La desaparición y el debilitamiento de los grandes imperios en el marco de la crisis que puso término a la Edad del Bronce habría de suponer, finalmente, un renacimiento de las concepciones monocéntricas del mundo ejemplarmente protagonizado por Asiria. Resurge, una vez más, la idea del "dominio universal" y los reyes neoasirios se jactan una y otra vez de haber alcanzado los confines del mundo, donde yerguen sus estelas conmemorativas, y se mantiene el prestigio de clase de los combatientes profesionales, cuyo lugar es ocupado ahora por la caballería, al tiempo que se introduce la ferocidad propia de la guerra de ambientes tribales. En muchos aspectos, el expansionismo asirio resulta una síntesis de las experiencias y prácticas anteriores. Viejas ideas encontraron una formulación nueva. El dios nacional Assur no había tenido antaño un carácter específicamente guerrero, ni aún en tiempos de Shamshi-Adad I que utilizó al meridional Enlil a fin de conectar con la prestigiosa tradición sumeria y enlazar con las gestas acadias. Es en el siglo XIII cuando el conquistador Tukulti-Ninurta I promueve el culto a Shamash, el vengativo dios de la lluvia y la tormenta, situándolo en un primer plano, junto con Assur.
La guerra se concibe entonces como una cacería. Se considera que los pueblos extranjeros, inferiores, se hallan sometidos por naturaleza, hecho que si no aceptan es tomado como rebelión y, puesto que no pueden triunfar, constituye un signo de locura. Así que la guerra se convierte, en cierta medida, en la caza de los rebeldes, en lo que influyó considerablemente la asociación que desde el siglo XIV efectúan los reyes asirios de ambas actividades. La caza es el deporte real por excelencia y a semejanza de la guerra requiere valor y decisión y entraña riesgos similares a aquella. De hecho la indumentaria era la misma para cazar que para guerrear y también los dioses desempeñaban en ambas un mismo papel.
Los medios para llevar a la práctica tales ideas también se habían renovado. El ejército asirio evolucionó mucho con el transcurso del tiempo. A partir de Tukulti-Ninurta II y Assurnasirpal II pasó de ser un instrumento defensivo a constituirse en una poderosa arma ofensiva. Tiglat-Pilaser III y Sargón II llevaron a cabo diferentes reformas, como resultado de las cuales todo el aparato del poder estatal fue puesto al servicio de las necesidades militares. A partir de entonces se renunció a las levas anuales para crear un ejército permanente, en el que el elemento asirio será cada vez más minoritario. Ya desde Salmanasar III las tropas asirias se reforzaban con contingentes reclutados entre los vencidos. Senaquerib incluyó en el ejército 10.000 arqueros y otros tantos infantes de entre los prisioneros del "país Occidental"; Assurbanipal completó también su ejército con elementos procedentes de las regiones conquistadas del Elam, y en la expedición contra Egipto fueron agregados al ejército cuerpos de reclutas procedentes de veintidós principados sirios. El ejército asirio también se nutría de gentes de guerra procedentes de ciertos núcleos de población que habían sido deportados de un lugar a otro del imperio. La participación de mercenarios tampoco fue desconocida en el ejército asirio que a partir de finales del siglo VIII a.C. se componía de tres elementos: tropas permanentes a disposición de los gobernadores -el jefe de cada región reunía los efectivos en el territorio bajo su mando y él mismo podía ponerse al frente de estos contingentes-, cuerpos y destacamentos especiales que integraban el ejército real —«el nudo del reino»— apostados en las fronteras especialmente en el norte y que, dispersos también por el Imperio, se podían trasladar rápidamente contra el enemigo, en especial para el aplastamiento de los sublevados. Por último, la guardia real a caballo, auténtico cuerpo de élite, utilizada para las misiones de confianza.
El desarrollo del ejército se plasmó también en su estructuración en unidades de combate. En las inscripciones a menudo se mencionan unidades de cincuenta hombres -kirsu-, pero junto a ellas existían otras agrupaciones tácticas mayores y también menores. Las unidades militares habituales incorporaban infantes, jinetes y carros. Esta última arma se fue perfeccionando progresivamente. Tiglat-Pilaser III construyó carros más resistentes pero que aún transportaban sólo a dos hombres. Luego el carro se hizo más grande y el tiro pasó a tres y cuatro caballos, transportando en época de Assurbanipal tres combatientes además del conductor. Pero al mismo tiempo se hicieron menos manejables, por lo que terminaron por ceder su papel ofensivo a la caballería para permanecer como arma de combate a media distancia, transportando con rapidez un contingente de arqueros y lanceros encargados de apoyar las maniobras de la infantería. No constituían sólo un medio eficaz de transporte, sino que se trataba de un conjunto orgánico destinado a una forma especial de combate (Harmand 1986, 134).
La aparición de la caballería asiria se remonta, al menos, a tiempos de Assurnasirpal II, en la primera mitad del siglo IX a.C. En un relieve de este monarca aparecen arqueros a caballo que cargan disparando, flanqueados por escuderos también a caballo que sujetan las riendas de las dos monturas. Este procedimiento primitivo fue finalmente abandonado y el jinete asirio, combatiendo en pequeños grupos —las unidades de más de mil jinetes no aparecieron hasta los tiempos de Sargón II—, perdió en parte su carácter de infante montado aunque continuó siendo un arquero. Pero de todas formas, la principal masa del ejército era la infantería compuesta mayoritariamente de arqueros, honderos, escuderos, lanceros y lanzadores de jabalinas. La evolución del ejército afectó también a una especialización de la infantería que desarrolló principalmente sus cuerpos pesados de piqueros, a los que rodeaban y protegían destacamentos de arqueros y grupos de honderos. Estos contingentes se encontraban bien pertrechados con cascos, escudos y cotas de mallas y todos los combatientes portaban espada.
Con la revitalización de la guerra de asedio la poliorcética adquirió un importante protagonismo. Los asirios no sólo eran excelentes constructores de fortalezas, como revela por ejemplo la que fue construida por Salmanasar III en el ángulo SO de la muralla externa de Kalah y defendida por un muro exterior con un grueso de más de 3 m. y defensas jalonadas por macizas aspilleras situadas a intervalos de unos 20 m., sino que desarrollaron la técnica del asedio y el arma de la artillería pesada. Las fortalezas asediadas eran rodeadas de un foso y un terraplén de tierra y muros y puertas eran golpeados por pesados arietes montados sobre ruedas en los que una grandes vigas, guarnecida de metal y suspendida por cadenas, eran balanceadas por los hombres situados bajo un toldo protector de cuero. Junto a los arietes, escalas, torres de asalto, manteletes y minas hacían paralelamente su trabajo. Cuerpos de zapadores abrían paso al ejército por los parajes montañosos, mientras que con ayuda de odres inflados cruzaban los soldados los ríos, transportando el material y la carga sobre balsas y barcazas.
Tal ejército, cuyos comandantes conocían a la perfección las tácticas de los ataques frontales y de flancos y la combinación de ambas formas de ataque durante la ofensiva en un frente abierto, y que era capaz de realizar ataques por sorpresa, incluso de noche, así como de cortar las líneas de suministros del enemigo a fin de obligarlo a la rendición por hambre, constituía uno de los pilares fundamentales sobre el que se alzaba el poderío asirio. Su actuación se encontraba apoyada por una cuidada infraestructura que comprendía la existencia de arsenales donde se guardaban las armas y todo género de municiones, una red de carreteras y caminos pavimentados y cuerpos especiales de ingeniería encargados de la construcción de campamentos fortificados, puentes y pontones.
El factor psicológico era igualmente utilizado con eficacia y la estrategia del terror se convirtió en un elemento predominante. A diferencia de la guerra de rapiña cuyo objetivo consistía en acaparar botín, devastando de paso el territorio enemigo, la crueldad manifiesta constituyó una de las principales armas psicológicas de los asirios: círculos de empalados y montañas de cabezas servían de escarmiento frente a las puertas de las ciudades conquistadas, poblaciones quemadas vivas en el interior de sus casas, desollados vivos expuestos en las murallas constituían el mejor aviso de lo que podría sucederles a aquéllos que osaran hacer frente al avance implacable de sus tropas. No obstante, todas estas muestras de extraordinaria crueldad no fueron patrimonio exclusivo de los asirios. Otros muchos la habían practicado antes a otra escala y sin convertirla en centro de su propaganda. Pero no se trata sólo de una cuestión de magnitudes sino, sobre todo, de métodos, y éstos eran muy viejos. Se diga lo que se diga, la guerra antigua no fue nunca menos despiadada que la moderna, constituyó como siempre un horrible drama.
La guerra se concibe entonces como una cacería. Se considera que los pueblos extranjeros, inferiores, se hallan sometidos por naturaleza, hecho que si no aceptan es tomado como rebelión y, puesto que no pueden triunfar, constituye un signo de locura. Así que la guerra se convierte, en cierta medida, en la caza de los rebeldes, en lo que influyó considerablemente la asociación que desde el siglo XIV efectúan los reyes asirios de ambas actividades. La caza es el deporte real por excelencia y a semejanza de la guerra requiere valor y decisión y entraña riesgos similares a aquella. De hecho la indumentaria era la misma para cazar que para guerrear y también los dioses desempeñaban en ambas un mismo papel.
Los medios para llevar a la práctica tales ideas también se habían renovado. El ejército asirio evolucionó mucho con el transcurso del tiempo. A partir de Tukulti-Ninurta II y Assurnasirpal II pasó de ser un instrumento defensivo a constituirse en una poderosa arma ofensiva. Tiglat-Pilaser III y Sargón II llevaron a cabo diferentes reformas, como resultado de las cuales todo el aparato del poder estatal fue puesto al servicio de las necesidades militares. A partir de entonces se renunció a las levas anuales para crear un ejército permanente, en el que el elemento asirio será cada vez más minoritario. Ya desde Salmanasar III las tropas asirias se reforzaban con contingentes reclutados entre los vencidos. Senaquerib incluyó en el ejército 10.000 arqueros y otros tantos infantes de entre los prisioneros del "país Occidental"; Assurbanipal completó también su ejército con elementos procedentes de las regiones conquistadas del Elam, y en la expedición contra Egipto fueron agregados al ejército cuerpos de reclutas procedentes de veintidós principados sirios. El ejército asirio también se nutría de gentes de guerra procedentes de ciertos núcleos de población que habían sido deportados de un lugar a otro del imperio. La participación de mercenarios tampoco fue desconocida en el ejército asirio que a partir de finales del siglo VIII a.C. se componía de tres elementos: tropas permanentes a disposición de los gobernadores -el jefe de cada región reunía los efectivos en el territorio bajo su mando y él mismo podía ponerse al frente de estos contingentes-, cuerpos y destacamentos especiales que integraban el ejército real —«el nudo del reino»— apostados en las fronteras especialmente en el norte y que, dispersos también por el Imperio, se podían trasladar rápidamente contra el enemigo, en especial para el aplastamiento de los sublevados. Por último, la guardia real a caballo, auténtico cuerpo de élite, utilizada para las misiones de confianza.
El desarrollo del ejército se plasmó también en su estructuración en unidades de combate. En las inscripciones a menudo se mencionan unidades de cincuenta hombres -kirsu-, pero junto a ellas existían otras agrupaciones tácticas mayores y también menores. Las unidades militares habituales incorporaban infantes, jinetes y carros. Esta última arma se fue perfeccionando progresivamente. Tiglat-Pilaser III construyó carros más resistentes pero que aún transportaban sólo a dos hombres. Luego el carro se hizo más grande y el tiro pasó a tres y cuatro caballos, transportando en época de Assurbanipal tres combatientes además del conductor. Pero al mismo tiempo se hicieron menos manejables, por lo que terminaron por ceder su papel ofensivo a la caballería para permanecer como arma de combate a media distancia, transportando con rapidez un contingente de arqueros y lanceros encargados de apoyar las maniobras de la infantería. No constituían sólo un medio eficaz de transporte, sino que se trataba de un conjunto orgánico destinado a una forma especial de combate (Harmand 1986, 134).
La aparición de la caballería asiria se remonta, al menos, a tiempos de Assurnasirpal II, en la primera mitad del siglo IX a.C. En un relieve de este monarca aparecen arqueros a caballo que cargan disparando, flanqueados por escuderos también a caballo que sujetan las riendas de las dos monturas. Este procedimiento primitivo fue finalmente abandonado y el jinete asirio, combatiendo en pequeños grupos —las unidades de más de mil jinetes no aparecieron hasta los tiempos de Sargón II—, perdió en parte su carácter de infante montado aunque continuó siendo un arquero. Pero de todas formas, la principal masa del ejército era la infantería compuesta mayoritariamente de arqueros, honderos, escuderos, lanceros y lanzadores de jabalinas. La evolución del ejército afectó también a una especialización de la infantería que desarrolló principalmente sus cuerpos pesados de piqueros, a los que rodeaban y protegían destacamentos de arqueros y grupos de honderos. Estos contingentes se encontraban bien pertrechados con cascos, escudos y cotas de mallas y todos los combatientes portaban espada.
Con la revitalización de la guerra de asedio la poliorcética adquirió un importante protagonismo. Los asirios no sólo eran excelentes constructores de fortalezas, como revela por ejemplo la que fue construida por Salmanasar III en el ángulo SO de la muralla externa de Kalah y defendida por un muro exterior con un grueso de más de 3 m. y defensas jalonadas por macizas aspilleras situadas a intervalos de unos 20 m., sino que desarrollaron la técnica del asedio y el arma de la artillería pesada. Las fortalezas asediadas eran rodeadas de un foso y un terraplén de tierra y muros y puertas eran golpeados por pesados arietes montados sobre ruedas en los que una grandes vigas, guarnecida de metal y suspendida por cadenas, eran balanceadas por los hombres situados bajo un toldo protector de cuero. Junto a los arietes, escalas, torres de asalto, manteletes y minas hacían paralelamente su trabajo. Cuerpos de zapadores abrían paso al ejército por los parajes montañosos, mientras que con ayuda de odres inflados cruzaban los soldados los ríos, transportando el material y la carga sobre balsas y barcazas.
Tal ejército, cuyos comandantes conocían a la perfección las tácticas de los ataques frontales y de flancos y la combinación de ambas formas de ataque durante la ofensiva en un frente abierto, y que era capaz de realizar ataques por sorpresa, incluso de noche, así como de cortar las líneas de suministros del enemigo a fin de obligarlo a la rendición por hambre, constituía uno de los pilares fundamentales sobre el que se alzaba el poderío asirio. Su actuación se encontraba apoyada por una cuidada infraestructura que comprendía la existencia de arsenales donde se guardaban las armas y todo género de municiones, una red de carreteras y caminos pavimentados y cuerpos especiales de ingeniería encargados de la construcción de campamentos fortificados, puentes y pontones.
El factor psicológico era igualmente utilizado con eficacia y la estrategia del terror se convirtió en un elemento predominante. A diferencia de la guerra de rapiña cuyo objetivo consistía en acaparar botín, devastando de paso el territorio enemigo, la crueldad manifiesta constituyó una de las principales armas psicológicas de los asirios: círculos de empalados y montañas de cabezas servían de escarmiento frente a las puertas de las ciudades conquistadas, poblaciones quemadas vivas en el interior de sus casas, desollados vivos expuestos en las murallas constituían el mejor aviso de lo que podría sucederles a aquéllos que osaran hacer frente al avance implacable de sus tropas. No obstante, todas estas muestras de extraordinaria crueldad no fueron patrimonio exclusivo de los asirios. Otros muchos la habían practicado antes a otra escala y sin convertirla en centro de su propaganda. Pero no se trata sólo de una cuestión de magnitudes sino, sobre todo, de métodos, y éstos eran muy viejos. Se diga lo que se diga, la guerra antigua no fue nunca menos despiadada que la moderna, constituyó como siempre un horrible drama.