la Baja Mesopotamia. Dentro del tercer milenio el Bronce Antiguo (2900-2000) constituye un largo periodo cronológico, caracterizado fundamentalmente por la aparición de las teocracias burocráticas que sustituyeron a las anteriores y avanzadas jefaturas sacerdotales, convertidas ya algunas en formaciones estatales arcaicas, así como por la intensa competencia político-militar entre las ciudades sumerias, y por la ascendente concentración del poder que culminará en el nacimiento de los primeros imperios en Mesopotamia, sobre la base de la fuerza militar primero y de la integración territorial después.

Ello traerá consigo la aparición de un poder hegemónico, cuya ubicación pasará del país de Sumer al de Akkad, que en la expansión de sus intereses destruyó a la postre el reino de Ebla e intentó en vano la conquista de Elam, y de nuevo al de Sumer, si bien transformado en cuanto a los métodos de control político y acompañado de una ideología de "dominio universal", expresada en las pretensiones de conquista de los confines del mundo, que según la imagen de la época se ubicaban en el "Mar Superior" (Mediterráneo) y en el "Mar Inferior" (Golfo pérsico). La presión demográfica, la disputa por las tierras sometidas a intensa colonización y el acceso a las materias primas de la periferia mesopotámica, junto con la creciente desigualdad social, constituyeron los factores de fondo de todas aquellas luchas por la hegemonía.

Paralelamente al reforzamiento del poder en los estados burocráticos y a la consolidación de una élite templaria y palacial cada vez más separada de los grupos productivos de la sociedad, se asistía a un progresivo empobrecimiento de la población campesina libre que ocasionará la aparición de la servidumbre por deudas y los edictos de reforma, con los que los diversos monarcas pretendieron paliar aquella situación, apuntalando el sistema para evitar su destrucción. No obstante, tales medidas, que con la abrogación temporal de las cargas fiscales mejoraban coyunturalmente la situación de los campesinos, no atajaban los problemas en su raíz, por lo que, lejos de representar una solución al deterioro creciente de las condiciones de vida de muchos ciudadanos, necesitaron ser promulgados una y otra vez, muestra evidente de su poca eficacia a medio plazo. En el campo muchas aldeas fueron sustituidas por explotaciones de campesinos dependientes de los palacios o los templos, política que se acentuará con el Imperio acadio, signo a la vez de la creciente centralización de la riqueza y del control sobre la producción ejercido por las élites, así como del empeoramiento de la situación de la población campesina.

Aunque cierto funcionalismo mecanicista ha intentado ver en éste y los siguientes periodos de la historia de Mesopotamia ciclos recurrentes de centralización, expansión y eventual colapso, como resultado directo e inevitable del desequilibrio en la distribución de recursos entre la llanura aluvial y su periferia, lo cierto es que, en realidad, las estructuras de aquellas culturas permanecieron sustancialmente inalteradas a pesar de la ajetreada historia política que se inaugura con el Dinástico Arcaico, ya que lo que se dirime en cada confrontación no es una relación nueva entre el pueblo y sus gobernantes, sino sólo quiénes serán aquellos y de que medios se valdrán para mantener su situación de privilegio.

El dinástico arcaico (2900-2335), también conocido como protodinástico o presargónico (en alusión a la posterior unificación política de la baja Mesopotamia realizada por Sargón de Akkad), constituye la primera y más extensa subdivisión cronológica del Bronce Antiguo. Durante él y debido a la aparición previa de la técnica de la escritura, los documentos y los archivos se irán haciendo más abundantes, como consecuencia de la centralización administrativa y la burocratización del poder en el seno de las ciudades sumerias, con lo que se inicia el registro histórico del Próximo Oriente.

Gracias a ello la documentación, hasta ahora estrictamente arqueológica, se enriquecerá progresivamente con un acervo compuesto de textos administrativos, jurídicos, religiosos, literarios e históricos. Pese a todo, hasta el 2700 sólo disponemos de textos administrativos (tablillas de Ur), apareciendo a continuación las primeras inscripciones históricas, realizadas por los monarcas en conmemoración de algún acontecimiento importante, pero son aún breves y su información es muy sucinta, así como "archivos" de carácter administrativo; no será hasta el 2450 cuando veamos aparecer inscripciones más explícitas y extensas.

Las tendencias de fondo que caracterizaron aquel período, y en las que se inscriben las luchas por la hegemonía, la formación de un poder regional y las expediciones a la periferia, se plasmaron en la unificación del espacio económico mesopotámico que, frente a una realidad política fragmentada, constituirá un acicate para la formación de poderes territoriales cada vez más amplios y compactos. Así, del reino urbano de dimensiones cantonales, en frecuente conflicto con otros reinos rivales, se pasa al reino de carácter hegemónico que controla algunas entidades políticas antes independientes, para dar paso luego al primer imperio (Akkad) que unifica en cierta medida los territorios recorridos por las rutas comerciales, el cual sera reemplazado posteriormente por una estructura política territorialmente más compacta (Ur III).

La aparición del Imperio de Akkad no ha de ser, sin embargo, contemplada como el resultado de un conflicto étnico-cultural entre sumerios y semitas (Glassner: 1991, 209). Simplificando un tanto, la relación entre ambos grupos se caracterizaba más bien por una aculturación reciproca, una situación en la que al comienzo la cultura sumeria era predominante, pero que con el tiempo terminará siendo reelaborada por la semita. Así, si los usos administrativos y los sistemas sociales y económicos son esencialmente sumerios, la lengua (acadia) y la religión semitas acabarán imponiéndose, aún enriqueciéndose con el léxico y las formas sumerias (Bottero: 1983), y todo ello al margen del tamaño de sus respectivas poblaciones.

El Imperio acadio constituye una entidad política que unificó bajo una sola hegemonía Mesopotamia meridional, pero que aún carecía de los mecanismos de centralización administrativa y económica y de integración territorial que luego desarrollarían los imperios posteriores. Por eso se dice que el Imperio acadio fue, en esencia, una formación política que se basaba en el control, por medios sobre todo militares, de la actividad comercial que se realizaba entre Mesopotamia y su periferia. La destrucción del reino de Ebla en el norte de Siria fue uno de sus consecuencias. Pero en el interior la situación apenas podía ser preservada por la fuerza de las armas. Tras su desaparición, los qutu, pueblos de las montañas del Zagros, ejercieron durante poco menos de un siglo un dominio efectivo sobre la Mesopotamia central, llegando a proclamarse soberanos de Akkad y heredando de aquellos la estructura administrativa, pero que tan solo era nominal sobre algunas de las ciudades sumerias.

El Imperio acadio había mantenido la tradición sumeria de las dinastías locales, utilizándolas como elementos administrativos a su servicio, y tras su desaparición aquellas mismas dinastías, libres de la tutela imperial, podían realizar una política propia sin apenas injerencias. En tales condiciones la ciudad de Lagash y sus gobernantes fueron protagonistas, junto con otras ciudades sumerias de las que tenemos menos información, de una etapa de desarrollo económico que contrastaba con la situación en la Mesopotamia central y septentrional.

Con la llegada al poder de la Tercera Dinastía de Ur se inaugura una nueva política administrativa, destinada a asegurar la integración político-territorial, así como a disponer de la gestión directa de los recursos, a regular la actividad comercial y a fortalecer el orden social. Se dividió el territorio en provincias, sustituyendo a las dinastías locales al frente de cada ciudad por un funcionario dependiente del poder central mientras que las ciudades de Asiria (Urbilum, Nínive, Assur) fueron desde entonces controladas por gobernadores (ensi) destacados en ellas desde Ur, si bien Mari, en el alto Eufrates, conservó la independencia que había logrado tras la desaparición del Imperio de acadio y mantuvo intensas relaciones comerciales y diplomáticas con los reyes de Ur.

Finalmente la crisis, que se manifestó con toda su brusquedad durante el reinado de Ibbi Sin, último de los reyes del Imperio de Ur, fue a un tiempo económica y política. A las malas cosechas y hambrunas, debidas a las dificultades en la irrigación de las tierras de cultivo, y a la salinización de las mismas, se añadieron las invasiones de los martu (amorreos) y los su, y luego una expedición militar elamita que llevó la destrucción a Lagash. La propia Ur sería destruida, como antes Akkad había sido conquistada.

El final del Imperio de la Tercera Dinastía de Ur constituyó en realidad el punto de llegada de una tendencia de larga duración. Frente a las apariencias propias de la catastrófica situación en que desapareció, las causas de la crisis que puso término al Bronce Antiguo fueron fundamentalmente de índole interna: degradación ecológica por el exceso de explotación de los territorios, excesiva concentración de la población en las ciudades, inmovilización de la riqueza en forma de construcciones suntuarias y bienes de prestigio, esclerotización del aparato administrativo. Los factores externos, la presión y las invasiones de los nómadas, no habían sino agudizado la situación provocando el colapso final.

La primera mitad del segundo milenio: la unidad en precario.Tras el derrumbe del Imperio de Ur, el nuevo periodo del Bronce Medio (2000-1550), también llamado paleobabilónico, se inició con una época de convulsiones que supuso en Mesopotamia una discontinuidad con la anterior. La ruptura se manifestó, en el plano cultural con el predominio del elemento amorreo, enriquecido en su contacto con el acadio, en el económico con la desurbanización y despoblamiento de amplias zonas, y en el político con el despegue de las zonas periféricas, favorecido por la fragmentación y la debilidad del "país interno".

Las zonas más afectadas por la crisis final del Bronce Antiguo habían sido, sin embargo, aquellas que, situadas en la periferia mesopotámica, no podían disponer fácilmente de un excedente que sustentara las poblaciones urbanas y las elites palaciales, por hallarse situadas en el límite entre las tierras que aún recibían precipitaciones mínimas anuales que permitían los cultivos y las regiones semiáridas, o por ser de naturaleza montañosa. En todas ellas se produjo un retroceso de la urbanización y una vuelta a las formas de vida aldeanas y pastoriles, lo que favoreció la aparición de grandes espacios vacíos que fueron ocupados por las poblaciones nómadas. La llanura mesopotámica soportó mejor, en cambio, los efectos de la crisis, si bien la acumulación prolongada de los mismos terminó por desatar las tensiones internas, propiciando la disgregación política.

Una Mesopotamia fragmentada y afectada por un vacío de poder, en la que Isín durante el siglo XX y Larsa en el XIX intentarán imponer sus respectivas hegemonías, proporcionaba amplios territorios situados al margen de todo poder político, que fueron ocupados por las tribus nómadas amorreas, sobre todo en el norte del país, mientras en la región periférica de Sirio-Palestina las escasas ciudades, como Meggido o Mari, que sobrevivieron a la desurbanización, pugnaban por consolidarse en medio de las difíciles condiciones del momento.

Desde entonces, y hasta la época de Hammurabi (siglo XVIII), se manifestará un notable desarrollo de las tendencias de signo individualista, cimentadas en la aparición y difusión de espacios económicos y sociales de ámbito privado, en detrimento de la anterior concepción rígida y absoluta a cerca de la capacidad de organización e intervención del Estado. Ello originó en el seno de las ciudades una cierta flexibilidad y descentralización, paralela a la fragmentación que en el contexto externo caracterizaba la relación de fuerzas en Mesopotamia, favorecida por el ambiente de crisis socieconómica que caracterizó buena parte del periodo. En el plano lingüístico y cultural, la presencia de los nómadas amorreos, muchos de los cuales acabaron sedentarizándose y adoptando los hábitos de las gentes de las ciudades, significó un refuerzo del componente semita/acadio frente al sumerio, que terminará desapareciendo.

La crisis de las ciudades, el fraccionamiento político y el auge de la periferia.
Desde un principio quedó claro que los reyes de Isin, la dinastía inaugurada a expensas del último monarca de Ur, reivindicaban la herencia del desaparecido Imperio, como demuestran las titulaturas reales que tomaron y la posterior reconstrucción de la antigua capital, devastada por los elamitas. Pero a pesar de que existen algunos síntomas que indican una cierta recuperación, como el nuevo impulso que experimentó el comercio y la actividades constructivas, en el campo político la situación no dejaba de evolucionar en un sentido contrario.

Todo intento de una nueva reunificación del país estaba abocado al fracaso. En el SE Larsa permanecía autónoma, incluso desde antes de la destrucción de Ur y diversos clanes amorreos ocupaban las llanuras. Con el tiempo, dinastías de este origen, aunque asimiladas a la vida sedentaria, se establecieron en Kish, Assur, Sippar, Uruk y Babilonia. Más hacia el NE Eshnunna y Der eran también independientes, mientras que al norte de Nippur es posible que Kish, y desde luego Assur y más tarde Babilonia, hayan logrado desligarse igualmente del control meridional. En el extremo más meridional las ciudades se sumían poco a poco en la decadencia motivada por causas económicas y desastres naturales.

La fragmentacón polítia y la crisis de muchas ciudades no dejó de incidir en la aparición de nuevos elementos de poder en la periferia de Mesopotamia, aunque su eclosión se debió fundamentalmente a causas locales. Asiria, en torno a Assur, cobrará cada vez mayor fuerza, primero como factor económico con su comercio a larga distancia y, por fin, militarmente. En Siria, en torno a Alepo, Yamhad vendrá a cubrir el vacío dejado tiempos atrás por la destrucción de Ebla, que tanto había favorecido la expansión de los nómadas. Marí, sobre el Eufrates medio y Esnunna sobre el Diyala terminan de dibujar el cuadro en el que se insertan las ambiciones políticas de la época. Más al norte, en Anatolia, el incipiente reino de Hatti comienza a dar sus primeros pasos.

El primer imperio de Babilonia.
Desde un principio los reyes de Babilonia y los de Uruk habían cooperado estrechamente, y con el reino de Isín parece haberse llegado a un acuerdo circunstancial, a la vista de las manifiestas ambiciones de Larsa. Esta situación llegó a su término con la unificación de la Mesopotamia centro-meridional por Hammurabi de Babilonia, proceso que solo habría de culminar tras veinte años de reinado. Asiria, que había vivido su momento de gloria con Shanshi-Adad I, quedaba fuera de su control, aunque decaída política y militarmente.

El imperio de Hammurabi, que significó ante todo un reforzamiento del poder y la capacidad de intervención del Estado frente a la tendencia general de la época hacia la privatización de las actividades económicas y las relaciones sociales, fue fundamentalmente eficaz en eliminar definitivamente la iniciativa política de las diversas ciudades-estado, que a partir de entonces se convirtieron en capitales de distritos, sedes administrativas de rango provincial, en un país políticamente unitario, Babilonia, heredero del viejo Sumer y Akkad y llamado a enfrentarse con el tiempo a la más septentrional Asiria (Liverani: 1988, 406). Ello no quiere decir que las tendencias disgregadoras hubieran desaparecido, muy al contrario pronto habrían de hacer nuevamente acto de presencia, pero las ciudades estaban desde ahora incapacitadas por sí solas, pues carecían de fuerzas y medios necesarios, para proponer alternativas viables a los posteriores fraccionamientos políticos. El Estado territorial, cuyo primer ensayo había correspondido a los reyes de la Tercera Dinastía de Ur, se hallaba, a pesar de todas las futuras vicisitudes, definitivamente consolidado en Mesopotamia.

Pese a todo las dificultades no desaparecieron. El sur extremo, el “Pais del Mar”, se independizó y comenzaron a producirse las penetraciones de los kasitas, llegando a asentarse algunos de sus clanes en Hana, en el Eufrates medio. Finalmente la destrucción del imperio creado por Hammurabi fue obra de los Hititas, potencia emergente en Anatolia y destructora del reino de Yamhad, que recelaba de los síntomas que presagiaban la expansión de los hurritas. La intervención hitita sobre la escena política y militar internacional, aunque de importantes consecuencias históricas, tuvo una breve duración. Pronto el reino de Hatti hubo de enfrentarse a los ejércitos hurritas a lo largo de la línea del Eufrates, en Karkemish y en tierras de Ashtata (el valle del Eufrates entre Karkemish y Hana). Finalmente no pudo impedir la pérdida del control sobre Siria septentrional, en favor del cada vez más poderoso reino de Hurri, formado sobre la unificación de los diversos principados hurritas.