Los nómadas han constituido uno de los tipos de poblaciones más importantes en el Próximo Oriente, dada la adaptabilidad de su estilo de vida a las condiciones de las zonas semiáridas y desérticas de las que los sedentarios apenas pueden obtener provecho. Pueblos como los haneos, benjamitas, suteos, hebreos o arameos tuvieron una gran importancia en la historia de aquellas tierras. La mayoría de estos nómadas no ocupaban zonas marginales situadas en el exterior de las explotaciones agrícolas de los sedentarios, sino que recorrían, impulsados por la necesidad de la migración estacional, los espacios interpuestos entre las zonas cultivadas.
Las relaciones entre nómadas y sedentarios fueron frecuentes, múltiples, multidireccionales y complejas (en tanto que problemáticas), dando lugar a repercusiones en ambas esferas y estimulando una situación de interdependencia que conocemos con el término de "sociedad dimorfa". Con demasiada frecuencia la estepa semiárida no proporcionaba todos los recursos necesarios para una vida, incluso tan sencilla, como la de los pastores seminómadas. Sin productos agrícolas la dieta no resultaba suficiente por lo que o se compraba grano y otros vegetales a los agricultores o, allí donde las condiciones políticas y medioambientales lo permitían, se convertían en campesinos una parte del año. En verano era frecuente la necesidad de adquirir forraje para alimentar al ganado o de estipular acuerdos con los agricultores que les permitiera acceder a los rastrojos de los campos tras la cosecha. La vida móvil no favorece tampoco la especialización artesanal, por lo que las manufacturas han de ser adquiridas en las ciudades.
Nómadas y sedentarios se realacionaban, en el comercio, en las actividades militares, así como en las laborales. No era extraño observar la presencia de jefes tribales con residencia y posesiones en la ciudad. En ocasiones podía llegarse a formas de relativa integración entre los dos ámbitos, como cuando -en tiempos de Mari- un funcionario -sugagum- era investido de poderes sobre las tribus establecidas en territorios bajo control del palacio, y, además de residir en los poblados de aquellas, realizaba frecuentes visitas a la ciudad. Aún así, tales relaciones no carecían de problemas. Incluso en los momentos de mayor apogeo de la vida sedentaria, las gentes de los palacios y las ciudades consideraba siempre problemática la obediencia de los nómadas que frecuentaban su territorio por causa de su movilidad y de su independencia económica. Razones no les faltaban. Poseemos numerosas referencias que hacen alusión a contingentes tribales que habían rehusado presentarse ante la llamada del palacio, o sencillamente habían enviado muchos menos hombres de los requeridos (Anbar: 1991, 177 ss).
El hecho de que los pastores nómadas o seminómadas estuvieran habitualmente armados, en contraste con el monopolio del armamento detentado por los palacios, junto a su fama de excelentes guerreros -los palacios solían utilizarlos como tropas de élite- servía para ahondar las suspicacias. Su organización para la guerra era así mismo distinta. Las tropas de los nómadas se contraponen a las de los palacios, al igual que toda su forma de vida. El ejército tribal no era una profesión especializada, ni se componía de hombres requisados a la fuerza, sino que estaba formado por todo el pueblo en armas. Ello no les privaba de eficacia militar, siendo sus tácticas también distintas a las empleadas por los sedentarios. La incursión repentina era uno de sus procedimientos favoritos y cuando eran capaces de movilizar grandes contingentes de hombres armados, debido a la alianza entre varias tribus, su fuerza era temible. "Nacido y criado sobre la silla y formado para una carrera de rapiña y venganza, el nómada pastor adopta la preparación bélica como una forma de vida. Con su consumada destreza, una banda nómada puede atacar, robar y desaparecer sin peligro de ser perseguida en la inmensidad, esfumándose sin dejar huella, como un río que desaparece en las arenas del desierto. Con frecuencia los moradores de las ciudades nada pueden oponer a estas tácticas, como no sea una muralla" (Sahlins: 1977, 61).
El gobierno y los dirigentes tribales.
Al no tratarse de una sociedad de clases establecida sobe la base de las diferentes funciones económicas y al no existir, en principio, la concentración de excedentes, el poder político adopta entre los nómadas una dimensión totalmente distinta a la que caracteriza los Estados palatinos y urbanos. La solidaridad y el honor de la comunidad eran confiados y estaban representados por el jefe, que no era sino el depositario temporal del poder que residía en la comunidad entera. No se trataba de un autócrata, sino de alguien que había recibido de la comunidad la capacidad de dar órdenes. No obstante la comunidad se preservaba como tal la no menos importante facultad de desobedecerlo, aunque por lo general cuando un jefe resultaba elegido era para seguirlo. Así mismo el jefe podía ser abandonado o sustituido. Si un jefe se quedaba sin partidarios dispuestos a acatar sus ordenes dejaba de ser jefe. La coerción no podía intervenir para obligar a nadie, pues no existía un monopolio de la fuerza, ni de la ley, ni siquiera de tipo económico, por lo que el prestigio y el consenso eran los requisitos necesarios para ejercer la jefatura.
El prestigio podía proceder tanto de una situación familiar influyente, cuanto, sobre todo, de las propias habilidades personales, bien en el conocimiento y prudente aplicación de las normas de la tradición, como en la capacidad para liderar una acción guerrera, tanto por el valor, como por la fuerza, o la astucia. Ahora bien, en determinados contextos, un jefe militar exitoso, rodeado por un numeroso séquito se incondicionales seguidores armados podía imponer de hecho, como Jefte frente a los "ancianos" de Galaad, su poder a los dirigentes locales, estableciendo una especie de monarquía o, más bien, pseudomonarquía regional de acentuados rasgos militares.
Aún así, la configuración del gobierno era distinta según el grado de desarrollo político alcanzado y de la sección de la sociedad tribal de que se tratara. La perspectiva antropológica comparada nos permite suponer que los grados de integración política variaban en razón directa de la densidad demográfica y de la abundancia de agua y pastos. A medida que se pasa de los grupos menores a los mayores se advierte un carácter más artificial de la cohesión, que precisa de pactos bajo una fuerte sanción religiosa e ideológica. Las alianzas entre las tribus, basadas o no en la mancomunidad migratoria, se sellan mediante un pacto geanológico en el que intervienen vínculos de parentesco, ficticios o inventados, en el sentido tanto de su carácter artificioso o cuanto de la escasa posibilidad de una memoria "real" al respecto. Así, diversas tribus pueden unirse en una entidad mayor, la confederación tribal, bien porque sus miembros estén convencidos de que poseen unos antepasados (míticos) emparentados -o de que comparten unos antepasados (míticos) comunes-, bien porque, de cara a intereses prácticos e inmediatos, están dispuestos a "recordar" la existencia de tales vínculos. Estas relaciones tribales mitigan las frecuentes colisiones entre campamentos vecinos y minimizan la competencia por los pastos.
La necesaria cooperación ante la necesidad de una coordinación anual en el reparto de los pastos constituye uno de los estímulos más potentes para que se produzcan tales acuerdos. En la confederación tribal se alcanza un nivel muy próximo al Estado. Este surgirá, finalmente por presiones exteriores, sobre una base no territorial sino humana. A diferencia del Estado palatino, el Estado "nacional" de génesis tribal no parte de un territorio, sino de grupos de personas, algunos ajenos a la tribu, como los habitantes de algunas aldeas y de las ciudades, que son incorporados mediante un pacto de hermandad. De esta forma, tanto a nivel de confederación tribal, como de Estado "nacional" se mantiene la ficción de parentesco, convertida en soporte simbólico de una organización política compleja.
El tipo de jefatura variaba según las circunstancias. Entre los amoritas y los kasitas se hallaba muy extendida la monarquía tribal, que implica la existencia de un"rey" a la cabeza de la tribu. Los reyes de los haneos eran denominados "padres", mientras que los de los benjamitas se trataban entre ellos de "hermanos". Unos y otros poseían ciudades que constituían el centro político de la monarquía tribal. Los documentos del palacio de Mari nos muestran como las localidades habitadas por los benjamitas dentro de los confines del reino, en los distritos de Mari, Terqa y Saggaratum, se hallaban divididas según las cinco tribus y sus habitantes, y dependían en cierta medida de los reyes de estas tribus, que residían, por el contrario, en "el país alto", fuera de la jurisdicción del palacio. En época de Zimri-Lim los reyes de los benjamitas eran sus vasallos, mientras que los de los haneos se mantuvieron independientes. La corte de estas monarquías tribales reproducía, en una escala distinta, lo que eran signos comunes de la realeza en cualquier otra parte. Las localidades que eran sede de la monarquía tribal contaban con un palacio, ejército permanente, fuerzas de gendarmería, servidores y personal de apoyo, como adivinos etc. (Anbar: 1991, 119 ss). Pero el rey, que era ante todo un jefe tribal, no era un déspota, y aquí estriba la principal diferencia respecto a la realeza palatina. Aunque la tribu reconocía su autoridad, ésta no era absoluta. En ocasiones el comportamiento de los miembros de la tribu hacia su rey se asemeja mucho al comportamiento que mantenían hacia el gobernador palatino del distrito, rehusando acudir, por ejemplo, ante su llamada. La autoridad que estos reyes ejercían sobre los miembros de la tribu que vivían en lugares fuera de su jurisdicción era, por otra parte, compartida con otros dirigentes, como los jefes de clan o de aldea y los "ancianos".
La monarquía tribal no era la única forma política conocida por los nómadas y seminómadas del Próximo Oriente Antiguo. Los jefes suteos no eran reyes. Tampoco lo fueron los jefes tribales gasga, en perpetuo conflicto con los hititas, pese a algún intento aislado que no llegó a a consolidarse, y entre los guteos la monarquía tribal sólo apareció como fórmula eficaz de gobierno tras la conquista del "país de Akkad". Así mismo, a la cabeza de las primitivas tribus israelitas se encontraban los "jueces" -shofet- , dirigentes temporales cuya autoridad no era ni permanente, ni absoluta y no se extendía al conjunto de todas las tribus. Sus aptitudes excepcionales para el mando, basadas en un ascendiente particular que resultaba de una combinación de heroicidad e inspiración divina, no eran transmisibles, por lo que no se perpetuaban en una institución. Resulta realmente significativo que durante la época de estos "jueces", anterior al establecimiento de la monarquía por Saul, ninguno de los intentos por establecer un gobierno unificado basado en la realeza, como los de Gedeón, Abimelec o Jefté, llegara a cuajar definitivamente.
A la cabeza de las villas, aldeas y de las unidades tribales se hallaban los jefes locales, -sugagu- entre los amoritas, -rabanum- en acadio, que eran responsables de la gestión de los asuntos de la comunidad, nómada o sedentaria, que dirigían. En las aldeas y villas más grandes existían varios de ellos que ejercían su actividad simultáneamente. En el desempeño de sus funciones se hallaban asistidos por el concejo de los "ancianos" y los "hombres de bien". El cargo, que podía durar toda la vida, se ocupaba a propuesta de los ancianos y notables, que también poseían la facultad de destituirles, pero el rey o el jefe de la tribu tenía en ambos casos la última palabra. En muchas ocasiones estos jefes locales se hallaban también bajo la autoridad de los gobernadores palatinos de los distritos en que habitaba la población tribal, por lo que eran las autoridades del palacio las encargadas de su nombramiento o destitución. En tales situaciones una de sus tareas más importantes era la de poner a disposición del palacio trabajadores y soldados entre las personas censadas en su demarcación. Eran así mismo responsables, ante su gente, de liberar a los prisioneros y, ante el palacio, de arrestar a los fugitivos. A fin de cuentas representaban a las autoridades, bien fueran tribales o palatinas -o ambas- ante la población, y a la población ante las autoridades.
Los "ancianos", que también representaban a su comunidad en las festividades religiosas y ante las autoridades, con facultad para negociar en su nombre y establecer pactos y acuerdos, eran los jefes de las familias más poderosas. Debido a las peculiaridades de la población seminómada y de su implantación territorial, existían los "ancianos de la aldea", los "ancianos del distrito", nombrados a menudo en los textos junto a los sugagu, así como los "ancianos del país", que representan a la población tribal no asentada o que permanecía fuera de la jurisdicción de los gobernadores y palacios. Los "ancianos" se reunían para establecer consultas y podían ser convocados por el gobernador para, por ejemplo, escuchar a un adivino a las puertas de la ciudad o intervenir en la elección del sugagu. Podían integrar una delegación ante el monarca y mediar en las disputas por una ciudad o villa que a menudo se producían entre los reyes. En el ámbito interior actuaban como árbitros de las desavenencias y conflictos que podían enfrentar a las distintas familias, impidiendo de este modo las continuas venganzas de sangre.
Las decisiones importantes eran tomadas por la asamblea -puhrum- presidida por el jefe y los ancianos. Los acuerdos, para que fueran vinculantes, debían ser tomados no sólo por mayoría sino por unanimidad. La posición de los jefes y los "ancianos" a este respecto era muy influyente, pero si la unanimidad no se alcanzaba nadie podía obligar a los disconformes a actuar en contra de su parecer. La conformación característica de la sociedad tribal, con sus enormes grados de autonomía entre las unidades familiares y suprafamiliares, hacía virtualmente imposible la coerción.
Las relaciones entre nómadas y sedentarios fueron frecuentes, múltiples, multidireccionales y complejas (en tanto que problemáticas), dando lugar a repercusiones en ambas esferas y estimulando una situación de interdependencia que conocemos con el término de "sociedad dimorfa". Con demasiada frecuencia la estepa semiárida no proporcionaba todos los recursos necesarios para una vida, incluso tan sencilla, como la de los pastores seminómadas. Sin productos agrícolas la dieta no resultaba suficiente por lo que o se compraba grano y otros vegetales a los agricultores o, allí donde las condiciones políticas y medioambientales lo permitían, se convertían en campesinos una parte del año. En verano era frecuente la necesidad de adquirir forraje para alimentar al ganado o de estipular acuerdos con los agricultores que les permitiera acceder a los rastrojos de los campos tras la cosecha. La vida móvil no favorece tampoco la especialización artesanal, por lo que las manufacturas han de ser adquiridas en las ciudades.
Nómadas y sedentarios se realacionaban, en el comercio, en las actividades militares, así como en las laborales. No era extraño observar la presencia de jefes tribales con residencia y posesiones en la ciudad. En ocasiones podía llegarse a formas de relativa integración entre los dos ámbitos, como cuando -en tiempos de Mari- un funcionario -sugagum- era investido de poderes sobre las tribus establecidas en territorios bajo control del palacio, y, además de residir en los poblados de aquellas, realizaba frecuentes visitas a la ciudad. Aún así, tales relaciones no carecían de problemas. Incluso en los momentos de mayor apogeo de la vida sedentaria, las gentes de los palacios y las ciudades consideraba siempre problemática la obediencia de los nómadas que frecuentaban su territorio por causa de su movilidad y de su independencia económica. Razones no les faltaban. Poseemos numerosas referencias que hacen alusión a contingentes tribales que habían rehusado presentarse ante la llamada del palacio, o sencillamente habían enviado muchos menos hombres de los requeridos (Anbar: 1991, 177 ss).
El hecho de que los pastores nómadas o seminómadas estuvieran habitualmente armados, en contraste con el monopolio del armamento detentado por los palacios, junto a su fama de excelentes guerreros -los palacios solían utilizarlos como tropas de élite- servía para ahondar las suspicacias. Su organización para la guerra era así mismo distinta. Las tropas de los nómadas se contraponen a las de los palacios, al igual que toda su forma de vida. El ejército tribal no era una profesión especializada, ni se componía de hombres requisados a la fuerza, sino que estaba formado por todo el pueblo en armas. Ello no les privaba de eficacia militar, siendo sus tácticas también distintas a las empleadas por los sedentarios. La incursión repentina era uno de sus procedimientos favoritos y cuando eran capaces de movilizar grandes contingentes de hombres armados, debido a la alianza entre varias tribus, su fuerza era temible. "Nacido y criado sobre la silla y formado para una carrera de rapiña y venganza, el nómada pastor adopta la preparación bélica como una forma de vida. Con su consumada destreza, una banda nómada puede atacar, robar y desaparecer sin peligro de ser perseguida en la inmensidad, esfumándose sin dejar huella, como un río que desaparece en las arenas del desierto. Con frecuencia los moradores de las ciudades nada pueden oponer a estas tácticas, como no sea una muralla" (Sahlins: 1977, 61).
El gobierno y los dirigentes tribales.
Al no tratarse de una sociedad de clases establecida sobe la base de las diferentes funciones económicas y al no existir, en principio, la concentración de excedentes, el poder político adopta entre los nómadas una dimensión totalmente distinta a la que caracteriza los Estados palatinos y urbanos. La solidaridad y el honor de la comunidad eran confiados y estaban representados por el jefe, que no era sino el depositario temporal del poder que residía en la comunidad entera. No se trataba de un autócrata, sino de alguien que había recibido de la comunidad la capacidad de dar órdenes. No obstante la comunidad se preservaba como tal la no menos importante facultad de desobedecerlo, aunque por lo general cuando un jefe resultaba elegido era para seguirlo. Así mismo el jefe podía ser abandonado o sustituido. Si un jefe se quedaba sin partidarios dispuestos a acatar sus ordenes dejaba de ser jefe. La coerción no podía intervenir para obligar a nadie, pues no existía un monopolio de la fuerza, ni de la ley, ni siquiera de tipo económico, por lo que el prestigio y el consenso eran los requisitos necesarios para ejercer la jefatura.
El prestigio podía proceder tanto de una situación familiar influyente, cuanto, sobre todo, de las propias habilidades personales, bien en el conocimiento y prudente aplicación de las normas de la tradición, como en la capacidad para liderar una acción guerrera, tanto por el valor, como por la fuerza, o la astucia. Ahora bien, en determinados contextos, un jefe militar exitoso, rodeado por un numeroso séquito se incondicionales seguidores armados podía imponer de hecho, como Jefte frente a los "ancianos" de Galaad, su poder a los dirigentes locales, estableciendo una especie de monarquía o, más bien, pseudomonarquía regional de acentuados rasgos militares.
Aún así, la configuración del gobierno era distinta según el grado de desarrollo político alcanzado y de la sección de la sociedad tribal de que se tratara. La perspectiva antropológica comparada nos permite suponer que los grados de integración política variaban en razón directa de la densidad demográfica y de la abundancia de agua y pastos. A medida que se pasa de los grupos menores a los mayores se advierte un carácter más artificial de la cohesión, que precisa de pactos bajo una fuerte sanción religiosa e ideológica. Las alianzas entre las tribus, basadas o no en la mancomunidad migratoria, se sellan mediante un pacto geanológico en el que intervienen vínculos de parentesco, ficticios o inventados, en el sentido tanto de su carácter artificioso o cuanto de la escasa posibilidad de una memoria "real" al respecto. Así, diversas tribus pueden unirse en una entidad mayor, la confederación tribal, bien porque sus miembros estén convencidos de que poseen unos antepasados (míticos) emparentados -o de que comparten unos antepasados (míticos) comunes-, bien porque, de cara a intereses prácticos e inmediatos, están dispuestos a "recordar" la existencia de tales vínculos. Estas relaciones tribales mitigan las frecuentes colisiones entre campamentos vecinos y minimizan la competencia por los pastos.
La necesaria cooperación ante la necesidad de una coordinación anual en el reparto de los pastos constituye uno de los estímulos más potentes para que se produzcan tales acuerdos. En la confederación tribal se alcanza un nivel muy próximo al Estado. Este surgirá, finalmente por presiones exteriores, sobre una base no territorial sino humana. A diferencia del Estado palatino, el Estado "nacional" de génesis tribal no parte de un territorio, sino de grupos de personas, algunos ajenos a la tribu, como los habitantes de algunas aldeas y de las ciudades, que son incorporados mediante un pacto de hermandad. De esta forma, tanto a nivel de confederación tribal, como de Estado "nacional" se mantiene la ficción de parentesco, convertida en soporte simbólico de una organización política compleja.
El tipo de jefatura variaba según las circunstancias. Entre los amoritas y los kasitas se hallaba muy extendida la monarquía tribal, que implica la existencia de un"rey" a la cabeza de la tribu. Los reyes de los haneos eran denominados "padres", mientras que los de los benjamitas se trataban entre ellos de "hermanos". Unos y otros poseían ciudades que constituían el centro político de la monarquía tribal. Los documentos del palacio de Mari nos muestran como las localidades habitadas por los benjamitas dentro de los confines del reino, en los distritos de Mari, Terqa y Saggaratum, se hallaban divididas según las cinco tribus y sus habitantes, y dependían en cierta medida de los reyes de estas tribus, que residían, por el contrario, en "el país alto", fuera de la jurisdicción del palacio. En época de Zimri-Lim los reyes de los benjamitas eran sus vasallos, mientras que los de los haneos se mantuvieron independientes. La corte de estas monarquías tribales reproducía, en una escala distinta, lo que eran signos comunes de la realeza en cualquier otra parte. Las localidades que eran sede de la monarquía tribal contaban con un palacio, ejército permanente, fuerzas de gendarmería, servidores y personal de apoyo, como adivinos etc. (Anbar: 1991, 119 ss). Pero el rey, que era ante todo un jefe tribal, no era un déspota, y aquí estriba la principal diferencia respecto a la realeza palatina. Aunque la tribu reconocía su autoridad, ésta no era absoluta. En ocasiones el comportamiento de los miembros de la tribu hacia su rey se asemeja mucho al comportamiento que mantenían hacia el gobernador palatino del distrito, rehusando acudir, por ejemplo, ante su llamada. La autoridad que estos reyes ejercían sobre los miembros de la tribu que vivían en lugares fuera de su jurisdicción era, por otra parte, compartida con otros dirigentes, como los jefes de clan o de aldea y los "ancianos".
La monarquía tribal no era la única forma política conocida por los nómadas y seminómadas del Próximo Oriente Antiguo. Los jefes suteos no eran reyes. Tampoco lo fueron los jefes tribales gasga, en perpetuo conflicto con los hititas, pese a algún intento aislado que no llegó a a consolidarse, y entre los guteos la monarquía tribal sólo apareció como fórmula eficaz de gobierno tras la conquista del "país de Akkad". Así mismo, a la cabeza de las primitivas tribus israelitas se encontraban los "jueces" -shofet- , dirigentes temporales cuya autoridad no era ni permanente, ni absoluta y no se extendía al conjunto de todas las tribus. Sus aptitudes excepcionales para el mando, basadas en un ascendiente particular que resultaba de una combinación de heroicidad e inspiración divina, no eran transmisibles, por lo que no se perpetuaban en una institución. Resulta realmente significativo que durante la época de estos "jueces", anterior al establecimiento de la monarquía por Saul, ninguno de los intentos por establecer un gobierno unificado basado en la realeza, como los de Gedeón, Abimelec o Jefté, llegara a cuajar definitivamente.
A la cabeza de las villas, aldeas y de las unidades tribales se hallaban los jefes locales, -sugagu- entre los amoritas, -rabanum- en acadio, que eran responsables de la gestión de los asuntos de la comunidad, nómada o sedentaria, que dirigían. En las aldeas y villas más grandes existían varios de ellos que ejercían su actividad simultáneamente. En el desempeño de sus funciones se hallaban asistidos por el concejo de los "ancianos" y los "hombres de bien". El cargo, que podía durar toda la vida, se ocupaba a propuesta de los ancianos y notables, que también poseían la facultad de destituirles, pero el rey o el jefe de la tribu tenía en ambos casos la última palabra. En muchas ocasiones estos jefes locales se hallaban también bajo la autoridad de los gobernadores palatinos de los distritos en que habitaba la población tribal, por lo que eran las autoridades del palacio las encargadas de su nombramiento o destitución. En tales situaciones una de sus tareas más importantes era la de poner a disposición del palacio trabajadores y soldados entre las personas censadas en su demarcación. Eran así mismo responsables, ante su gente, de liberar a los prisioneros y, ante el palacio, de arrestar a los fugitivos. A fin de cuentas representaban a las autoridades, bien fueran tribales o palatinas -o ambas- ante la población, y a la población ante las autoridades.
Los "ancianos", que también representaban a su comunidad en las festividades religiosas y ante las autoridades, con facultad para negociar en su nombre y establecer pactos y acuerdos, eran los jefes de las familias más poderosas. Debido a las peculiaridades de la población seminómada y de su implantación territorial, existían los "ancianos de la aldea", los "ancianos del distrito", nombrados a menudo en los textos junto a los sugagu, así como los "ancianos del país", que representan a la población tribal no asentada o que permanecía fuera de la jurisdicción de los gobernadores y palacios. Los "ancianos" se reunían para establecer consultas y podían ser convocados por el gobernador para, por ejemplo, escuchar a un adivino a las puertas de la ciudad o intervenir en la elección del sugagu. Podían integrar una delegación ante el monarca y mediar en las disputas por una ciudad o villa que a menudo se producían entre los reyes. En el ámbito interior actuaban como árbitros de las desavenencias y conflictos que podían enfrentar a las distintas familias, impidiendo de este modo las continuas venganzas de sangre.
Las decisiones importantes eran tomadas por la asamblea -puhrum- presidida por el jefe y los ancianos. Los acuerdos, para que fueran vinculantes, debían ser tomados no sólo por mayoría sino por unanimidad. La posición de los jefes y los "ancianos" a este respecto era muy influyente, pero si la unanimidad no se alcanzaba nadie podía obligar a los disconformes a actuar en contra de su parecer. La conformación característica de la sociedad tribal, con sus enormes grados de autonomía entre las unidades familiares y suprafamiliares, hacía virtualmente imposible la coerción.