La simplicidad de los fines del Estado palatino, que no eran otros que asegurar la entrega por las comunidades locales, aldeas o ciudades, de los excedentes y concentrarlos en palacios y templos, así como los medios utilizados para ello -tasación, organización laboral y militar, registro contable-, ocasionaron un tipo de organización burocrática, dotada de personal numeroso y jerarquizado pero poco especializado. Quizá sea éste uno de los rasgos que más llamen nuestra atención, la ausencia de competencias definidas, de sectores claramente delimitados en unas funciones específicas, no existiendo nada que se pareciera a una división de tipo ministerial, lo que era más acusado a medida que se escalaba hacia la cúspide de la pirámide administrativa. Se trata, de hecho, de una consecuencia, no de la falta de capacitación o de los procedimientos técnicos adecuados, sino del carácter del propio sistema político basado en la concentración de la autoridad en la persona del rey.
Ante un incremento de las necesidades y las tareas de gobierno, el monarca, como única fuente de la autoridad, prefería aumentar el número de funcionarios encargados de ayudarle que dotarles de la capacidad de iniciativa al frente de una administración especializada y autónoma. Claro que éste era un principio genérico y un tanto abstracto, cuya materialización efectiva dependía de la propia capacidad del rey, ante circunstancias concretas, para lograr una correcta trasmisión de la autoridad, para hacerse, en definitiva, obedecer. En situaciones específicas, allí donde el poder central se había debilitado lo suficiente, el funcionario periférico, aún cuando dependía nominalmente del rey, podía de hecho actuar autónomamente e incluso llegar a convertirse en un poder independiente. En otros casos una situación de emergencia podía requerir una actuación rápida que no disponía de tiempo para enviar un informe a palacio en espera de sus instrucciones.
Gobierno y exacción. Administración central y periférica.
No había en parte alguna una administración civil, otra militar y otra de tipo eclesiástico. Tales diferencias, propias de nuestro tiempo, no existían en el Próximo Oriente Antiguo, aunque si es cierto que el palacio se encontraba más involucrado en los asuntos militares que los templos. No obstante, palacio y templo reproducían unos esquemas de gestión similares con unos objetivos también comunes, recaudar bienes y productos -mediante la explotación de los recursos propios y con el cobro de tasas sobre las actividades de la población no dependiente- y movilizar a la gente para las prestaciones laborales y militares obligatorias. Más que una división ministerial o por sectores especializados existía una administración central, que tenía que ver con el gobierno de la corte, y otra periférica, encargada de las circunscripciones o de las provincias. Así, en cualquier parte, la verdadera división administrativa era la que se daba entre los encargados del gobierno central y quienes se ocupaban de los medios de producción, empleados en recaudar las tasas y del control del trabajo de los respectivos sectores en que estos solían estar divididos. Al frente de la primera, donde se atesoraba, transformaba y redistribuía lo que se había recaudado y transportado desde la segunda, se hallaba el visir. Este no era un puesto con un cometido específico, sino que actuaba en la práctica como el principal colaborador del rey, con atribuciones en todo aquello en donde el rey las poseía, salvo en las de carácter sagrado -la mediación ante los dioses- que no eran transferibles, por lo que se le ha definido como una especie de doble del rey, un rey desacralizado que podía llegar a tener un poder enorme. Los grandes funcionarios que venían tras él ejercían una pluralidad de funciones en estricta dependencia de los asuntos que el rey les encargara. Por eso, las diferentes titulaturas que ostentaban, heraldo, escudero, palafranero, copero, etc, eran más un símbolo de su posición cortesana y de unos servicios originariamente propios del ámbito personal del monarca convertidos a la postre en títulos honoríficos, que de unas atribuciones específicas.
A la pluralidad de funciones y cometidos -una misma persona podía realizar distintas tareas por orden del rey- se añadía a veces la de títulos, sobre todo en los puestos más altos de la administración, creándose de esta forma una auténtica polivalencia de funciones en la que la organización de un censo no era incompatible con el ejercicio de un puesto de mando militar o un cargo de consejero en la corte del rey. Todo ello dio lugar a una confusión de poderes que, junto a la necesaria falta de iniciativa de los funcionarios, son considerados los aspectos más negativos y entorpecedores de la gestión administrativa y de gobierno (Garelli: 1974, 221).
El personal administrativo y su jerarquía.
Los funcionarios, que recibían una instrucción especial de carácter escribanil, eran reclutados de entre los miembros de la familia real y la nobleza. Se distinguía, por tanto, a los "hermano" del rey, parientes suyos a quienes no costaba mucho alcanzar los cargos más altos de la administración, de los miembros de la nobleza que conformaban una especie de funcionariado "de oficio", si bien en uno y otro caso la cualificación profesional era poco necesaria, debido a la índole poco técnica de las tareas propias de la gestión administrativa. Este es unos de los principales rasgos del gobierno y la administración en todo el Próximo Oriente Antiguo, su carácter en absoluto técnico, donde los funcionarios más instruidos y mejor preparados solían encontrarse en los escalones intermedios y bajos de la jerarquía, fundamentalmente los escribas y los intendentes, mientras que el resto del personal administrativo suplía esta falta de preparación, por otra parte innecesaria, con una dedicación y adhesión personal que se concretaba en la disposición a hacer cumplir las ordenes y directrices recibidas.
La jerarquía era pronunciada y compleja, pero más por la multiplicación de los títulos, en relación sobre todo a los distintos sectores productivos, que por la especialización en las atribuciones. De hecho éstas eran bastante genéricas, centrándose en el mantenimiento del orden, la tasación, trasporte, transformación y almacenamiento del excedente, en forma de bienes y productos diversos, así como la movilización de los contingentes laborales y militares. Así podemos encontrar al "superinten-dente de los carros", al "superintendente de los campos" o al "superintendente del puerto" pero también encontramos al "escriba de los bueyes de labor" y otros títulos parecidos, cuyos cometidos recaían sobre un sector específico de la producción (comercio, agricultura, fabricación de carros para el ejército) pero con competencias y medios análogos para llevarlos a cabo.
Muchos de los altos funcionarios eran eunucos porque de esta forma, al no poder transmitir bienes ni prestigio, eran poco peligrosos, a diferencia de los miembros de la familia real, que podían albergar aspiraciones al trono. Se hallaban en la corte muy próximos al rey con quien a menudo trataban, bien directamente bien a través del visir, y, como ya hemos dicho, ejercían una pluralidad de funciones en relación a las diversas tareas que, más por lealtad que por capacitación, les eran encomendadas. Sin embargo cuando se hallaban al frente de una circunscripción o de una provincia, en calidad de gobernadores o de administradores -hazanu-, desarraigados de su ciudad y en medio de una población extraña y a menudo hostil, su situación era muy distinta. En general su autonomía era, en la práctica, mayor, aunque en la correspondencia con el rey realizaran incesantes declaraciones de lealtad y devoción. Tal autonomía aumentaba con la distancia de la corte y, por supuesto, ante la debilidad del poder central, llegando a veces a producir situaciones "feudales" en las que el poder y la autoridad del rey no eran más que meramente nominales. Por ello se intentaron, como en tiempos del imperio de la Tercera Dinastía de Ur, soluciones que impidieran la formación de una base local de poder en la que los altos cargos de la administración periférica pudieran apoyarse, en el transcurso de otras tantas experiencias políticas e históricas. En este sentido la rotación en los puestos y la no heredabilidad de los cargos, cuya designación competía al rey, fueron ampliamente utilizados pero no siempre pudieron impedir la formación de una base territorial en la que se apoyaran las familias más poderosas de la nobleza, sobre todo cuando, como en la Asiria del primer milenio, tales familias se encontraban directamente involucradas en el aparato militar del Estado.
Los escribas.
Los escribas constituían en cualquier parte la base sobre la que reposaba todo el funcionamiento del aparato administrativo. Su número era abundante y constituían, no sólo una categoría profesional de prestigio, sino un grupo social bastante definido, pues el hecho de saber leer y escribir era considerado, además de como un privilegio, como un signo de superioridad social efectiva. Los escribas provenían de las familias acomodadas, ya que su instrucción, que se realizaba en escuelas especializadas e incluía el aprendizaje y dominio de la escritura y las técnicas contables, así como el repertorio de fórmulas contractuales y diplomáticas, era larga y onerosa. Hijos de funcionarios, de responsables o administradores de grandes dominios, de sacerdotes y ricos comerciantes, recibían de esta manera lo que en la práctica constituía, de hecho, un privilegio de clase que se hallaba reforzado por la tradición misma de la trasmisión hereditaria de los oficios.
Se conoce bastante bien el funcionamiento de la escuela en la que se desarrollaba el aprendizaje de los escribas en tiempos sumerios, cuando la técnica de la escritura cuneiforme había ya alcanzado su primer grado de perfeccionamiento. A la cabeza, en calidad de director, se hallaba el ummia , el especialista o maestro, a quien también se denominaba como "padre de la escuela", ayudado en sus funciones por un profesor auxiliar que recibía el título de "gran hermano". Había además un maestro de dibujo y de lengua sumeria, así como vigilantes y responsables de la disciplina. El aprendizaje consistía en memorizar los extensos repertorios de signos, agrupados en vocablos y expresiones próximas por su sentido, nombres de árboles, animales, piedras y minerales, pueblos y ciudades, que eran copiadas una y otra vez. Así mismo se elaboraban diversas tablas matemáticas y numerosos problemas acompañados de su solución. Un segundo nivel de instrucción, al que no accedían todos los alumnos, tenía que ver con la creación artística y literaria, y en el se estudiaban, copiaban e imitaban las obras clásicas de la literatura sumeria.
El lugar de trabajo de los escribas estaba en los despachos y archivos de palacios y templos, si bien algunos podía trabajar como profesores en las escuelas, ocuparse de la contabilidad y la abundante correspondencia de algún rico comerciante, e incluso llegar a ser secretario de algún personaje principal, del mismo rey o del visir. También había escribanos públicos que ejercían su oficio a las puertas de la ciudad, aunque su dominio de la escritura era más rudimentario, pues su función consistía esencialmente en redactar actas muy resumidas de los pleitos, para lo que un repertorio limitado de signos cuneiformes era suficiente.
Ante un incremento de las necesidades y las tareas de gobierno, el monarca, como única fuente de la autoridad, prefería aumentar el número de funcionarios encargados de ayudarle que dotarles de la capacidad de iniciativa al frente de una administración especializada y autónoma. Claro que éste era un principio genérico y un tanto abstracto, cuya materialización efectiva dependía de la propia capacidad del rey, ante circunstancias concretas, para lograr una correcta trasmisión de la autoridad, para hacerse, en definitiva, obedecer. En situaciones específicas, allí donde el poder central se había debilitado lo suficiente, el funcionario periférico, aún cuando dependía nominalmente del rey, podía de hecho actuar autónomamente e incluso llegar a convertirse en un poder independiente. En otros casos una situación de emergencia podía requerir una actuación rápida que no disponía de tiempo para enviar un informe a palacio en espera de sus instrucciones.
Gobierno y exacción. Administración central y periférica.
No había en parte alguna una administración civil, otra militar y otra de tipo eclesiástico. Tales diferencias, propias de nuestro tiempo, no existían en el Próximo Oriente Antiguo, aunque si es cierto que el palacio se encontraba más involucrado en los asuntos militares que los templos. No obstante, palacio y templo reproducían unos esquemas de gestión similares con unos objetivos también comunes, recaudar bienes y productos -mediante la explotación de los recursos propios y con el cobro de tasas sobre las actividades de la población no dependiente- y movilizar a la gente para las prestaciones laborales y militares obligatorias. Más que una división ministerial o por sectores especializados existía una administración central, que tenía que ver con el gobierno de la corte, y otra periférica, encargada de las circunscripciones o de las provincias. Así, en cualquier parte, la verdadera división administrativa era la que se daba entre los encargados del gobierno central y quienes se ocupaban de los medios de producción, empleados en recaudar las tasas y del control del trabajo de los respectivos sectores en que estos solían estar divididos. Al frente de la primera, donde se atesoraba, transformaba y redistribuía lo que se había recaudado y transportado desde la segunda, se hallaba el visir. Este no era un puesto con un cometido específico, sino que actuaba en la práctica como el principal colaborador del rey, con atribuciones en todo aquello en donde el rey las poseía, salvo en las de carácter sagrado -la mediación ante los dioses- que no eran transferibles, por lo que se le ha definido como una especie de doble del rey, un rey desacralizado que podía llegar a tener un poder enorme. Los grandes funcionarios que venían tras él ejercían una pluralidad de funciones en estricta dependencia de los asuntos que el rey les encargara. Por eso, las diferentes titulaturas que ostentaban, heraldo, escudero, palafranero, copero, etc, eran más un símbolo de su posición cortesana y de unos servicios originariamente propios del ámbito personal del monarca convertidos a la postre en títulos honoríficos, que de unas atribuciones específicas.
A la pluralidad de funciones y cometidos -una misma persona podía realizar distintas tareas por orden del rey- se añadía a veces la de títulos, sobre todo en los puestos más altos de la administración, creándose de esta forma una auténtica polivalencia de funciones en la que la organización de un censo no era incompatible con el ejercicio de un puesto de mando militar o un cargo de consejero en la corte del rey. Todo ello dio lugar a una confusión de poderes que, junto a la necesaria falta de iniciativa de los funcionarios, son considerados los aspectos más negativos y entorpecedores de la gestión administrativa y de gobierno (Garelli: 1974, 221).
El personal administrativo y su jerarquía.
Los funcionarios, que recibían una instrucción especial de carácter escribanil, eran reclutados de entre los miembros de la familia real y la nobleza. Se distinguía, por tanto, a los "hermano" del rey, parientes suyos a quienes no costaba mucho alcanzar los cargos más altos de la administración, de los miembros de la nobleza que conformaban una especie de funcionariado "de oficio", si bien en uno y otro caso la cualificación profesional era poco necesaria, debido a la índole poco técnica de las tareas propias de la gestión administrativa. Este es unos de los principales rasgos del gobierno y la administración en todo el Próximo Oriente Antiguo, su carácter en absoluto técnico, donde los funcionarios más instruidos y mejor preparados solían encontrarse en los escalones intermedios y bajos de la jerarquía, fundamentalmente los escribas y los intendentes, mientras que el resto del personal administrativo suplía esta falta de preparación, por otra parte innecesaria, con una dedicación y adhesión personal que se concretaba en la disposición a hacer cumplir las ordenes y directrices recibidas.
La jerarquía era pronunciada y compleja, pero más por la multiplicación de los títulos, en relación sobre todo a los distintos sectores productivos, que por la especialización en las atribuciones. De hecho éstas eran bastante genéricas, centrándose en el mantenimiento del orden, la tasación, trasporte, transformación y almacenamiento del excedente, en forma de bienes y productos diversos, así como la movilización de los contingentes laborales y militares. Así podemos encontrar al "superinten-dente de los carros", al "superintendente de los campos" o al "superintendente del puerto" pero también encontramos al "escriba de los bueyes de labor" y otros títulos parecidos, cuyos cometidos recaían sobre un sector específico de la producción (comercio, agricultura, fabricación de carros para el ejército) pero con competencias y medios análogos para llevarlos a cabo.
Muchos de los altos funcionarios eran eunucos porque de esta forma, al no poder transmitir bienes ni prestigio, eran poco peligrosos, a diferencia de los miembros de la familia real, que podían albergar aspiraciones al trono. Se hallaban en la corte muy próximos al rey con quien a menudo trataban, bien directamente bien a través del visir, y, como ya hemos dicho, ejercían una pluralidad de funciones en relación a las diversas tareas que, más por lealtad que por capacitación, les eran encomendadas. Sin embargo cuando se hallaban al frente de una circunscripción o de una provincia, en calidad de gobernadores o de administradores -hazanu-, desarraigados de su ciudad y en medio de una población extraña y a menudo hostil, su situación era muy distinta. En general su autonomía era, en la práctica, mayor, aunque en la correspondencia con el rey realizaran incesantes declaraciones de lealtad y devoción. Tal autonomía aumentaba con la distancia de la corte y, por supuesto, ante la debilidad del poder central, llegando a veces a producir situaciones "feudales" en las que el poder y la autoridad del rey no eran más que meramente nominales. Por ello se intentaron, como en tiempos del imperio de la Tercera Dinastía de Ur, soluciones que impidieran la formación de una base local de poder en la que los altos cargos de la administración periférica pudieran apoyarse, en el transcurso de otras tantas experiencias políticas e históricas. En este sentido la rotación en los puestos y la no heredabilidad de los cargos, cuya designación competía al rey, fueron ampliamente utilizados pero no siempre pudieron impedir la formación de una base territorial en la que se apoyaran las familias más poderosas de la nobleza, sobre todo cuando, como en la Asiria del primer milenio, tales familias se encontraban directamente involucradas en el aparato militar del Estado.
Los escribas.
Los escribas constituían en cualquier parte la base sobre la que reposaba todo el funcionamiento del aparato administrativo. Su número era abundante y constituían, no sólo una categoría profesional de prestigio, sino un grupo social bastante definido, pues el hecho de saber leer y escribir era considerado, además de como un privilegio, como un signo de superioridad social efectiva. Los escribas provenían de las familias acomodadas, ya que su instrucción, que se realizaba en escuelas especializadas e incluía el aprendizaje y dominio de la escritura y las técnicas contables, así como el repertorio de fórmulas contractuales y diplomáticas, era larga y onerosa. Hijos de funcionarios, de responsables o administradores de grandes dominios, de sacerdotes y ricos comerciantes, recibían de esta manera lo que en la práctica constituía, de hecho, un privilegio de clase que se hallaba reforzado por la tradición misma de la trasmisión hereditaria de los oficios.
Se conoce bastante bien el funcionamiento de la escuela en la que se desarrollaba el aprendizaje de los escribas en tiempos sumerios, cuando la técnica de la escritura cuneiforme había ya alcanzado su primer grado de perfeccionamiento. A la cabeza, en calidad de director, se hallaba el ummia , el especialista o maestro, a quien también se denominaba como "padre de la escuela", ayudado en sus funciones por un profesor auxiliar que recibía el título de "gran hermano". Había además un maestro de dibujo y de lengua sumeria, así como vigilantes y responsables de la disciplina. El aprendizaje consistía en memorizar los extensos repertorios de signos, agrupados en vocablos y expresiones próximas por su sentido, nombres de árboles, animales, piedras y minerales, pueblos y ciudades, que eran copiadas una y otra vez. Así mismo se elaboraban diversas tablas matemáticas y numerosos problemas acompañados de su solución. Un segundo nivel de instrucción, al que no accedían todos los alumnos, tenía que ver con la creación artística y literaria, y en el se estudiaban, copiaban e imitaban las obras clásicas de la literatura sumeria.
El lugar de trabajo de los escribas estaba en los despachos y archivos de palacios y templos, si bien algunos podía trabajar como profesores en las escuelas, ocuparse de la contabilidad y la abundante correspondencia de algún rico comerciante, e incluso llegar a ser secretario de algún personaje principal, del mismo rey o del visir. También había escribanos públicos que ejercían su oficio a las puertas de la ciudad, aunque su dominio de la escritura era más rudimentario, pues su función consistía esencialmente en redactar actas muy resumidas de los pleitos, para lo que un repertorio limitado de signos cuneiformes era suficiente.