La relgión en el Próximo Oriente Antiguo: consideraciones previas

La actitud de las gentes del Próximo Oriente Antiguo hacia la religión difería sustancial y formalmente de la nuestra. Para empezar, la religión era, sobre todo, una explicación del mundo sin la concurrencia o competencia, como ocurre en nuestro tiempo, de unos conocimientos científicos y filosóficos. Pero siendo el mundo una realidad social, además de natural, no deberá extrañarnos que la religión fuera una explicación de la sociedad, de la vida de las personas y las relaciones que establecen entre sí y con la naturaleza, por medio de mitos cuyo valor concluyente se reconfirmaba periódicamente a través de diversos rituales, que no eran sino la rememoración y reactualización del acontecimiento primordial que el mito explicaba.

Tampoco deberá extrañarnos, por consiguiente, que, siendo esto así, la religión se convirtiera finalmente en una forma de justificar la sociedad y el orden social establecido allí donde las desigualdades de todo tipo habían hecho su aparición y se habían consolidado. En este sentido, la religión, como instrumento de control social, resultaba a la larga más eficaz que la coacción y la represión, aunque no siempre suficiente. Ello explica también las diferencias entre la religión de los nómadas, que trataremos más adelante, y a su peculiar modo de vida, y la de los agricultores sedentarios y gentes de las ciudades.

Por otra parte, la oposición que nosotros establecemos entre magia y religión era inexistente, siendo la magia un conjunto de técnicas y procedimientos destinados a lograr un determinado objetivo en el ámbito de lo sobrenatural. Así, en vez de la plegaria o la invocación, la magia usaba sobre todo de la manipulación, pero actuaba en la misma esfera que la religión y trataba con los mismos entes sobrenaturales que aquella. Se puede hablar, por tanto, de una eficacia mágica y una eficacia religiosa que no estaban reñidas o contrapuestas, sino que, por el contrario, muy a menudo actuaban complementándose. La magia, como un instrumento, como una técnica destinada a forzar el orden sobrenatural, se integraba comunmente en el mismo contexto que la religión, incluso a nivel de sus manifestaciones más oficiales, no sólo como un remedio popular, y en realidad sólo difería de ésta en los procedimientos por los que se pretendía alcanzar un fin determinado, la manipulación frente a la imploración o la súplica. Muchos de los rituales religiosos tenían componentes claramente mágicos. Así, cuando el rey, en el transcurso de un ceremonial de fertilidad, realizaba una libación sobre el surco recién abierto en la tierra, se esperaba por analogía que su eficacia hiciera traer las lluvias necesarias para la futura cosecha. En Ugarit, como en Egipto, Babilonia y otros lugares de la Antigüedad, era el mismo sacerdote el que ejercía a la vez la función de "mago", que no era una ocupación distinta, sino una parte integrante de su dedicación religiosa.

Finalmente, la separación entre lo natural y lo sobrenatural, tan bien establecida en nuestra época, no resultaba allí tan clara. Con esto no se quiere decir que no existieran contrastes entre lo sagrado y lo profano, pero lo cierto es que muchas de las actividades más comunes -productivas y reproductivas- participaban de un modo un otro en lo sagrado, en la medida que repetían una ación llevada a cabo en el origen de los tiempos por un ser sobrenatural, lo que les confería precisamente su eficacia, de tal forma que sólo eran enteramente profanas aquellas que no tenían una significación mítica, y éstas no eran tan abundantes como entre nosotros.

Siendo en gran medida el Próximo Oriente Antiguo una encrucijada de pueblos y gentes, varios son los contextos históricos y socioculturales en los que abundaron los fenómenos de identificación que conocemos con el nombre de sincretismos, así como las influencias recíprocas. El más temprano corresponde a la coexistencia entre sumerios y acadios. Los dioses acadios, si bien no son simples réplicas de las divinidades sumerias, se sincretizaron con aquellas muy pronto en el marco de un proceso por el cual los semitas orientales resultaron profundamente influidos por los sumerios. Más tarde hurritas e hititas acogieron elementos y divinidades procedentes de Siria y Mesopotamia, y se detectan asimismo influencias mutuas.

La presencia de divinidades, mitos y rituales de procedencia hurrita fue notoria en el imperio hitita. En este sentido fue destacado el papel de algunas princesas mitanias convertidas en reinas, pero, al mismo tiempo, los reyes hititas promovieron el prestigio de dioses y santuarios hurritas con fines de control político. Mediante el sincretismo se produjo la incorporación al panteón hitita de divinidades como Khebat, Teshub y Sharruma, la tríada de dioses hurritas, que se identificó con los grandes dioses del culto estatal de Hatti. En el santuario de Yazilikaya, próximo a Hattusa, la representación de los dioses denota asimismo fuertes influencias hurritas. Se aspiraba, de esta forma, a controlar un patrimonio religioso tan amplio y complejo como el propio imperio. Admitiendo, mediante una identificación formal, todos aquellos dioses en su capital, el monarca hitita podía presentarse como sacerdote oficiante de su culto.

Rasgos de origen hitita e hurrita penetraron también en el universo religioso de los asirios en el que había divinidades procedentes de aquellos panteones, como Tegub, dios de la tormenta, o la diosa Hepat. Pero la vida espiritual asiria debía mucho más a Babilonia de donde llegaron dioses como Marduk y Nabu que, calurosamente acogidos por un sacerdocio fascinado por la grandeza babilónica, llegaron a disputar a Assur su primacía al frente del panteón propio. Finalmente el sincretismo entre los dos universos espirituales hace particularmente innecesario trazar las diferencias entre la religión propiamente babilónica y la estrictamente asiria. No en vano, esta poderosa influencia de Babilonia, que encontró una calurosa acogida sobre todo en los medios intelectuales, se superponía a una más antigua tradición meridional presente en Asiria y procedente de los «paises de Sumer y Akkad». Así, viejas divinidades meridionales, como la diosa Ishtar, ocupaban desde mucho tiempo atrás un puesto importante entre los dioses asirios y lo mismo ocurría entre los hurritas y los hititas. De hecho, en la base de la cultura asiria se hallan los logros de los antiguos sumerios, acadios y babilonios, cuyas escrituras, literatura y religión fueron ampliamente imitadas desde los viejos tiempos de Subartu por los pobladores del curso medio del Tigris.

Por último hemos de mencionar las fuertes influencias de la religión cananea sobre los hebreos que supusieron la adopción de divinidades, prácticas de culto y sacrificios, como ocurrió con el molk. Dicha influencia ha sido interpretada en dos sentidos distintos. Como un conjunto de elementos y rasgos ajenos a la tradición de los israelitas e introducidos posteriormente por vía de la vocación política procananea de algunos reyes de Israel, de entre los que Salomón destaca como primer ejemplo, o, por el contrario, pertenecientes a un mismo fondo cultural común que es rechazado a medida que el proceso nacionalista, amenazado por el expansionismo de los grandes imperios como el asirio, tiende a identificarse con los profetas de Yahvé. Lo cierto es que las divinidades cananeas -Baal, Astarté, Betel-, así como sus representaciones -betilos, cipos y asheras- y sitios de culto -lugares altos, collados, bosquecillos- ocuparon durante un tiempo un papel importante en Israel y Judá. En las mismas afueras de Jerusalén se hallaba el tofet en el que niños y niñas eran pasados por el fuego en honor a Moloc.

Dicho esto es necesario precisar que el conocimiento de las creencias y prácticas religiosas en el Próximo Oriente Antiguo constituye una tarea ardua que se ve muy condicionada por las limitaciones documentales así como por la variedad de experiencias religiosas, tanto dentro de una misma área, país o cultura (Babilonia, Hatti, Canaán...) -con los contrastes escasamente definidos entre la religión oficial y la religiosidad popular, de la que apenas sabemos nada-, cuanto entre las diversas regiones y épocas históricas entre sí. En líneas muy generales, el elemento atmosférico estaba más acentuado entre las divinidades hititas que en ninguna otra parte, los iranios tenían una percepción especial del contraste entre espíritu y materia, y su religión, a diferencia de muchas otras, había asimilado la idea de la libre elección; el antropomorfismo de los dioses constituía una característica destacada en Mesopotamia y Siria, mientras que los sacrificios humanos, que parecen haber constituido por doquier una excepción, fueron más frecuentes en algunos lugares de Canaán, incluidos los israelitas. Nuestro conocimiento resulta, empero, extraordinariamente desigual, y no podemos sino plantear una serie de aspectos sumamente generales.

La funcionalidad de la religión.
Seguramente a estas alturas resultará innecesario decir que la religión no es un mero conjunto de supersticiones. Tampoco podemos reducirla a las vivencias y espectativas en relación con lo sobrenatural, numinoso o trascendente que experimentan los individuos pertenecientes a una sociedad determinada Como un subsistema propio dentro de cada cultura, incluye rituales y creencias que tienen que ver con cosas materiales, y su pervivencia multisecular no puede ser sólo explicada en términos de conservadurismo, analfabetismo o fanatismo, sino que es obvio que la religión aporta beneficios concretos de tipo psicológico-anímico y de índole práctica. Estos últimos tienen que ver en muchos casos con la movilización conjunta de los esfuerzos orientados a un fín y con el control y la regulación del orden social. También incluye la regulación de muchos aspectos de la vida y de sus condicionamientos materiales.

Llos dioses, o al menos algunos de ellos, se caracterizaban por castigar las conductas socialmente desviadas, recompensando, al mismo tiempo, el actuar dentro de la norma considerada justa. El hecho de que el premio o la sanción se esperase en esta vida, sin quedar aplazado para un más allá que se concebía en general poco alagüeño, y de que su frecuente falta de correlación con la realidad llegara a desatar, como se percibe en algunas muestras de la literatura, un notable escepticismo, no significaba que, en líneas generales, no resultase válido. Como promesa diferida en el tiempo, apaciguaba sobre todo a los humildes, que eran quienes, socialmente, podían percibir en mayor medida el alcance de las injusticias y quienes menos capacidad tenían para corregirlas o atenuarlas.

La voz de toda aquella gente no nos ha llegado, silenciada en unos textos que se ocupan preferentemente de las elites, salvo, como vimos en el capítulo destinado a la sociedad, mediante algunos proverbios y refranes que indican como no eran inmunes al malestar ocasionado por la explotación y las arbitrariedades. Precisamente para ellos la religión mantenía la espectativa de que el funcionario corrupto fuera descubierto y castigado por el rey, el noble arbitrario y prepotente derrotado por los enemigos, el ciudadano deshonesto y rapaz castigado con la enfermedad o la falta de descendencia. Cuando esto no sucedía así, no cabían demasiadas preguntas, sino la resignación en la esperanza de que alguna vez sucediera de otra forma.

Por supuesto tal sistema sólo podía funcionar si la injusticia y la arbitrariedad más manifiestas eran percibidas, no como formando parte inherente del orden establecido y querido por los dioses, sino, por el contrario, como desviaciones o faltas puntuales que no llegaban a afectarlo en su totalidad. Dicha percepción, en la que la alternativa no consistía en sustituir un orden injusto por otro mejor, sino en eliminar la injusticia del único orden posible, era consecuencia de la ideología dominante, reforzada por la propaganda política y religiosa.

La injusticia y la arbitrariedad se resolvían, de acuerdo a las normas sociales, mediante actos que eliminaban, al menos momentáneamente, las consecuencias de los comportamientos perversos y desviados, restableciendo de ese modo el equilibrio y la rectitud en el orden imperante. Tales actos correspondían en primer lugar al rey, y de ahí los edictos de reforma que instauraban la rectitud en el país, a los jueces y tribunales que establecían sentencia, y en un nivel mucho más inmediato, sobre todo en ambientes rurales y entre los pueblos nómadas, a la comunidad misma, bien en su conjunto, bien por medio de los grupos familiares. Todos ellos se hallaban presididos por los dioses y en todos ellos se trataba, en definitiva, de restaurar el equilibrio, la rectitud, queridos por las divinidades.

Existía la extendida creencia en que la falta, el pecado, podía en mucho casos no ser consecuencia de un comportamiento premeditado, sino de una involuntaria desviación en la atención exigida por los dioses. Esto, unido a la convicción de que muchas de las desgracias que sobrevienen a las personas tenían su origen en demonios y potencias maléficas a las que sólo se podía combatir mediante la magia y el exorcismo, y junto con el deseo de una larga vida que se veía incrementado por la ausencia de una escatología -deseo se podía conseguir con un comportamiento piadoso que incluía realizar numerosos sacrificios-, generaban un estado de ánimo y de conciencia que reforzaban el control social ejercido por la religión.

La ausencia de una expectativa que implicara una sustitución del orden imperante por otro diferente, además de ser alimentada por medio de recursos ideológicos, como la propaganda y la mistificación, era ritual y ceremonialmente compensada mediante actos y liturgias, cuyo objetivo consistía en la renovación del mundo a escala cósmica, y asegurar cada año la prosperidad y el bienestar inmediatos. Las fiestas religiosas promovidas por los templos formaban parte de las armas ideológicas. En dichas celebraciones, en las que la vida pública alcanzada su más alta intensidad, y que tenían lugar en momentos importantes del ciclo agrícola, en primavera u otoño, se predisponía a la gente a actuar de acuerdo a las normas establecidas y a participar activamente en los trabajos necesarios para llevar a buen fín las expectativas de abundancia y prosperidad.

Sería engañarnos pensar que el pueblo participaba en tales celebraciones como una colectividad de autómatas adoctrinados por la clase sacerdotal. En la parte en que estaba prevista su intervención, por ejemplo en el "descenso" en busca del dios cautivo durante el festival del Año Nuevo, el pueblo adquiría protagonismo mediante las manifestaciones de dolor por la pérdida del dios, que llegaban a alcanzar un elevado grado de emoción. Con ello se conseguían dos cosas, dar rienda suelta a los sentimientos religiosos más profundos de unas gentes que estaban excluidas del culto cotidiano, y hacer partícipe a la comunidad de la renovación y preservación del único orden posible, aquel que fue establecido originariamente por los dioses. Con ello se aumentaban los sentimientos individuales de identificación con la comunidad y sus gobernantes, por lo que, desde esta perspectiva, los ceremoniales actuaban reforzando la cohesión social.

Las visitas de los dioses al rey, en la solemne procesión de sus estatuas que eran recibidas en palacio, y la del rey al templo, materializaban los lazos que existían entre ellos, lo que era algo más que un mero simbolismo, ya que existía a creencia de que los dioses residían verdaderamente en su imágenes. Muchos de estos actos eran públicos, por lo que el pueblo presenciaba, al menos en parte, esta buena disposición mutua, que no era una simple cuestión de cortesía, sino una parte necesaria y vital en el mantenimiento del orden cósmico y social que, no lo olvidemos, eran una misma cosa. Así ocurría, por ejemplo, cuando las estatuas de los dioses eran llevadas a la Cámara de los Destinos para que, coincidiendo con el rejuvenecimiento de la naturaleza, bendijeran la renovación de la sociedad.