Reyes y sacerdotes en los estados arcaicos sumerios.
En el mundo sumerio el rey debía ser y era ante todo un "buen administrador" y debía actuar para restablecer la justicia conculcada, como hicieron Enmetena y Urukagina (Uruinimgina) de Lagash. La buena administración alcanza su modelo histórico en el ejemplo posterior de Gudea, que nos muestra un soberano que supo engrandecer y hacer prosperar su reino. Importa poco que la misma propaganda del rey exagerase sus logros y actuaciones, ya que en definitiva lo que se perseguía era difundir tal imagen. Estos son los dos modelos básicos de la monarquía sumeria más antigua, el rey justo y buen gobernante, antes de la aparición de las aspiraciones de dominio del país y de las regiones exteriores.
A pesar de las guerras, que al menos a partir de un momento no fueron raras, el rey no aparecía ante sus súbditos como un jefe militar, como ocurrirá con los monarcas de periodos posteriores, ya que como administrador del dios tutelar de la ciudad se limitaba a hacer la guerra en su nombre. Los dioses eran los que promovían las guerras y los que, en definitiva, otorgaban la victoria o la derrota, siendo los reyes meros instrumentos de su voluntad. La vinculación del rey con los dioses era por consiguiente muy acusada, no en vano en los orígenes la realeza había descendido del cielo, tal y como afirma la Lista Real Sumeria, por lo que el monarca dirigía la celebración de las grandes festividades religiosas y, sobre todo, actuaba como constructor y embellecedor de sus moradas, los templos. Rey promotor de construcciones, justo y proveedor de la prosperidad de su ciudad, tal es la imagen del "perfecto" monarca sumerio.
La monarquía acadia y la ideología del dominio universal.
La idea del rey como buen administrador, gobernante justo y constructor de templos y obras de irrigación no desapareció con el advenimiento de la dinastía inaugurada por Sargón de Akkad, igual que no desaparecieron los reyes sumerios, sometidos ahora a una autoridad más fuerte y centralizada. El propio Sargón tuvo cuidado de justificar su gobierno en todo momento de acuerdo con las tradiciones sumerias precedentes, y así se proclamó "ungido de Anum" y "vicario de Enlil", dos de las más importantes divinidades sumerias. Pero a todo ello se superpuso un concepto nuevo, consecuencia en parte de sus realizaciones militares, que no habría de ser olvidado y que incluso alimentaría la imaginación de cronistas muy posteriores, "el rey héroe-conquistador". Es algo que se percibe muy bien en el tono y el contenido de sus inscripciones. En ellas no se hace recuento de las construcciones realizadas, sino de las batallas libradas y ganadas por un rey que "no tiene rival". Tanto Sargón, como Naram-Sin, su nieto, constituyen el prototipo de reyes heroicos cuyas acciones se convirtieron en leyenda debido sus grandes conquistas, que fueron fruto de su superioridad física y su arrojo guerrero, siendo recordados por ellas y tratados muchas veces de emular.
La ideología del dominio universal, basada en el principio de que el reino propio constituye el centro del mundo y el resto es una periferia inferior y "barbara" que puede y debe ser sometida, se habría paso de esta forma mediante campañas incesantes y guerras de frontera -si bien no existían aún los medios para articular adecuadamente un estado territorial tan amplio, de ahí la necesidad de preservar las monarquías conquistadas- y pasó a expresarse desde Naram-Sin, y los, posteriores reyes de Ur, Isin y Larsa, anteponiendo una estrella, determinativo propio de las divinidades, al nombre del monarca.
Ebla y Assur. Los reyes mercaderes.
El reino sirio de Ebla, destruido finalmente por las expediciones del acadio Naram-Sin, presentaba unas peculiaridades que contrastan con lo conocido hasta entonces en la llanura mesopotámica. De mayor extensión que cualquiera de los estados de dimensiones cantonales de Mesopotamia, pero menos urbanizado y con menor densidad de población, así como dotado de una base medioambiental diferente, su monarquía, que revela en algunos elementos una cierta y superficial influencia sumeria, representa un modelo distinto de poder, articulado bien es cierto en torno a un palacio, pero con prácticas y legitimación diferentes, que emergen de una sociedad con una fuerte estructura familiar. El rey, cuyo carácter originariamente electivo se pone hoy en duda, hallaba contrapeso a su poder en el grupo de "ancianos", representantes de las principales familias que, como él, residían en el palacio. Tales "ancianos" acaparaban importantes prerrogativas administrativas, como el gobierno de una provincia, no por designación regia sino por su posición en la estructura de la sociedad. Todas estas diferencias no se deben a un estadio primitivo de la realeza frente a los tipos más desarrollados, propios de la Mesopotamia meridional, sino a unas bases sociales, económicas y políticas distintas. Al predominio de la estructura familiar de la sociedad se une en Ebla la ausencia del templo como agente económico y colonizador, y una economía de tipo agro-pastoril que encuentra en el comercio un medio importante de desarrollo.
Un poco diferente es el caso de Assur. Durante mucho tiempo se defendió el carácter electivo de los primeros reyes asirios, a los que se consideraba inmersos en una tradición tribal seminómada, pero hoy la mención en la lista real asiria de los "reyes que vivían en tiendas" tiende a interpretarse como una interpolación destinada a legitimizar la figura de Shamshi-Adad I, fundador del primer poderío político y militar de Asiria, perteneciente él mismo a un clan nómada amorita. Aún así los reyes asirios más antiguos parecen encontrarse más cerca de los monarcas eblaitas que de sus contemporáneos sumerios y, por supuesto, acadios. El poder, que sólo tras la desaparición del imperio de la Tercera Dinastía de Ur será totalmente autónomo, y en cuya cumbre se situaba un rey legitimado por el dios local Assur, era tripartito. Junto al rey se encontraba la "ciudad" -alum- , representada por la asamblea de los jefes de familia de ciudadanos libres -puhrum- con competencias sustancialmente judiciales y una incidencia política dificilmente cuantificable, pero que dejaba oir su voz en el palacio, debido a la importante participación de los ciudadanos y los notables en el comercio promovido por los reyes, aspecto aquí también de gran importancia económica. Finalmente el limun, un funcionario epónimo elegido por sorteo entre los representantes de las diversas familias, ejercía cierto contrapeso al poder del rey, actuando como jefe de la asamblea ciudadana y destinatario de las tasas sobre el comercio.
La monarquía neosumeria.
Durante la época que llamamos neosumeria, en la que la Tercera Dinastía de Ur ejerció la supremacía política, la realeza se convirtió en una síntesis de lo que había sido el modelo de los antiguos reyes sumerios con alguna de las innovaciones incorporadas por los acadios. Los reyes de Ur heredaron de los acadios la ampliación geográfica del horizonte político, así como la deificación ante los sometidos, pero el carácter heroico no fue asimilado y se sustituyó por viejas tradiciones sumerias relativas a la justicia y la buena administración. El rey justo se encarnó de nuevo en la figura misma de Ur-Namu, fundador de la dinastía, y autor de la más antigua compilación de "leyes" hasta ahora conocida -si bien últimamente tiende a atribuírsele a su hijo Shulgi-, protector de los pobres, los huérfanos y las viudas contra la rapacidad de lo ricos y poderosos, como una vez había hecho Urukagina.
El rey neosumerio, que ya no tiene otros rivales en el país, pues sólo el rey de Ur es lugal, habiendo quedado los ensi locales reducidos a la condición de gobernadores dependientes del poder central, se convirtió también, según la antigua tradición, en un gran constructor de templos, como un poco antes lo había sido Gudea, el ensi de Lagash. Esta fue una época relativamente pacífica, al menos en la baja Mesopotamia que formaba el núcleo del imperio. El país de Sumer y Akkad se encontraba pacificado y las campañas militares, como las realizadas por Shulgi y Amar-Sin, se dirigían sobre todo hacia la periferia. Un periodo, por tanto, no muy proclive para la aparición de reyes heroicos y conquistadores al más puro estilo acadio inaugurado por Sargón, si bien los reyes de Ur mantuvieron el determinativo divino delante de sus nombres, lo cual favorecía sus aspiraciones de control político sobre las ciudades sometidas, y al igual que los grandes soberanos de Akkad utilizaron los títulos de "rey de Sumer y Akkad" y "rey de las Cuatro Partes" para expresar esa ideología del dominio universal, que si en las fronteras se realizaba, como antes, mediante campañas militares sucesivas, dentro del imperio se imponía mediante procedimientos políticos y administrativos. El propio Shulgi hacía constatar en sus inscripciones, como un mérito, el no haber destruido ciudades ni anegado el país con la guerra.
La realeza en el periodo paleobabilónico: el "rey justo".
Desaparecido el imperio de Ur, los soberanos, en su mayoría amoritas, que pugnaron por la hegemonía, cuando Isin unas veces y Larsa otras fueron capaces de ejercitarla, actuaron en la más estricta continuidad respecto a sus predecesores neosumerios. El mantenimiento del determinativo divino delante de sus nombres daba fe de unas aspiraciones que, sin embargo, en muchas ocasiones resultaba muy difícil realizar. En aquel ambiente de fragmentación política y guerras incesantes, la figura del rey resultó acrecentada tanto por sus éxitos militares, como por sus capacidades administrativas y, sobre todo, por su eficacia en el mantenimiento de un equilibrio a medio plazo, en el que muchas veces residía la clave final de la victoria. En un tiempo en que ningún rey era poderoso sin el concurso de otros reyes, en palabras del propio Hammurabi, éstos eran aspectos que pasaban a un primer plano. El desarrollo arquitectónico del palacio, característico de este periodo, con uno de sus mejores ejemplos en el bien conocido palacio de Mari, en el Eufrates medio, es el claro exponente de una realeza en la que los procedimientos burocráticos y diplomáticos han adquirido un importante protagonismo, al tiempo que concentra un enorme poder en la figura del rey (Roux, 1987: 234 ss). Y sin embargo, ello no significaba, ni mucho menos, una renuncia a los procedimientos militares ni a las aspiraciones de un dominio universal, como se percibe por ejemplo en las campañas del asirio Shamshi Adad y en su ostentoso título de "rey de la Totalidad", sino la combinación de medios diplomáticos y políticos, junto a los militares, en una escala no conocida hasta entonces.
Si la situación política, con la fragmentación característica hasta el triunfo de Hammurabi, imponía un nuevo equilibrio y otra forma de hacer las cosas, en el plano social el aumento de las desigualdades y de la presión sobre los más humildes, situó otra vez en primer plano la figura del rey como dispensador de justicia, protector de los débiles frente a los poderosos mediante los edictos de mesharum (justicia), que solían proclamarse cada comienzo de reinado, pero que en ocasiones un mismo rey había de decretar otras tantas veces. Un cierto proceso de humanización de la realeza, como a veces se le ha definido, que la acerca más, en términos siempre relativos y nada concretos, a sus súbditos; una acentuación de los aspectos de la figura del rey que más podían incidir en los intereses de la población: protección y justicia. Por influencia amorita, que introdujo en Mesopotamia los ideales de la igualdad tribal, redefinidos luego -claro está- en el ambiente de la corte y de la ciudad, el rey justo se asimila a la imagen del rey "pastor " que cuida de un rebaño humano al que vigila y protege.
Además de dispensador de protección y justicia, el rey seguía actuando como otorgador de vida, responsable de "dar de comer alimentos preciados a las gentes, de hacerles beber agua dulce", como rezan las inscripciones, y en tal función se distingue sobre todo por la construcción de canales, que ya no es una empresa dirigida por el dios, como ocurría en la tradición más antigua, sino por él mismo al frente de la comunidad, principal beneficiaria de su gestión y su esfuerzo. Porque el rey es, además, esforzado y sabio, y como tal se manifiesta con claridad en aquel que, sin duda, fue el más importante de todos lo reyes de la época, el babilonio Hammurabi, también de origen amorita, y creador de un nuevo imperio, en que se plasmaba una vez más la realización de las aspiraciones arropadas por la vieja ideología del dominio universal. Por eso, este soberano detentaba los títulos de "rey de la Totalidad" o "rey de las Cuatro Partes del Mundo" con lo que hacía gala, como mucho antes Sargón, del carácter universal de su dominio. Era además, y en esto Hammurabi no se distinguía de otros monarcas mesopotámicos, sumo legislador, juez y general en jefe de los ejércitos, hallándose auxiliado en sus tareas de gobierno por una serie de dignatarios que, al igual que antes, no obedecían en las funciones que desempeñaban a una estricta reglamentación ministerial. No había, como veremos en otro capítulo, especialización de cargos. Como servidores, ante todo, del monarca poseían poderes considerables y diversos que en ocasiones podían dar lugar a un cierto conflicto de atribuciones.
El rey opresor: cambios en la ideología real durante el Bronce Tardío.
A mediados del segundo milenio se produjo una nueva transformación en la realeza que afectó al modelo de rey en el Próximo Oriente Antiguo. Tal cambio fue consecuencia, sobre todo, de la confluencia de dos tipos de factores, los que procedían de las circunstancias propias de la política regional que caracterizaron el periodo, con su división en grandes imperios y pequeños reinos y principados -grandes cortes con grandes reyes frente a pequeños palacios y reyes "vasallos"-, y los procedentes del ambiente social y palatino, caracterizado por el auge de una aristocracia militar que se convirtió en el soporte más inmediato del poder real. De acuerdo con esta última perspectiva, el rey pasó, de ser el jefe y representante de la comunidad ante los dioses, a constituirse en el lider de una restringida elite de poder, de protector de los débiles y los oprimidos a ser cómplice de los poderosos y los opresores, con quienes convivía en su corte y combatía en su ejército. Desaparecen los edictos de justicia, mediante los cuales se perdonaban las deudas y se aliviaba la situación de los más humildes, y se persigue implacablemente a los fugitivos, a todos aquellos que huyen de las tremendas cargas que han pasado a constituir las imposiciones fiscales y las prestaciones obligatorias al palacio. Ante el deterioro social, los reyes reaccionan con dureza en vez de con justicia, debido a que sus prioridades se encuentran en otra parte. En un contexto de guerras incesantes, en las que se ven envueltos los grandes imperios - Egipto, Mittani, Hatti, Asiria- y los pequeños reinos y principados como tributarios suyos, adquirió otra vez primacía el carácter heroico del rey junto con sus dotes de fuerza, valor y agresividad. Pero la guerra es ahora una guerra especializada y el rey, pese a su hazañas, depende de sus combatientes en carros tirados por caballos -maryannu - que por lo tanto han pasado a ocupar, como vimos en otro capítulo, el primer plano social mediante concesiones regias a costa de los campesinos.
En un ambiente como aquel el problema principal viene a ser el de la fidelidad. Fidelidad de un rey a otro y fidelidad de los funcionarios y militares hacia su rey. Los grandes reyes, que utilizan entre ellos el calificativo de "hermanos", en el reconocimiento de que la suya es una relación horizontal, entre iguales, al margen de su carácter pacífico o conflictivo, exigen la fidelidad de los pequeños reyes y príncipes en una relación vertical, similar a la que mantienen con sus funcionarios, que no contempla la contrapartida. Si el gran rey ayuda a un rey pequeño, es por su propio interés en el complejo juego político, en el que éste no es más que otra pieza de la estrategia de aquel, no porque en modo alguno deba hacerlo. Aún así, se acaban imponiendo algunas consideraciones prácticas. El gran rey que sistemáticamente se desentiende de las peticiones de ayuda y apoyo que le hacen llegar los reyes y príncipes tributarios, se encontrará, cuando su poder sea menos evidente, bien por enfrentamiento con otro poder regional, como un imperio enemigo, bien por crisis política interna, con la posibilidad nada remota de que se produzcan fugas entre las filas de sus tributarios, que deciden romper su fidelidad y buscar un señor más solícito con sus demandas. Así, la política del gran rey se debe mantener en un equilibrio entre la fidelidad absoluta que le deben los estados y reinos tributarios y la necesidad práctica de alimentar dicha fidelidad, además de con el temor a las represalias, con el cumplimiento efectivo de algunas de sus peticiones. A diferencia de la relación entre el rey y los súbditos de su reino, no se trata aquí de una ficción de intercambio, en la que el súbdito no recibe más que propaganda -la ilusión de que efectivamente recibe algo, vida y protección a cambio de su soporte al palacio concretado en forma de exacciones y prestaciones personales-, sino de un intercambio desigual, pero auténtico.
En un periodo en el que a muchos de los súbditos cada vez les costaba más aceptar el mensaje de la propaganda real, que precisamente retraía la justicia y las formas de protección no militar frente al auge de la dimensión heroica del rey, exigiendo sumisión y fidelidad incondicional, la satisfacción de las peticiones de los pequeños reyes y príncipes al gran rey, que normalmente giraban en torno a la protección de su trono frente a los enemigos y usurpadores, podía producirse con relativa frecuencia. De esta forma, la fidelidad, expresada mediante juramento ante los dioses, quedaba alimentada por el proceder del monarca, cuyo súbditos eran más los reyes y príncipes sometidos, que las gentes de su propio país, convertidas en siervos.
El rey justo, sabio y bondadoso: la influencia del elemento tribal a comienzos del primer milenio.
El final de la Edad del Bronce trajo consigo una grave crisis del Estado palatino, con la destrucción de numerosos palacios, la desaparición de los imperios y el resurgimiento del elemento nómada pastoril, encarnado esta vez por los arameos. En consecuencia, surgió en aquel ambiente un nuevo modelo de rey, con una gran influencia de procedencia tribal, que se impuso con fuerza sobre el contexto de los estados que se formaron, contando con el aporte nómada y de los hapiru resedentarizados, de la desmembración de los reinos e imperios anteriores, Se trata del "rey juez", que era a la vez símbolo de la unidad nacional, idea nueva de procedencia tribal, y jefe del pueblo en armas, que contrasta enormemente con el tipo de reyes propios del periodo anterior. Este tipo de realeza "igualitaria" se vio pronto absorbida por el ambiente ciudadano imperante, transformándose finalmente, como ocurrió en Israel y otros sitios, en una realeza más acorde con las tradiciones históricas y políticas del Próximo Oriente Antiguo, y por ello menos igualitaria y más jerarquizante. Aún así, no dejó de ejercer cierta influencia, y el hecho es que determinados rasgos de arbitrariedad y opresión, que habían sido típicos de la época precedente, desaparecieron con ella, dando lugar a un rebrote de la imagen del "rey justo y recto", preocupado por el bienestar de su pueblo, que hace justicia personalmente y vuelve a proclamar edictos de remisión de deudas. "Sabiduría" y "bondad de corazón" serán los requisitos necesarios ahora, junto con la rectitud de proceder, para contar con la protección de los dioses.
Los reyes fenicios.
Como en otros sitios, la forma de gobierno en Fenicia consistía en la monarquía hereditaria de derecho divino. También aquí los reyes parecen haber prestado especial atención a la sucesión dinástica, si bien en diversas ocasiones las guerras y las conspiraciones palaciegas alteraron la sucesión establecida. El concepto de la realeza, que comparte la mismas características que hallamos en otras partes, nos es ilustrado por algunas inscripciones en las que el monarca es caracterizado como "justo" y "virtuoso", así como por la actividad que, al igual que otros soberanos orientales, desplegaron los reyes fenicios en la construcción de templos y la erección y dedicación de estatuas. A lo que parece la reina no estaba desprovista de facultades: podía actuar como regente y compartir las altas funciones sacerdotales con el rey, si bien seguramente debía desposarse para poder acceder a tales prerrogativas. El carácter religioso de la monarquía fenicio-cananea se advierte con claridad, como en otros sitios, en las funciones de sumo sacerdocio que desempeñan el rey y reina, que eran, respectivamente, sacerdote y sacerdotisa de la mas importante divinidad agrícola local (Baalat en Biblos y Beirut, Astarté en Tiro y Sidón).
La peculiaridad propia de la realeza fenicia en el conjunto próximo oriental radica, sin embargo, en que, a partir de la expansión mediterránea promovida por monarcas como Hiram de Tiro, contemporáneo de Salomón, y como consecuencia de la misma, hubo de ejercer su poder en el marco de un ambiente urbano protagonizado por el auge de una oligarquía que obtenía su riqueza e influencia del comercio en ultramar y que se hallaba parcialmente desvinculada del palacio y más próximo a los templos, que por primera vez desempeñan una función económica, como impulsores y garantes de la expansión comercial, de envergadura. Dicha oligarquía llegará a reemplazar a la realeza como forma de gobierno en las colonias mediterráneas, y en las metrópolis actuará en ocasiones como un factor añadido a la contienda política de índole dinástica. Por lo demás, su presencia en el seno de la asamblea de notables de la ciudad, conocida en la región en los siglos precedentes, la dotará de un dinamismo e influencia desconocidos, convirtiéndola en copartícipe de determinados asuntos políticos, como parecen haber sido ciertos episodios de conflicto en la sucesión dinástica, mediante la tutela de la regencia. No sabemos si la evolución de esta misma asamblea llevó tiempo después a la formación de una asamblea más amplia, de carácter netamente ciudadano, como atestiguan algunos documentos tardíos (Bondi: 1988, 126), pero su presencia política junto al monarca fenicio, como por ejemplo en el tratado entre Asarhadon de Asiria y Baal de Tiro, constituye un hecho significativo.
La evolución de la realeza asiria.
Asiria representa un caso particular y notable que merece una atención particular. Por un lado su incorporación al concierto de las grandes potencias regionales fue, como vimos, tardía, y se produjo casi al final de la Edad del Bronce Por otra los cambios sociales y militares tuvieron en ella un carácter más periférico, si bien los principios sobre los que descansaba la autoridad real eran similares a los que encontramos en otras partes. Parcialmente arameizada en un momento posterior, debe a las guerras contra Babilonia y, sobre todo, a la amenaza que representaba la presencia de elemento nómada estepario y los pueblos de las montañas, el impulso militar y político sobre el que se gestó finalmente una expansión imperial tan vigorosa, como inaccesible se fue tornando su realeza.
En las fiestas de akitu, en las que se procedía a la renovación de los ritos de coronación, se le recordaba al rey de Asiria su carácter de shangu de Assur, es decir, sacerdote y administrador del dios nacional, cuyo dominio debía velar y ampliar. Este mismo principio de autoridad, revestido de idéntica cubierta ideológica, fue aplicado a todos los niveles de la jerarquía administrativa, desde los más altos dignatarios hasta los humildes escribas. Por supuesto que la repartición del poder, y la trasmisión de la autoridad que conlleva, era desproporcional a medida que se escalaba los más altos cargos de la administración, pero la autoridad real, que emanaba de la esfera divina, no tenía, en principio, cortapisa ni paliativo alguno. Claro está que tal justificación ideológica no fue siempre eficaz para librar a los déspotas asirios de la amenaza de las intrigas, conjuras y revueltas promovidas por los nobles de palacio, los poderosos gobernadores de provincias, e incluso los miembros de la propia familia real. A este respecto, el problema sucesorio era especialmente grave y no llegó a encontrar nunca una solución satisfactoria. Buena prueba del poder de la nobleza palaciega y de las distintas camarillas radicaba en el hecho de que, desde las revueltas del siglo IX a.C., el derecho de primogenitura no volvió a tenerse en cuenta. Cualquiera, arropado por un conveniente apoyo, podía albergar aspiraciones al trono, con la única condición, no siempre respetada, de pertenecer a la línea dinástica, por lo que los reyes adquirieron finalmente la costumbre de asociar al heredero de su elección al ejercicio del poder. Los elegidos entraban de esta forma en «la casa de la sucesión» o—bit riduti—, palacio residencia del príncipe heredero y sede del gobierno, con lo que su designación como sucesores del rey quedaba formalizada.
Durante el imperio, la realeza asiria, encarnada en la persona del monarca absoluto, shangu del dios Assur, a quien en último término pertenecía todo, dirigía la producción agrícola e industrial, controlaba los intercambios comerciales y emprendía obras de interés público. Tareas desde siempre de los reyes, pero que ahora alcanzaban unas dimensiones gigantescas, como gigantesca se convertía ahora la dimensión del monarca, que no obstante no será deificado. El rey asirio, protegido por su dios, se hallaba rodeado de terrible sacralidad y esplendor, volviéndose las relaciones con sus funcionarios y dignatarios más indirectas y ritualizadas, con lo que el monarca adquirió un asilamiento misterioso que lo hacía inaccesible prácticamente para todos. El inicial carácter nacionalista de la monarquía asiria de este periodo quedó posteriormente contrapesado por una importante babilonización del clero y otros sectores de las clases dirigentes, así como por la arameización de gran parte de la población.
Para administrar el imperio contaba con grandes medios económicos y humanos, ya que, además del botín y los tributos, el conjunto de la población, tanto si se trataba de hombres libres como de condición servil, debía cumplir «el servicio al rey» y, por consiguiente, responder al reclutamiento y a la prestación personal exigidos. Los funcionarios y cortesanos debían, como cualquier otro súbdito, fidelidad absoluta al rey, que les concede exenciones -tierras, rentas y funciones rediticias-desinteresándose en la práctica del resto de la población, entre la cual los asirios son cada vez más una minoría convertida en clase dominante, rodeada de siervos reducidos a tal estado por la conquista. Un rey de siervos resultaba un rey inaccesible. No había apenas ciudades o aldeas libres a donde pueda (y deba) dirigir su atención. Por eso ésta se concentra en la corte y el la administración, no como instituciones, sino en las personas que las componen. Fuera no existe nada para el rey asirio, siendo asunto de sus nobles y funcionarios. El rey inaccesible se convierte en terrorífico para sus enemigos, antes incluso de librarse la batalla. Su sóla existencia debe ser motivo de inquietud para sus adversarios, no por su ímpetu y valor, sino sencillamente por estar sentado en el trono.
Dentro de este sistema la autonomía del individuo no era muy amplia y los agentes y funcionarios que ejecutaban las órdenes disponían de un margen de iniciativa muy reducido. La eficacia del conjunto dependía por lo demás, en ultima instancia, de la agilidad y regularidad de los servicios de información y correos que, a través de una bien surtida red de carreteras y postas, aseguraban el funcionamiento del aparato administrativo, manteniendo siempre al corriente al rey y al equipo de gobierno central de todo aquello que ocurría, incluso en los confines alejados del imperio, y transmitiendo con prontitud las órdenes y directrices que emanaban de palacio a los centros de la administración provincial y local.
Persia y el Gran Rey.
A pesar de su tremendo poder y sus acentuados rasgos despóticos el Gran Rey, al igual que en toda la tradición próximo oriental anterior, no era un dios, pero si el único en el que operaban los poderes de Ahura-Mazda para mantener el buen orden -arta- en el mundo. La inaccesibilidad de los monarcas asirios se mantuvo en los soberanos aqueménidas, que apenas aparecía ante el pueblo y estaban rodeados de un rígido ceremonial en la corte, pero se hallaba desprovista ahora de sus aspectos más crueles y tampoco se había perdido el carácter "nacional" de la monarquía persa. La principal misión del titular de la realeza, como en tiempos de los "reyes-justos", era hacer que reinara la verdad, asegurando el cumplimiento del derecho y castigando la iniquidad y la mentira. Rodeados de una corte fabulosa y de una importante nobleza, los monarcas aqueménidas consiguieron hacerse obedecer, no tanto por la eficacia de los procedimientos administrativos, que habían heredado de las experiencias históricas y políticas que les precedieron, cuanto por sus propios méritos y su energía personal. Cuando aquellos y ésta fallaban, o eran escasos, las tendencias centrífugas, encarnadas en algunos sátrapas y en la vocación secesionista de diversas provincias -como Egipto- , junto con la amenaza de usurpaciones y crisis políticas internas -todos ellos problemas muy antiguos- aumentaban peligrosamente y la unidad del imperio corría serio peligro.
En el mundo sumerio el rey debía ser y era ante todo un "buen administrador" y debía actuar para restablecer la justicia conculcada, como hicieron Enmetena y Urukagina (Uruinimgina) de Lagash. La buena administración alcanza su modelo histórico en el ejemplo posterior de Gudea, que nos muestra un soberano que supo engrandecer y hacer prosperar su reino. Importa poco que la misma propaganda del rey exagerase sus logros y actuaciones, ya que en definitiva lo que se perseguía era difundir tal imagen. Estos son los dos modelos básicos de la monarquía sumeria más antigua, el rey justo y buen gobernante, antes de la aparición de las aspiraciones de dominio del país y de las regiones exteriores.
A pesar de las guerras, que al menos a partir de un momento no fueron raras, el rey no aparecía ante sus súbditos como un jefe militar, como ocurrirá con los monarcas de periodos posteriores, ya que como administrador del dios tutelar de la ciudad se limitaba a hacer la guerra en su nombre. Los dioses eran los que promovían las guerras y los que, en definitiva, otorgaban la victoria o la derrota, siendo los reyes meros instrumentos de su voluntad. La vinculación del rey con los dioses era por consiguiente muy acusada, no en vano en los orígenes la realeza había descendido del cielo, tal y como afirma la Lista Real Sumeria, por lo que el monarca dirigía la celebración de las grandes festividades religiosas y, sobre todo, actuaba como constructor y embellecedor de sus moradas, los templos. Rey promotor de construcciones, justo y proveedor de la prosperidad de su ciudad, tal es la imagen del "perfecto" monarca sumerio.
La monarquía acadia y la ideología del dominio universal.
La idea del rey como buen administrador, gobernante justo y constructor de templos y obras de irrigación no desapareció con el advenimiento de la dinastía inaugurada por Sargón de Akkad, igual que no desaparecieron los reyes sumerios, sometidos ahora a una autoridad más fuerte y centralizada. El propio Sargón tuvo cuidado de justificar su gobierno en todo momento de acuerdo con las tradiciones sumerias precedentes, y así se proclamó "ungido de Anum" y "vicario de Enlil", dos de las más importantes divinidades sumerias. Pero a todo ello se superpuso un concepto nuevo, consecuencia en parte de sus realizaciones militares, que no habría de ser olvidado y que incluso alimentaría la imaginación de cronistas muy posteriores, "el rey héroe-conquistador". Es algo que se percibe muy bien en el tono y el contenido de sus inscripciones. En ellas no se hace recuento de las construcciones realizadas, sino de las batallas libradas y ganadas por un rey que "no tiene rival". Tanto Sargón, como Naram-Sin, su nieto, constituyen el prototipo de reyes heroicos cuyas acciones se convirtieron en leyenda debido sus grandes conquistas, que fueron fruto de su superioridad física y su arrojo guerrero, siendo recordados por ellas y tratados muchas veces de emular.
La ideología del dominio universal, basada en el principio de que el reino propio constituye el centro del mundo y el resto es una periferia inferior y "barbara" que puede y debe ser sometida, se habría paso de esta forma mediante campañas incesantes y guerras de frontera -si bien no existían aún los medios para articular adecuadamente un estado territorial tan amplio, de ahí la necesidad de preservar las monarquías conquistadas- y pasó a expresarse desde Naram-Sin, y los, posteriores reyes de Ur, Isin y Larsa, anteponiendo una estrella, determinativo propio de las divinidades, al nombre del monarca.
Ebla y Assur. Los reyes mercaderes.
El reino sirio de Ebla, destruido finalmente por las expediciones del acadio Naram-Sin, presentaba unas peculiaridades que contrastan con lo conocido hasta entonces en la llanura mesopotámica. De mayor extensión que cualquiera de los estados de dimensiones cantonales de Mesopotamia, pero menos urbanizado y con menor densidad de población, así como dotado de una base medioambiental diferente, su monarquía, que revela en algunos elementos una cierta y superficial influencia sumeria, representa un modelo distinto de poder, articulado bien es cierto en torno a un palacio, pero con prácticas y legitimación diferentes, que emergen de una sociedad con una fuerte estructura familiar. El rey, cuyo carácter originariamente electivo se pone hoy en duda, hallaba contrapeso a su poder en el grupo de "ancianos", representantes de las principales familias que, como él, residían en el palacio. Tales "ancianos" acaparaban importantes prerrogativas administrativas, como el gobierno de una provincia, no por designación regia sino por su posición en la estructura de la sociedad. Todas estas diferencias no se deben a un estadio primitivo de la realeza frente a los tipos más desarrollados, propios de la Mesopotamia meridional, sino a unas bases sociales, económicas y políticas distintas. Al predominio de la estructura familiar de la sociedad se une en Ebla la ausencia del templo como agente económico y colonizador, y una economía de tipo agro-pastoril que encuentra en el comercio un medio importante de desarrollo.
Un poco diferente es el caso de Assur. Durante mucho tiempo se defendió el carácter electivo de los primeros reyes asirios, a los que se consideraba inmersos en una tradición tribal seminómada, pero hoy la mención en la lista real asiria de los "reyes que vivían en tiendas" tiende a interpretarse como una interpolación destinada a legitimizar la figura de Shamshi-Adad I, fundador del primer poderío político y militar de Asiria, perteneciente él mismo a un clan nómada amorita. Aún así los reyes asirios más antiguos parecen encontrarse más cerca de los monarcas eblaitas que de sus contemporáneos sumerios y, por supuesto, acadios. El poder, que sólo tras la desaparición del imperio de la Tercera Dinastía de Ur será totalmente autónomo, y en cuya cumbre se situaba un rey legitimado por el dios local Assur, era tripartito. Junto al rey se encontraba la "ciudad" -alum- , representada por la asamblea de los jefes de familia de ciudadanos libres -puhrum- con competencias sustancialmente judiciales y una incidencia política dificilmente cuantificable, pero que dejaba oir su voz en el palacio, debido a la importante participación de los ciudadanos y los notables en el comercio promovido por los reyes, aspecto aquí también de gran importancia económica. Finalmente el limun, un funcionario epónimo elegido por sorteo entre los representantes de las diversas familias, ejercía cierto contrapeso al poder del rey, actuando como jefe de la asamblea ciudadana y destinatario de las tasas sobre el comercio.
La monarquía neosumeria.
Durante la época que llamamos neosumeria, en la que la Tercera Dinastía de Ur ejerció la supremacía política, la realeza se convirtió en una síntesis de lo que había sido el modelo de los antiguos reyes sumerios con alguna de las innovaciones incorporadas por los acadios. Los reyes de Ur heredaron de los acadios la ampliación geográfica del horizonte político, así como la deificación ante los sometidos, pero el carácter heroico no fue asimilado y se sustituyó por viejas tradiciones sumerias relativas a la justicia y la buena administración. El rey justo se encarnó de nuevo en la figura misma de Ur-Namu, fundador de la dinastía, y autor de la más antigua compilación de "leyes" hasta ahora conocida -si bien últimamente tiende a atribuírsele a su hijo Shulgi-, protector de los pobres, los huérfanos y las viudas contra la rapacidad de lo ricos y poderosos, como una vez había hecho Urukagina.
El rey neosumerio, que ya no tiene otros rivales en el país, pues sólo el rey de Ur es lugal, habiendo quedado los ensi locales reducidos a la condición de gobernadores dependientes del poder central, se convirtió también, según la antigua tradición, en un gran constructor de templos, como un poco antes lo había sido Gudea, el ensi de Lagash. Esta fue una época relativamente pacífica, al menos en la baja Mesopotamia que formaba el núcleo del imperio. El país de Sumer y Akkad se encontraba pacificado y las campañas militares, como las realizadas por Shulgi y Amar-Sin, se dirigían sobre todo hacia la periferia. Un periodo, por tanto, no muy proclive para la aparición de reyes heroicos y conquistadores al más puro estilo acadio inaugurado por Sargón, si bien los reyes de Ur mantuvieron el determinativo divino delante de sus nombres, lo cual favorecía sus aspiraciones de control político sobre las ciudades sometidas, y al igual que los grandes soberanos de Akkad utilizaron los títulos de "rey de Sumer y Akkad" y "rey de las Cuatro Partes" para expresar esa ideología del dominio universal, que si en las fronteras se realizaba, como antes, mediante campañas militares sucesivas, dentro del imperio se imponía mediante procedimientos políticos y administrativos. El propio Shulgi hacía constatar en sus inscripciones, como un mérito, el no haber destruido ciudades ni anegado el país con la guerra.
La realeza en el periodo paleobabilónico: el "rey justo".
Desaparecido el imperio de Ur, los soberanos, en su mayoría amoritas, que pugnaron por la hegemonía, cuando Isin unas veces y Larsa otras fueron capaces de ejercitarla, actuaron en la más estricta continuidad respecto a sus predecesores neosumerios. El mantenimiento del determinativo divino delante de sus nombres daba fe de unas aspiraciones que, sin embargo, en muchas ocasiones resultaba muy difícil realizar. En aquel ambiente de fragmentación política y guerras incesantes, la figura del rey resultó acrecentada tanto por sus éxitos militares, como por sus capacidades administrativas y, sobre todo, por su eficacia en el mantenimiento de un equilibrio a medio plazo, en el que muchas veces residía la clave final de la victoria. En un tiempo en que ningún rey era poderoso sin el concurso de otros reyes, en palabras del propio Hammurabi, éstos eran aspectos que pasaban a un primer plano. El desarrollo arquitectónico del palacio, característico de este periodo, con uno de sus mejores ejemplos en el bien conocido palacio de Mari, en el Eufrates medio, es el claro exponente de una realeza en la que los procedimientos burocráticos y diplomáticos han adquirido un importante protagonismo, al tiempo que concentra un enorme poder en la figura del rey (Roux, 1987: 234 ss). Y sin embargo, ello no significaba, ni mucho menos, una renuncia a los procedimientos militares ni a las aspiraciones de un dominio universal, como se percibe por ejemplo en las campañas del asirio Shamshi Adad y en su ostentoso título de "rey de la Totalidad", sino la combinación de medios diplomáticos y políticos, junto a los militares, en una escala no conocida hasta entonces.
Si la situación política, con la fragmentación característica hasta el triunfo de Hammurabi, imponía un nuevo equilibrio y otra forma de hacer las cosas, en el plano social el aumento de las desigualdades y de la presión sobre los más humildes, situó otra vez en primer plano la figura del rey como dispensador de justicia, protector de los débiles frente a los poderosos mediante los edictos de mesharum (justicia), que solían proclamarse cada comienzo de reinado, pero que en ocasiones un mismo rey había de decretar otras tantas veces. Un cierto proceso de humanización de la realeza, como a veces se le ha definido, que la acerca más, en términos siempre relativos y nada concretos, a sus súbditos; una acentuación de los aspectos de la figura del rey que más podían incidir en los intereses de la población: protección y justicia. Por influencia amorita, que introdujo en Mesopotamia los ideales de la igualdad tribal, redefinidos luego -claro está- en el ambiente de la corte y de la ciudad, el rey justo se asimila a la imagen del rey "pastor " que cuida de un rebaño humano al que vigila y protege.
Además de dispensador de protección y justicia, el rey seguía actuando como otorgador de vida, responsable de "dar de comer alimentos preciados a las gentes, de hacerles beber agua dulce", como rezan las inscripciones, y en tal función se distingue sobre todo por la construcción de canales, que ya no es una empresa dirigida por el dios, como ocurría en la tradición más antigua, sino por él mismo al frente de la comunidad, principal beneficiaria de su gestión y su esfuerzo. Porque el rey es, además, esforzado y sabio, y como tal se manifiesta con claridad en aquel que, sin duda, fue el más importante de todos lo reyes de la época, el babilonio Hammurabi, también de origen amorita, y creador de un nuevo imperio, en que se plasmaba una vez más la realización de las aspiraciones arropadas por la vieja ideología del dominio universal. Por eso, este soberano detentaba los títulos de "rey de la Totalidad" o "rey de las Cuatro Partes del Mundo" con lo que hacía gala, como mucho antes Sargón, del carácter universal de su dominio. Era además, y en esto Hammurabi no se distinguía de otros monarcas mesopotámicos, sumo legislador, juez y general en jefe de los ejércitos, hallándose auxiliado en sus tareas de gobierno por una serie de dignatarios que, al igual que antes, no obedecían en las funciones que desempeñaban a una estricta reglamentación ministerial. No había, como veremos en otro capítulo, especialización de cargos. Como servidores, ante todo, del monarca poseían poderes considerables y diversos que en ocasiones podían dar lugar a un cierto conflicto de atribuciones.
El rey opresor: cambios en la ideología real durante el Bronce Tardío.
A mediados del segundo milenio se produjo una nueva transformación en la realeza que afectó al modelo de rey en el Próximo Oriente Antiguo. Tal cambio fue consecuencia, sobre todo, de la confluencia de dos tipos de factores, los que procedían de las circunstancias propias de la política regional que caracterizaron el periodo, con su división en grandes imperios y pequeños reinos y principados -grandes cortes con grandes reyes frente a pequeños palacios y reyes "vasallos"-, y los procedentes del ambiente social y palatino, caracterizado por el auge de una aristocracia militar que se convirtió en el soporte más inmediato del poder real. De acuerdo con esta última perspectiva, el rey pasó, de ser el jefe y representante de la comunidad ante los dioses, a constituirse en el lider de una restringida elite de poder, de protector de los débiles y los oprimidos a ser cómplice de los poderosos y los opresores, con quienes convivía en su corte y combatía en su ejército. Desaparecen los edictos de justicia, mediante los cuales se perdonaban las deudas y se aliviaba la situación de los más humildes, y se persigue implacablemente a los fugitivos, a todos aquellos que huyen de las tremendas cargas que han pasado a constituir las imposiciones fiscales y las prestaciones obligatorias al palacio. Ante el deterioro social, los reyes reaccionan con dureza en vez de con justicia, debido a que sus prioridades se encuentran en otra parte. En un contexto de guerras incesantes, en las que se ven envueltos los grandes imperios - Egipto, Mittani, Hatti, Asiria- y los pequeños reinos y principados como tributarios suyos, adquirió otra vez primacía el carácter heroico del rey junto con sus dotes de fuerza, valor y agresividad. Pero la guerra es ahora una guerra especializada y el rey, pese a su hazañas, depende de sus combatientes en carros tirados por caballos -maryannu - que por lo tanto han pasado a ocupar, como vimos en otro capítulo, el primer plano social mediante concesiones regias a costa de los campesinos.
En un ambiente como aquel el problema principal viene a ser el de la fidelidad. Fidelidad de un rey a otro y fidelidad de los funcionarios y militares hacia su rey. Los grandes reyes, que utilizan entre ellos el calificativo de "hermanos", en el reconocimiento de que la suya es una relación horizontal, entre iguales, al margen de su carácter pacífico o conflictivo, exigen la fidelidad de los pequeños reyes y príncipes en una relación vertical, similar a la que mantienen con sus funcionarios, que no contempla la contrapartida. Si el gran rey ayuda a un rey pequeño, es por su propio interés en el complejo juego político, en el que éste no es más que otra pieza de la estrategia de aquel, no porque en modo alguno deba hacerlo. Aún así, se acaban imponiendo algunas consideraciones prácticas. El gran rey que sistemáticamente se desentiende de las peticiones de ayuda y apoyo que le hacen llegar los reyes y príncipes tributarios, se encontrará, cuando su poder sea menos evidente, bien por enfrentamiento con otro poder regional, como un imperio enemigo, bien por crisis política interna, con la posibilidad nada remota de que se produzcan fugas entre las filas de sus tributarios, que deciden romper su fidelidad y buscar un señor más solícito con sus demandas. Así, la política del gran rey se debe mantener en un equilibrio entre la fidelidad absoluta que le deben los estados y reinos tributarios y la necesidad práctica de alimentar dicha fidelidad, además de con el temor a las represalias, con el cumplimiento efectivo de algunas de sus peticiones. A diferencia de la relación entre el rey y los súbditos de su reino, no se trata aquí de una ficción de intercambio, en la que el súbdito no recibe más que propaganda -la ilusión de que efectivamente recibe algo, vida y protección a cambio de su soporte al palacio concretado en forma de exacciones y prestaciones personales-, sino de un intercambio desigual, pero auténtico.
En un periodo en el que a muchos de los súbditos cada vez les costaba más aceptar el mensaje de la propaganda real, que precisamente retraía la justicia y las formas de protección no militar frente al auge de la dimensión heroica del rey, exigiendo sumisión y fidelidad incondicional, la satisfacción de las peticiones de los pequeños reyes y príncipes al gran rey, que normalmente giraban en torno a la protección de su trono frente a los enemigos y usurpadores, podía producirse con relativa frecuencia. De esta forma, la fidelidad, expresada mediante juramento ante los dioses, quedaba alimentada por el proceder del monarca, cuyo súbditos eran más los reyes y príncipes sometidos, que las gentes de su propio país, convertidas en siervos.
El rey justo, sabio y bondadoso: la influencia del elemento tribal a comienzos del primer milenio.
El final de la Edad del Bronce trajo consigo una grave crisis del Estado palatino, con la destrucción de numerosos palacios, la desaparición de los imperios y el resurgimiento del elemento nómada pastoril, encarnado esta vez por los arameos. En consecuencia, surgió en aquel ambiente un nuevo modelo de rey, con una gran influencia de procedencia tribal, que se impuso con fuerza sobre el contexto de los estados que se formaron, contando con el aporte nómada y de los hapiru resedentarizados, de la desmembración de los reinos e imperios anteriores, Se trata del "rey juez", que era a la vez símbolo de la unidad nacional, idea nueva de procedencia tribal, y jefe del pueblo en armas, que contrasta enormemente con el tipo de reyes propios del periodo anterior. Este tipo de realeza "igualitaria" se vio pronto absorbida por el ambiente ciudadano imperante, transformándose finalmente, como ocurrió en Israel y otros sitios, en una realeza más acorde con las tradiciones históricas y políticas del Próximo Oriente Antiguo, y por ello menos igualitaria y más jerarquizante. Aún así, no dejó de ejercer cierta influencia, y el hecho es que determinados rasgos de arbitrariedad y opresión, que habían sido típicos de la época precedente, desaparecieron con ella, dando lugar a un rebrote de la imagen del "rey justo y recto", preocupado por el bienestar de su pueblo, que hace justicia personalmente y vuelve a proclamar edictos de remisión de deudas. "Sabiduría" y "bondad de corazón" serán los requisitos necesarios ahora, junto con la rectitud de proceder, para contar con la protección de los dioses.
Los reyes fenicios.
Como en otros sitios, la forma de gobierno en Fenicia consistía en la monarquía hereditaria de derecho divino. También aquí los reyes parecen haber prestado especial atención a la sucesión dinástica, si bien en diversas ocasiones las guerras y las conspiraciones palaciegas alteraron la sucesión establecida. El concepto de la realeza, que comparte la mismas características que hallamos en otras partes, nos es ilustrado por algunas inscripciones en las que el monarca es caracterizado como "justo" y "virtuoso", así como por la actividad que, al igual que otros soberanos orientales, desplegaron los reyes fenicios en la construcción de templos y la erección y dedicación de estatuas. A lo que parece la reina no estaba desprovista de facultades: podía actuar como regente y compartir las altas funciones sacerdotales con el rey, si bien seguramente debía desposarse para poder acceder a tales prerrogativas. El carácter religioso de la monarquía fenicio-cananea se advierte con claridad, como en otros sitios, en las funciones de sumo sacerdocio que desempeñan el rey y reina, que eran, respectivamente, sacerdote y sacerdotisa de la mas importante divinidad agrícola local (Baalat en Biblos y Beirut, Astarté en Tiro y Sidón).
La peculiaridad propia de la realeza fenicia en el conjunto próximo oriental radica, sin embargo, en que, a partir de la expansión mediterránea promovida por monarcas como Hiram de Tiro, contemporáneo de Salomón, y como consecuencia de la misma, hubo de ejercer su poder en el marco de un ambiente urbano protagonizado por el auge de una oligarquía que obtenía su riqueza e influencia del comercio en ultramar y que se hallaba parcialmente desvinculada del palacio y más próximo a los templos, que por primera vez desempeñan una función económica, como impulsores y garantes de la expansión comercial, de envergadura. Dicha oligarquía llegará a reemplazar a la realeza como forma de gobierno en las colonias mediterráneas, y en las metrópolis actuará en ocasiones como un factor añadido a la contienda política de índole dinástica. Por lo demás, su presencia en el seno de la asamblea de notables de la ciudad, conocida en la región en los siglos precedentes, la dotará de un dinamismo e influencia desconocidos, convirtiéndola en copartícipe de determinados asuntos políticos, como parecen haber sido ciertos episodios de conflicto en la sucesión dinástica, mediante la tutela de la regencia. No sabemos si la evolución de esta misma asamblea llevó tiempo después a la formación de una asamblea más amplia, de carácter netamente ciudadano, como atestiguan algunos documentos tardíos (Bondi: 1988, 126), pero su presencia política junto al monarca fenicio, como por ejemplo en el tratado entre Asarhadon de Asiria y Baal de Tiro, constituye un hecho significativo.
La evolución de la realeza asiria.
Asiria representa un caso particular y notable que merece una atención particular. Por un lado su incorporación al concierto de las grandes potencias regionales fue, como vimos, tardía, y se produjo casi al final de la Edad del Bronce Por otra los cambios sociales y militares tuvieron en ella un carácter más periférico, si bien los principios sobre los que descansaba la autoridad real eran similares a los que encontramos en otras partes. Parcialmente arameizada en un momento posterior, debe a las guerras contra Babilonia y, sobre todo, a la amenaza que representaba la presencia de elemento nómada estepario y los pueblos de las montañas, el impulso militar y político sobre el que se gestó finalmente una expansión imperial tan vigorosa, como inaccesible se fue tornando su realeza.
En las fiestas de akitu, en las que se procedía a la renovación de los ritos de coronación, se le recordaba al rey de Asiria su carácter de shangu de Assur, es decir, sacerdote y administrador del dios nacional, cuyo dominio debía velar y ampliar. Este mismo principio de autoridad, revestido de idéntica cubierta ideológica, fue aplicado a todos los niveles de la jerarquía administrativa, desde los más altos dignatarios hasta los humildes escribas. Por supuesto que la repartición del poder, y la trasmisión de la autoridad que conlleva, era desproporcional a medida que se escalaba los más altos cargos de la administración, pero la autoridad real, que emanaba de la esfera divina, no tenía, en principio, cortapisa ni paliativo alguno. Claro está que tal justificación ideológica no fue siempre eficaz para librar a los déspotas asirios de la amenaza de las intrigas, conjuras y revueltas promovidas por los nobles de palacio, los poderosos gobernadores de provincias, e incluso los miembros de la propia familia real. A este respecto, el problema sucesorio era especialmente grave y no llegó a encontrar nunca una solución satisfactoria. Buena prueba del poder de la nobleza palaciega y de las distintas camarillas radicaba en el hecho de que, desde las revueltas del siglo IX a.C., el derecho de primogenitura no volvió a tenerse en cuenta. Cualquiera, arropado por un conveniente apoyo, podía albergar aspiraciones al trono, con la única condición, no siempre respetada, de pertenecer a la línea dinástica, por lo que los reyes adquirieron finalmente la costumbre de asociar al heredero de su elección al ejercicio del poder. Los elegidos entraban de esta forma en «la casa de la sucesión» o—bit riduti—, palacio residencia del príncipe heredero y sede del gobierno, con lo que su designación como sucesores del rey quedaba formalizada.
Durante el imperio, la realeza asiria, encarnada en la persona del monarca absoluto, shangu del dios Assur, a quien en último término pertenecía todo, dirigía la producción agrícola e industrial, controlaba los intercambios comerciales y emprendía obras de interés público. Tareas desde siempre de los reyes, pero que ahora alcanzaban unas dimensiones gigantescas, como gigantesca se convertía ahora la dimensión del monarca, que no obstante no será deificado. El rey asirio, protegido por su dios, se hallaba rodeado de terrible sacralidad y esplendor, volviéndose las relaciones con sus funcionarios y dignatarios más indirectas y ritualizadas, con lo que el monarca adquirió un asilamiento misterioso que lo hacía inaccesible prácticamente para todos. El inicial carácter nacionalista de la monarquía asiria de este periodo quedó posteriormente contrapesado por una importante babilonización del clero y otros sectores de las clases dirigentes, así como por la arameización de gran parte de la población.
Para administrar el imperio contaba con grandes medios económicos y humanos, ya que, además del botín y los tributos, el conjunto de la población, tanto si se trataba de hombres libres como de condición servil, debía cumplir «el servicio al rey» y, por consiguiente, responder al reclutamiento y a la prestación personal exigidos. Los funcionarios y cortesanos debían, como cualquier otro súbdito, fidelidad absoluta al rey, que les concede exenciones -tierras, rentas y funciones rediticias-desinteresándose en la práctica del resto de la población, entre la cual los asirios son cada vez más una minoría convertida en clase dominante, rodeada de siervos reducidos a tal estado por la conquista. Un rey de siervos resultaba un rey inaccesible. No había apenas ciudades o aldeas libres a donde pueda (y deba) dirigir su atención. Por eso ésta se concentra en la corte y el la administración, no como instituciones, sino en las personas que las componen. Fuera no existe nada para el rey asirio, siendo asunto de sus nobles y funcionarios. El rey inaccesible se convierte en terrorífico para sus enemigos, antes incluso de librarse la batalla. Su sóla existencia debe ser motivo de inquietud para sus adversarios, no por su ímpetu y valor, sino sencillamente por estar sentado en el trono.
Dentro de este sistema la autonomía del individuo no era muy amplia y los agentes y funcionarios que ejecutaban las órdenes disponían de un margen de iniciativa muy reducido. La eficacia del conjunto dependía por lo demás, en ultima instancia, de la agilidad y regularidad de los servicios de información y correos que, a través de una bien surtida red de carreteras y postas, aseguraban el funcionamiento del aparato administrativo, manteniendo siempre al corriente al rey y al equipo de gobierno central de todo aquello que ocurría, incluso en los confines alejados del imperio, y transmitiendo con prontitud las órdenes y directrices que emanaban de palacio a los centros de la administración provincial y local.
Persia y el Gran Rey.
A pesar de su tremendo poder y sus acentuados rasgos despóticos el Gran Rey, al igual que en toda la tradición próximo oriental anterior, no era un dios, pero si el único en el que operaban los poderes de Ahura-Mazda para mantener el buen orden -arta- en el mundo. La inaccesibilidad de los monarcas asirios se mantuvo en los soberanos aqueménidas, que apenas aparecía ante el pueblo y estaban rodeados de un rígido ceremonial en la corte, pero se hallaba desprovista ahora de sus aspectos más crueles y tampoco se había perdido el carácter "nacional" de la monarquía persa. La principal misión del titular de la realeza, como en tiempos de los "reyes-justos", era hacer que reinara la verdad, asegurando el cumplimiento del derecho y castigando la iniquidad y la mentira. Rodeados de una corte fabulosa y de una importante nobleza, los monarcas aqueménidas consiguieron hacerse obedecer, no tanto por la eficacia de los procedimientos administrativos, que habían heredado de las experiencias históricas y políticas que les precedieron, cuanto por sus propios méritos y su energía personal. Cuando aquellos y ésta fallaban, o eran escasos, las tendencias centrífugas, encarnadas en algunos sátrapas y en la vocación secesionista de diversas provincias -como Egipto- , junto con la amenaza de usurpaciones y crisis políticas internas -todos ellos problemas muy antiguos- aumentaban peligrosamente y la unidad del imperio corría serio peligro.