El proceso histórico (II)

La segunda mitad del segundo milenio: los imperios regionales en lucha.
El Bronce Tardío (1550-1200) en el Próximo Oriente, también conocido como período de los imperios combatientes, se caracterizó por la pérdida de la posición central que hasta aquel momento había ostentado la Mesopotamia centro-meridional. A diferencia de lo que había ocurrido a finales del Bronce Antiguo, no hubo ruptura ni discontinuidad entre el nuevo periodo y el anterior, por lo que la supuesta "edad oscura" a comienzos de éste (siglo XVI) no parece haber sido tal, sino más bien la consecuencia de un descenso en la cantidad de documentos que nos han llegado, debido en parte a que las reorganizaciones políticas que dieron lugar a la aparición de nuevas formaciones estatales, Mitanni y la Babilonia kasita, supusieron una primera fase de asentamiento de los procedimientos administrativos.

No existen, por otro lado, trazas de una oleada de invasores indo-iranios a comienzos del periodo, como se ha venido suponiendo a menudo, que supuestamente arropados por su ventaja militar y su movilidad se hubieran constituido en élites dominantes sobre las poblaciones autóctonas, hurritas o semitas. Por el contrario parece que, junto con la difusión del caballo y el carro de guerra de dos ruedas, se produjo también la de los vocablos de índole técnica relacionados con su uso y el gusto por una onomástica de sabor indo-iranio, elementos todos ellos que no eran recientes, sino que desde inicios del II milenio habían sido introducidos en el Próximo Oriente Antiguo por gentes indoeuropeas, desde Anatolia y el Asia central, aprovechando el vacío político y demográfico que había caracterizado la transición del Bronce Antiguo al Medio.

Mientras la Babilonia kasita quedaba relegada a un papel cultural de primer orden, el protagonismo en la contienda política, que se desplaza hacia la franja mediterránea de Siria y Palestina, estaba ahora en manos de imperios de dimensiones regionales, como Mitanni o Hatti, que combatiran entre sí y contra Egipto. La constatación de esta realidad por las elites cortesanas de tales imperios sustituirá la anterior concepción monocéntrica del mundo por otra policéntrica, lo que en el ámbito de la política exterior y de la guerra, que adquiere ahora un carácter aristocrático, se traduce por la existencia de pactos, compromisos y reglas que obligan a todos los contendientes que se reconocen entre sí como potencias con un poder equivalente. Finalemente Asiria reaparecerá como una de estas potencias y, tras poner fín junto con Hatti a la existencia de Mitanni, bajo cuyo yugo había vivido un largo tiempo, el final del periodo queda marcado por su prolongado enfrentamiento militar con Babilonia.

En líneas generales el periodo conocerá la aparición de un nuevo equilibrio regional, consecuencia del desplazamiento del epicentro político y comercial hacia el N.O, con la definitiva eclosión de la alta Mesopotamia, Siria septentrional y Anatolia. La periferia se había convertido en centro y el centro se tornaba periferia. La estabilidad de las potencias regionales que surgen y se consolidan durante esta época será, en general, mayor que la de los anteriores imperios mesopotámicos, y la internacionalización de las relaciones exteriores, diplomáticas o de contienda, conocerá la presencia, militar o comercial, en el Próximo Oriente de Egipto, Chipre y el mundo micénico.

La articulación política se estableció a dos niveles en pequeños y grandes reinos, que a su vez impusieron un sistema de relaciones horizontales, no siempre amistosas, pero en grado de igualdad de trato entre las grandes potencias, y otro de relaciones verticales, de vasallaje y sometimiento que supeditaba los pequeños reinos, que a menudo conservaban sus dinastías, a los más poderosos. En el marco político, un restringido número de "grandes reyes" sentados en el trono de las grandes potencias (Egipto, Mitanni, Hatti, Babilonia y, finalmente, Asiria) y que se dan el tratamiento de "hermanos" en la correspondencia diplomática, mantienen entre ellos una relación de amistad o conflicto, según los casos, y de hegemonía, al mismo tiempo, respecto a los monarcas y príncipes de los estados subordinados a su autoridad, que renovaban periódicamente su lealtad mediante el envío de regalos a la corte imperial, donde algunos de sus hijos se educaban en calidad de huéspedes del "gran rey".

En un sistema como aquel, cada cual era responsable de mantener el orden y el control sobre su propio territorio, a fin de facilitar la circulación de mercancías y servicios demandados por las grandes cortes. Para ello los pequeños reinos y principados, solicitaban a menudo, la asistencia de su señor, el "gran rey", que enviaba refuerzos militares o establecía guarniciones. En el terreno de los intercambios económicos, que asumieron en gran medida la forma de "regalos" recíprocos entre las cortes de las grandes potencias, las necesidades incrementadas del comercio exterior, al haber quedado definido un espacio económico más amplio, que rebasa los límites del Próximo Oriente, favorecieron una interacción muy intensa, protegida bien por vía de los métodos diplomáticos o por los del esfuerzo militar.

De modo paralelo, en el ámbito interno la alianza entre la realeza y la nueva aristocracia militar supuso una mayor subordinación de los sectores ciudadanos, que verán su situación comprometida, social y económicamente, siendo reemplazados como factor militar por los guerreros de élite, a los que los monarcas entregarán concesiones de tierras para su disfrute. Esta solidaridad en la cúspide entre el rey y sus aristocráticos guerreros tendrá como consecuencia una profundización de la distancia social, marcada también por el decaimiento productivo, en la medida que el esfuerzo por obtener bienes y recursos del exterior encuentra su parangón en una mayor presión en el interior del sistema sobre la población trabajadora, y será otra de las características del periodo.

La despoblación, consecuencia de una crisis demográfica que tenía a su vez causas productivas y sociales, fue una tendencia en aumento durante todo este período en el Próximo Oriente. La caída de los niveles de la producción estaba originada por el progresivo deterioro del sistema de canales que aseguraba la irrigación de los campos, la creciente salinización de las tierras y el consecuente abandono de éstas, que pasaban a convertirse en espacios propicios únicamente para un aprovechamiento pastoril semi-nómada. El empobrecimiento de la población productiva, y por tanto el descenso de la natalidad, fue incrementado por las gravosas prestaciones que los palacios imponían sobre los habitantes de las ciudades y territorios que controlaban, lo que originó que mucha gente intentara escapar a su control adentrándose en las zonas abandonadas, alternando el pastoreo con la rapiña como formas de subsistencia. En las comarcas semi-aridas de la alta Mesopotamia y Transjordania se extendió profusamente el modo de vida nómada, mientras que en Anatolia y en Siria grandes ciudades eran abandonadas y los asentamientos quedaron restringidos a los valles irrigados.

Las guerras -entre Egipto y Mitanni primero, Egipto y el Imperio hitita despues, Asiria y Babilonia, Asiria y el Imperio hitita finalmente- y las deportaciones, así como la imposición de tributos a vastos territorios sometidos tras las campañas y conquistas militares, constituyeron otros tantos factores que agravaron la situación de penuria, material y humana, dando lugar a hambrunas y epidemias. El comercio disminuyó y las relaciones con el exterior se hicieron cada vez más difíciles. Sobre este panorama desolador, que reúne en un cuadro de tintes sombríos las causas internas de la crisis final de la Edad del Bronce, incidirán por último movimientos violentos de gentes que, desarraigadas y desaparecidas sus anteriores formas de vida, irrumpen, como una consecuencia más de la crisis que llega a alcanzar el Egeo, en una oleada destructora sin precedentes. Desde otro ámbito, las migraciones de caldeos y arameos causaron el colapso definitivo.

La transicion al primer milenio: la crisis de los imperios y el apogeo de los pequeños estados.
La crisis del siglo XII supuso el final de la Edad del Bronce y el comienzo de la del Hierro. La ruptura que separa a ambas se manifestó en todos los ámbitos. La desaparición del sistema político inter-regional, con la caída del Imperio hitita, la pronunciada decadencia de Egipto, el eclipse de Asiria y Babilonia, y la destrucción de otros estados y reinos en Siria y Palestina, dio paso a la formación de nuevas entidades políticas sobre una base en la que la identidad étnico-cultural, más que la territorialidad y la gestión administrativa, se convirtió en aglutinante de su carácter "nacional", y fue acompañada de innovaciones tecnológicas, de transformaciones en el orden económico y social y, por supuesto, en el cultural. En este último contexto la arameización progresiva constituyó la tendencia dominante. El debilitamiento y la crisis última del sistema palacial, motivado por el descenso demográfico y productivo así como por las guerras e invasiones, ocasionó un extremado enrarecimiento de las actividades comerciales y manufactureras tradicionales, que trajo consigo una notoria precariedad de la producción de bronce, lo que facilitó finalmente la difusión de la tecnología del hierro.

En los comienzos del siglo X la crisis (demográfica, económica, política, cultural) había alcanzado también Mesopotamia, afectada además por las guerras precedentes que enfrentaron a Asiria, Babilonia y Elam. Sobre el despoblamiento y la caída de la productividad provocados por la pérdida de suelo agrícola (salinización), el colapso del sistema de irrigación y la degradación de la administración local, habían incidido entonces los efectos de las destrucciones bélicas, de las invasiones, de la inestabilidad política, ocasionando terribles hambrunas y epidemias. La población se redujo drásticamente y la pauperización parece haber constituido la tendencia dominante. Tras Tiglat Pilaser I Asiria había quedado reducida a sus mínimos términos, acosada por los arameos y los frigios, y Babilonia fue presa de las luchas dinásticas y de la mayor inestabilidad política de su historia.

El inicio de la Edad del Hierro (1200-900) se caracterizó, consiguientemente, por la desaparición en el escenario internacional del Próximo Oriente Antiguo de los grandes y poderosos estados que habían impuesto durante algunos siglos un equilibrio de fuerzas acorde a sus intereses. Las poblaciones de Siria-Palestina se vieron especial y favorablemente afectadas por ello, logrando una autonomía que durante siglos les había sido sustraída por la presencia hegemónica de los imperios que controlaban la región. En aquellas tierras, así como en la alta Mesopotamia, los estados neohititas y arameos, las ciudades marítimas cananeo-fenicias, el reino de Israel y luego el de Judá en Palestina, fueron clara expresión de la nueva era de independencia.

Salvo en algunos pocos casos, no existía una línea de continuidad con el periodo precedente, pues estos estados diferían de las organizaciones políticas anteriores, típicas de la Edad del Bronce, centradas en el palacio urbano y en su papel fiscal y administrativo. Se trataba de nuevas formaciones cuyas estructuras se habían conformado, más de acuerdo a factores de identidad lingüística, religiosa, de usos y hábitos, que podríamos decir "nacional", que a criterios territoriales y burocráticos. Por supuesto, mayor o menor poseían un territorio pero éste era ante todo el espacio que habitaba y con el que se identificaba la comunidad "nacional".

Los imperios del primer milenio: Asiria y Babilonia.
El resurgimiento de Asiria a lo largo de los siglos IX y VIII constituyó un fenómeno histórico que, no sin dificultades, concluiría en la aparición de un poder político dotado de un ímpetu expansivo hasta entonces desconocido. La creación del Imperio fue lenta y trabajosa, desarrollándose a lo largo de sucesivas etapas. De las primeras campañas para restablecer el territorio nacional, tras la crisis de finales de la Edad del Bronce, se pasó a las guerras de rapiña, en el transcurso de las cuales los asirios se encontraron con reinos cada vez más grandes y poderosos: los neohititas y los arameos de Siria, luego Urartu y por fin Elam y Egipto.

Mientras los pequeños principados próximos a Asiria pudiesen ser saqueados y obligados a pagar anualmente el precio de su independencia, no era necesario anexionárlos ni gobernarlos directamente. Pero con el tiempo las guerras de rapiña dieron lugar a las de conquista, y éstas a la anexión de los territorios y poblaciones sometidos. La cristalización del nuevo Imperio de Asiria, fue tanto una obra política como militar, con un fuerte componente económico. La creación, primero, de una "periferia" que era extorsionada mediante campañas militares y de la que se obtenían cuantiosos tributos, para más tarde ser convertida en territorio del imperio y sometida a explotación sistemática. Por otra parte los asirios pretendían asegurarse una salida al mar, de la que siempre habían carecido, lo que suponía el control de los territorios en torno al Habur y el alto Eufrates.

Las viejas relaciones en escala vertical entre reyes poderosos y monarcas tributarios, así como las campañas militares que las hacían posibles pasaron a pertenecer a otro tiempo, y como tales fueron a la postre sustituidas por la conquista sistemática, la deportación de las poblaciones vencidas, la incorporación al Imperio de los territorios ocupados y un nuevo tipo de guerra que asegurara el predominio del poderío asirio y la consolidación de sus conquistas.

Lejos de haber quedado saldados, los enfrentamientos entre Asiria y Babilonia renacen en este periodo alcanzado, en virulencia creciente, cotas de conflictividad muy elevadas, hasta el punto de que Asiria llegará a apoderarse de su rival meridional, imponiendo en su trono al mismo monarca que regía sus destinos. De esta forma Asiria unificará Mesopotamia a sus expensas. Pero, la doble monarquía asirio-babilonia no fue capaz, sin embargo, y a pesar de las drásticas medidas de represión empleadas, de bloquear las tendencias que en la baja Mesopotamia, y alentadas por los caldeos procedentes del País del Mar, pugnaban por recuperar la independencia perdida.

Finalmente, agotado por los esfuerzos requeridos, las revueltas internas y la multiplicación de las amenazas exteriores, el Imperio que Asiria había creado, se desmembró, no sin antes haber intentado sin éxito la conquista de Egipto, bajo los golpes de babilonos y medos, en efímero beneficio de Babilonia, su vieja rival de la Mesopotamia centro-meridional. Más allá de las conquistas, la represión militar y el poder de los palacios provinciales, el Imperio carecía de unidad. Muchas de sus partes no mantenían una sólida relación económica entre sí, la unidad lingüística se había realizado a expensas del asirio en favor del arameo, y la activa y constante política de deportaciones masivas había contribuido de forma notable, disgregando a la población asiria, a quebrar en gran medida el espíritu de cohesión nacional. La influencia cada vez más acusada de divinidades ajenas al panteón asirio, como las de Babilonia, era un claro signo de los tiempos que corrían. Ante todo ello, la unidad del Imperio descansaba en no poca medida en la persona del soberano, a cuyo servicio todos estaban obligados y a quién todos debían dar fe de su lealtad y obediencia por medio del juramento. Cuando el monarca era enérgico y respetado el estado permanecía fuerte, pero si era débil y su autoridad discutida arrastraba en su debilidad al Imperio.

Los últimos reyes asirios, tras el último gran monarca que fue Assubanipal, no consiguieron imponer su autoridad y se sucedieron en el trono a un ritmo acelerado. Aprovechando la enésima crisis dinástica, provocada en parte por altos mandos del ejército, Babilonia se independizó en el 626 con un rey caldeo originario del País del Mar, Nabopolasar, que extendió paulatinamente su autoridad sobre Sippar, Borsippa y Dilbat. La obra de Nabopolasar, artífice del encumbramiento de Babilonia, que heredaba de golpe un Imperio tan extenso como el que tuviera Asiria tras numerosas guerras de conquista, fue continuada por su hijo Nabucodonosor II (604-562) a lo largo de un dilatado reinado. El monarca continuó el engrandecimiento de la ciudad que ahora se había convertido en metrópoli de toda Mesopotamia. También se consagró a restaurar los antiguos santuarios de Sippar y Larsa, y veló, como los buenos reyes de antaño, por el buen mantenimiento del complejo sistema de irrigación. En política exterior su atención estuvo dirigida preferentemente a Siria y Palestina. En el este Elam no representaba ninguna amenaza, ya que su territorio había sido repartido entre los propios babilonios que ocuparon la llanura de la región de Susa, y los persas, vasallos de sus aliados medos, que se habían establecido en la zona montañosa de Anshan.

El auge y la expansión de los pueblos iranios.
Después de la primera penetración de gente indo-aria en el Próximo Oriente, más o menos contemporánea del cambio del tercer al segundo milenio, una segunda oleada, en esta ocasión pueblos de habla irania, atravesaron el Cáucaso a finales de este último, coincidiendo con el tránsito de la Edad del Bronce a la del Hierro. Aquellos grupos de pastores avanzaban acompañados por su ganado y sus enseres que trasportaban en pesados carromatos, y practicaban una agricultura subsidiaria que hacía aún más lentos sus desplazamientos. En el transcurso de un proceso que se extiende entre el 1300 y el 900, y que aún no conocemos tan bien como quisiéramos, llegaron a asentarse en las tierras del Irán occidental, en donde se consolidaron en dos territorios, uno más al norte ocupado por las tribus de los medos y el otro más meridional por las de los persas. Más hacia el este los hircanos y los partos ocuparon, así mismo, los territorios situados en la ribera oriental del mar Caspio.

Cuando aquellas gentes indoeuropeas llegaron al altiplano iranio lo encontraron escasamente poblado, a excepción de las zonas más occidentales situadas junto a los Zagros. Al suroeste del lago Urmia se encontraba el reino de Man, cuyos orígenes desconocemos aunque no debieron ser muy distintos de los de Urartu, y cuya población, los maneos, tradicionalmente dedicados al pastoreo de caballos y al comercio, habían desarrollado una cultura compleja más allá de la organización tribal, con asentamientos urbanos, como Hassanlu, que eran sedes de palacios y que poseían una población que presentaba nítidos contrastes sociales, pese a su base tribal, a la estructura descentralizada del reino y al carácter de su monarquía, más afín a las formas de poder de los primitivos hurritas e hititas, que a los despotismos autocráticos contemporáneos, como podía ser el caso de Asiria. Más hacia el sur el reino de Ellipi es mencionado por textos asirios de la época de Salmanasar III y parece que constituía la entidad política más potente entre Mana y Elam.

El clan de Pasargada había sido el antiguo hogar tribal de la monarquía aqueménida persa. Teispes, el hijo de Aquemenes, había asentado a los persas definitivamente en la región de Anshan/Parsa. Después de él Ciro había conseguido ya la suficiente autonomía respecto a Elam como para declararse obediente a Asiria y evitar así el enfrentamiento con ella. Su sucesor, Cambises, extendió el territorio del reino persa incorporando parte de Elam. A pesar de su dependencia de los poderosos medos, el reino persa era cada vez más importante, lo que probablemente fue la causa del matrimonio de una hija del rey medo Astiages con Cambises, de donde nacería Ciro II, el futuro unificador de ambos reinos.

El reinado de Ciro II el Grande (558-530) marcó una profunda inflexión en la situación de estabilidad que durante algunos decenios había caracterizado el Próximo Oriente tras la desaparición del Imperio Asirio. A los pocos años de acceder al trono y apoyado por buena parte de la nobleza meda se sublevó contra la hegemonía de su abuelo Astiages, con el ocasión del conflicto suscitado por la posesión de Harran. La victoria de Ciro, favorecida por los contingentes del ejército medo que se pasaron a su lado, y la conquista de Ecbatana, supusieron la unificación de todos los iranios en un único estado, que a partir de entonces dará muestras de una vitalidad expansiva impresionante.

A occidente del Eúfrates las tierras que habían pertenecido a los asirios habían caído bajo la tutela de Egipto, cuyas tropas después de haber derrotado y dado muerte al rey de Judá, Josías, que vanamente había intentado detener su avance, ocupaban Karkemish y controlaban sólidamente el paso del gran río. Las esperanzas locales frente a Babilonia no se desvanecían apoyadas siempre por Egipto, donde la dinastía saíta había devuelto algo de su pasado esplendor al país de los faraones. Judá proclamó entonces su independencia por voz de su rey Joaquim, negándose a pagar el tributo que requerían los babilonios. En el 597 Jerusalén era asaltada, el templo saqueado, y el rey, junto con los nobles y parte de la población, deportados a Babilonia.

Egipto, mientras tanto, no se mostraba dispuesto a cesar en sus esfuerzos y las tropas del faraón Apries, sucesor de Psamético II, ocuparon Gaza y soliviantaron las siempre inquietas ciudades de Tiro y Sidón. Fue sin duda la proximidad de un ejército egipcio lo que alentó una nueva sublevación en Judá, regida ahora por Sedecías que había sido instalado en el poder por los babilonios. Pero la revuelta tampoco consiguió triunfar en esta ocasión. En el 587 Jerusalén fue tomada de nuevo tras sufrir un prolongado asedio. El templo y gran parte de la ciudad fueron destruidos y millares de sus habitantes deportados junto con su rey, mientras que otros buscaban refugio en Egipto. Tiro tuvo más suerte; abastecida por mar por los egipcios, soportó un cerco que se prolongó durante trece años para terminar capitulando en el 573, como ya habían hecho antes Sidón y otras localidades. La ciudad fenicia fue desde entonces la sede de un gobernador babilonio.

Después de la victoria de Ciro contra el rey Creso de Lidia, el Imperio de Babilonia se encontraba cercado desde el Mediterráneo al Golfo pérsico por las poderosas fuerzas de las poblaciones iranias. La única retaguardia posible era Arabia, susceptible siempre de proporcionar levas importantes entre sus poblaciones nómadas. El ataque persa contra Babilonia se produjo finalmente en el 539 y tras un breve combate Ciro entró triunfal en la ciudad. Pero si a los ojos del historiador aquel acontecimiento parece digno de marcar el final de una época, aquellos que lo vivieron apenas percibieron cambios de importancia. En la práctica un soberano había sustituido a otro después de derrotarle, cosa nada extraña en toda la anterior historia de Mesopotamia, y el talante conciliador del persa, que se dedicó a restaurar los templos y a garantizar la celebración del culto, como se había hecho siempre, contribuyó notablemente a suavizar los contrastes entre un reinado y otro. El respeto a las tradiciones locales fue asegurado y Babilonia habría de florecer nuevamente bajo la égida de los soberanos aqueménidas que, a la postre, no fueron peores amos que los anteriores, casitas, caldeos o asirios.

El nacionalismo asirio, después de haber absorbido y desarticulado por la fuerza de las armas las pequeñas naciones de origen tribal formadas tras la crisis del siglo XIII a. C, había terminado pereciendo en el campo de batalla y su heredero, el babilonio, aunque brillante, había resultado efímero, desapareciendo ambos en el traslado y mezcla de poblaciones que, comenzada por los asirios como una estrategia de dominación, fue luego continuada por los persas. Medos, árabes, judíos, egipcios, sirios, urarteos y persas convivían, aquí y allí, con la población local que en muchas ocasiones había sido desplazada desde otro lugar, utilizando como lengua común el arameo, lo que contribuyó a la pérdida definitiva de los signos de la propia identidad cultural.

El proceso histórico (I)

El tercer milenio: de las ciudades-estado a los primeros imperios.
En el Próximo Oriente Antiguo, los comienzos de la Edad del Bronce, empleando la terminología acuñada por los arqueólogos, vieron la consolidación definitiva de las comunidades políticas complejas (estados) en el marco del desarrollo urbano de la Baja Mesopotamia. Dentro del tercer milenio el Bronce Antiguo (2900-2000) constituye un largo periodo cronológico, caracterizado fundamentalmente por la aparición de las teocracias burocráticas que sustituyeron a las anteriores y avanzadas jefaturas sacerdotales, convertidas ya algunas en formaciones estatales arcaicas, así como por la intensa competencia político-militar entre las ciudades sumerias, y por la ascendente concentración del poder que culminará en el nacimiento de los primeros imperios en Mesopotamia, sobre la base de la fuerza militar primero y de la integración territorial después.

Ello traerá consigo la aparición de un poder hegemónico, cuya ubicación pasará del país de Sumer al de Akkad, que en la expansión de sus intereses destruyó a la postre el reino de Ebla e intentó en vano la conquista de Elam, y de nuevo al de Sumer, si bien transformado en cuanto a los métodos de control político y acompañado de una ideología de "dominio universal", expresada en las pretensiones de conquista de los confines del mundo, que según la imagen de la época se ubicaban en el "Mar Superior" (Mediterráneo) y en el "Mar Inferior" (Golfo pérsico). La presión demográfica, la disputa por las tierras sometidas a intensa colonización y el acceso a las materias primas de la periferia mesopotámica, junto con la creciente desigualdad social, constituyeron los factores de fondo de todas aquellas luchas por la hegemonía.

Paralelamente al reforzamiento del poder en los estados burocráticos y a la consolidación de una élite templaria y palacial cada vez más separada de los grupos productivos de la sociedad, se asistía a un progresivo empobrecimiento de la población campesina libre que ocasionará la aparición de la servidumbre por deudas y los edictos de reforma, con los que los diversos monarcas pretendieron paliar aquella situación, apuntalando el sistema para evitar su destrucción. No obstante, tales medidas, que con la abrogación temporal de las cargas fiscales mejoraban coyunturalmente la situación de los campesinos, no atajaban los problemas en su raíz, por lo que, lejos de representar una solución al deterioro creciente de las condiciones de vida de muchos ciudadanos, necesitaron ser promulgados una y otra vez, muestra evidente de su poca eficacia a medio plazo. En el campo muchas aldeas fueron sustituidas por explotaciones de campesinos dependientes de los palacios o los templos, política que se acentuará con el Imperio acadio, signo a la vez de la creciente centralización de la riqueza y del control sobre la producción ejercido por las élites, así como del empeoramiento de la situación de la población campesina.

Aunque cierto funcionalismo mecanicista ha intentado ver en éste y los siguientes periodos de la historia de Mesopotamia ciclos recurrentes de centralización, expansión y eventual colapso, como resultado directo e inevitable del desequilibrio en la distribución de recursos entre la llanura aluvial y su periferia, lo cierto es que, en realidad, las estructuras de aquellas culturas permanecieron sustancialmente inalteradas a pesar de la ajetreada historia política que se inaugura con el Dinástico Arcaico, ya que lo que se dirime en cada confrontación no es una relación nueva entre el pueblo y sus gobernantes, sino sólo quiénes serán aquellos y de que medios se valdrán para mantener su situación de privilegio.

El dinástico arcaico (2900-2335), también conocido como protodinástico o presargónico (en alusión a la posterior unificación política de la baja Mesopotamia realizada por Sargón de Akkad), constituye la primera y más extensa subdivisión cronológica del Bronce Antiguo. Durante él y debido a la aparición previa de la técnica de la escritura, los documentos y los archivos se irán haciendo más abundantes, como consecuencia de la centralización administrativa y la burocratización del poder en el seno de las ciudades sumerias, con lo que se inicia el registro histórico del Próximo Oriente.

Gracias a ello la documentación, hasta ahora estrictamente arqueológica, se enriquecerá progresivamente con un acervo compuesto de textos administrativos, jurídicos, religiosos, literarios e históricos. Pese a todo, hasta el 2700 sólo disponemos de textos administrativos (tablillas de Ur), apareciendo a continuación las primeras inscripciones históricas, realizadas por los monarcas en conmemoración de algún acontecimiento importante, pero son aún breves y su información es muy sucinta, así como "archivos" de carácter administrativo; no será hasta el 2450 cuando veamos aparecer inscripciones más explícitas y extensas.

Las tendencias de fondo que caracterizaron aquel período, y en las que se inscriben las luchas por la hegemonía, la formación de un poder regional y las expediciones a la periferia, se plasmaron en la unificación del espacio económico mesopotámico que, frente a una realidad política fragmentada, constituirá un acicate para la formación de poderes territoriales cada vez más amplios y compactos. Así, del reino urbano de dimensiones cantonales, en frecuente conflicto con otros reinos rivales, se pasa al reino de carácter hegemónico que controla algunas entidades políticas antes independientes, para dar paso luego al primer imperio (Akkad) que unifica en cierta medida los territorios recorridos por las rutas comerciales, el cual sera reemplazado posteriormente por una estructura política territorialmente más compacta (Ur III).

La aparición del Imperio de Akkad no ha de ser, sin embargo, contemplada como el resultado de un conflicto étnico-cultural entre sumerios y semitas (Glassner: 1991, 209). Simplificando un tanto, la relación entre ambos grupos se caracterizaba más bien por una aculturación reciproca, una situación en la que al comienzo la cultura sumeria era predominante, pero que con el tiempo terminará siendo reelaborada por la semita. Así, si los usos administrativos y los sistemas sociales y económicos son esencialmente sumerios, la lengua (acadia) y la religión semitas acabarán imponiéndose, aún enriqueciéndose con el léxico y las formas sumerias (Bottero: 1983), y todo ello al margen del tamaño de sus respectivas poblaciones.

El Imperio acadio constituye una entidad política que unificó bajo una sola hegemonía Mesopotamia meridional, pero que aún carecía de los mecanismos de centralización administrativa y económica y de integración territorial que luego desarrollarían los imperios posteriores. Por eso se dice que el Imperio acadio fue, en esencia, una formación política que se basaba en el control, por medios sobre todo militares, de la actividad comercial que se realizaba entre Mesopotamia y su periferia. La destrucción del reino de Ebla en el norte de Siria fue uno de sus consecuencias. Pero en el interior la situación apenas podía ser preservada por la fuerza de las armas. Tras su desaparición, los qutu, pueblos de las montañas del Zagros, ejercieron durante poco menos de un siglo un dominio efectivo sobre la Mesopotamia central, llegando a proclamarse soberanos de Akkad y heredando de aquellos la estructura administrativa, pero que tan solo era nominal sobre algunas de las ciudades sumerias.

El Imperio acadio había mantenido la tradición sumeria de las dinastías locales, utilizándolas como elementos administrativos a su servicio, y tras su desaparición aquellas mismas dinastías, libres de la tutela imperial, podían realizar una política propia sin apenas injerencias. En tales condiciones la ciudad de Lagash y sus gobernantes fueron protagonistas, junto con otras ciudades sumerias de las que tenemos menos información, de una etapa de desarrollo económico que contrastaba con la situación en la Mesopotamia central y septentrional.

Con la llegada al poder de la Tercera Dinastía de Ur se inaugura una nueva política administrativa, destinada a asegurar la integración político-territorial, así como a disponer de la gestión directa de los recursos, a regular la actividad comercial y a fortalecer el orden social. Se dividió el territorio en provincias, sustituyendo a las dinastías locales al frente de cada ciudad por un funcionario dependiente del poder central mientras que las ciudades de Asiria (Urbilum, Nínive, Assur) fueron desde entonces controladas por gobernadores (ensi) destacados en ellas desde Ur, si bien Mari, en el alto Eufrates, conservó la independencia que había logrado tras la desaparición del Imperio de acadio y mantuvo intensas relaciones comerciales y diplomáticas con los reyes de Ur.

Finalmente la crisis, que se manifestó con toda su brusquedad durante el reinado de Ibbi Sin, último de los reyes del Imperio de Ur, fue a un tiempo económica y política. A las malas cosechas y hambrunas, debidas a las dificultades en la irrigación de las tierras de cultivo, y a la salinización de las mismas, se añadieron las invasiones de los martu (amorreos) y los su, y luego una expedición militar elamita que llevó la destrucción a Lagash. La propia Ur sería destruida, como antes Akkad había sido conquistada.

El final del Imperio de la Tercera Dinastía de Ur constituyó en realidad el punto de llegada de una tendencia de larga duración. Frente a las apariencias propias de la catastrófica situación en que desapareció, las causas de la crisis que puso término al Bronce Antiguo fueron fundamentalmente de índole interna: degradación ecológica por el exceso de explotación de los territorios, excesiva concentración de la población en las ciudades, inmovilización de la riqueza en forma de construcciones suntuarias y bienes de prestigio, esclerotización del aparato administrativo. Los factores externos, la presión y las invasiones de los nómadas, no habían sino agudizado la situación provocando el colapso final.

La primera mitad del segundo milenio: la unidad en precario.Tras el derrumbe del Imperio de Ur, el nuevo periodo del Bronce Medio (2000-1550), también llamado paleobabilónico, se inició con una época de convulsiones que supuso en Mesopotamia una discontinuidad con la anterior. La ruptura se manifestó, en el plano cultural con el predominio del elemento amorreo, enriquecido en su contacto con el acadio, en el económico con la desurbanización y despoblamiento de amplias zonas, y en el político con el despegue de las zonas periféricas, favorecido por la fragmentación y la debilidad del "país interno".

Las zonas más afectadas por la crisis final del Bronce Antiguo habían sido, sin embargo, aquellas que, situadas en la periferia mesopotámica, no podían disponer fácilmente de un excedente que sustentara las poblaciones urbanas y las elites palaciales, por hallarse situadas en el límite entre las tierras que aún recibían precipitaciones mínimas anuales que permitían los cultivos y las regiones semiáridas, o por ser de naturaleza montañosa. En todas ellas se produjo un retroceso de la urbanización y una vuelta a las formas de vida aldeanas y pastoriles, lo que favoreció la aparición de grandes espacios vacíos que fueron ocupados por las poblaciones nómadas. La llanura mesopotámica soportó mejor, en cambio, los efectos de la crisis, si bien la acumulación prolongada de los mismos terminó por desatar las tensiones internas, propiciando la disgregación política.

Una Mesopotamia fragmentada y afectada por un vacío de poder, en la que Isín durante el siglo XX y Larsa en el XIX intentarán imponer sus respectivas hegemonías, proporcionaba amplios territorios situados al margen de todo poder político, que fueron ocupados por las tribus nómadas amorreas, sobre todo en el norte del país, mientras en la región periférica de Sirio-Palestina las escasas ciudades, como Meggido o Mari, que sobrevivieron a la desurbanización, pugnaban por consolidarse en medio de las difíciles condiciones del momento.

Desde entonces, y hasta la época de Hammurabi (siglo XVIII), se manifestará un notable desarrollo de las tendencias de signo individualista, cimentadas en la aparición y difusión de espacios económicos y sociales de ámbito privado, en detrimento de la anterior concepción rígida y absoluta a cerca de la capacidad de organización e intervención del Estado. Ello originó en el seno de las ciudades una cierta flexibilidad y descentralización, paralela a la fragmentación que en el contexto externo caracterizaba la relación de fuerzas en Mesopotamia, favorecida por el ambiente de crisis socieconómica que caracterizó buena parte del periodo. En el plano lingüístico y cultural, la presencia de los nómadas amorreos, muchos de los cuales acabaron sedentarizándose y adoptando los hábitos de las gentes de las ciudades, significó un refuerzo del componente semita/acadio frente al sumerio, que terminará desapareciendo.

La crisis de las ciudades, el fraccionamiento político y el auge de la periferia.
Desde un principio quedó claro que los reyes de Isin, la dinastía inaugurada a expensas del último monarca de Ur, reivindicaban la herencia del desaparecido Imperio, como demuestran las titulaturas reales que tomaron y la posterior reconstrucción de la antigua capital, devastada por los elamitas. Pero a pesar de que existen algunos síntomas que indican una cierta recuperación, como el nuevo impulso que experimentó el comercio y la actividades constructivas, en el campo político la situación no dejaba de evolucionar en un sentido contrario.

Todo intento de una nueva reunificación del país estaba abocado al fracaso. En el SE Larsa permanecía autónoma, incluso desde antes de la destrucción de Ur y diversos clanes amorreos ocupaban las llanuras. Con el tiempo, dinastías de este origen, aunque asimiladas a la vida sedentaria, se establecieron en Kish, Assur, Sippar, Uruk y Babilonia. Más hacia el NE Eshnunna y Der eran también independientes, mientras que al norte de Nippur es posible que Kish, y desde luego Assur y más tarde Babilonia, hayan logrado desligarse igualmente del control meridional. En el extremo más meridional las ciudades se sumían poco a poco en la decadencia motivada por causas económicas y desastres naturales.

La fragmentacón polítia y la crisis de muchas ciudades no dejó de incidir en la aparición de nuevos elementos de poder en la periferia de Mesopotamia, aunque su eclosión se debió fundamentalmente a causas locales. Asiria, en torno a Assur, cobrará cada vez mayor fuerza, primero como factor económico con su comercio a larga distancia y, por fin, militarmente. En Siria, en torno a Alepo, Yamhad vendrá a cubrir el vacío dejado tiempos atrás por la destrucción de Ebla, que tanto había favorecido la expansión de los nómadas. Marí, sobre el Eufrates medio y Esnunna sobre el Diyala terminan de dibujar el cuadro en el que se insertan las ambiciones políticas de la época. Más al norte, en Anatolia, el incipiente reino de Hatti comienza a dar sus primeros pasos.

El primer imperio de Babilonia.
Desde un principio los reyes de Babilonia y los de Uruk habían cooperado estrechamente, y con el reino de Isín parece haberse llegado a un acuerdo circunstancial, a la vista de las manifiestas ambiciones de Larsa. Esta situación llegó a su término con la unificación de la Mesopotamia centro-meridional por Hammurabi de Babilonia, proceso que solo habría de culminar tras veinte años de reinado. Asiria, que había vivido su momento de gloria con Shanshi-Adad I, quedaba fuera de su control, aunque decaída política y militarmente.

El imperio de Hammurabi, que significó ante todo un reforzamiento del poder y la capacidad de intervención del Estado frente a la tendencia general de la época hacia la privatización de las actividades económicas y las relaciones sociales, fue fundamentalmente eficaz en eliminar definitivamente la iniciativa política de las diversas ciudades-estado, que a partir de entonces se convirtieron en capitales de distritos, sedes administrativas de rango provincial, en un país políticamente unitario, Babilonia, heredero del viejo Sumer y Akkad y llamado a enfrentarse con el tiempo a la más septentrional Asiria (Liverani: 1988, 406). Ello no quiere decir que las tendencias disgregadoras hubieran desaparecido, muy al contrario pronto habrían de hacer nuevamente acto de presencia, pero las ciudades estaban desde ahora incapacitadas por sí solas, pues carecían de fuerzas y medios necesarios, para proponer alternativas viables a los posteriores fraccionamientos políticos. El Estado territorial, cuyo primer ensayo había correspondido a los reyes de la Tercera Dinastía de Ur, se hallaba, a pesar de todas las futuras vicisitudes, definitivamente consolidado en Mesopotamia.

Pese a todo las dificultades no desaparecieron. El sur extremo, el “Pais del Mar”, se independizó y comenzaron a producirse las penetraciones de los kasitas, llegando a asentarse algunos de sus clanes en Hana, en el Eufrates medio. Finalmente la destrucción del imperio creado por Hammurabi fue obra de los Hititas, potencia emergente en Anatolia y destructora del reino de Yamhad, que recelaba de los síntomas que presagiaban la expansión de los hurritas. La intervención hitita sobre la escena política y militar internacional, aunque de importantes consecuencias históricas, tuvo una breve duración. Pronto el reino de Hatti hubo de enfrentarse a los ejércitos hurritas a lo largo de la línea del Eufrates, en Karkemish y en tierras de Ashtata (el valle del Eufrates entre Karkemish y Hana). Finalmente no pudo impedir la pérdida del control sobre Siria septentrional, en favor del cada vez más poderoso reino de Hurri, formado sobre la unificación de los diversos principados hurritas.