Carácter de la realeza en el Próximo Oriente.
La monarquía fue la forma típica que adquirió en el Próximo Oriente Antiguo el ejercicio del poder político. La institución política central y básica era la realeza. En gran medida el Estado era el rey y, de acuerdo al modelo histórico predominante, encarnando a una monarquía centralizadora y absolutista que, no obstante su legitimidad divina, enfrentó problemas de envergadura. Con todo, no existió un modelo unitario de realeza, sino que podemos distinguir al menos dos variantes, relacionadas con la legitimidad y la fuerza con que se expresaba el poder del rey. Una corresponde a un máximo de centralización de la estructura política, estableciéndose el predominio absoluto del palacio y el monarca como sede y cabeza visible del Estado respectivamente. La otra mantenía un equilibrio entre el palacio, casa del rey, la ciudad, mediante una asamblea ciudadana, y la nobleza (los miembros de las grandes familias propietarias), representada por una asamblea de notables o por funcionarios epónimos. También existieron, por supuesto, situaciones intermedias ya que no debemos concebir estas dos variantes como realidades estáticas, sino que, por el contrario, fueron consecuencia de la distinta dinámica de los procesos históricos.
La legitimidad y las funciones del rey.
En gran medida la legitimidad del poder real se insertaba muy estrechamente en el ejercicio de sus funciones, para lo cual había sido designado por los dioses, por lo que el primer hecho mediante el cual se producía la legitimación del rey era el de su elección. La cosa puede parecer sencilla, pero no siempre resultaba simple. Aunque normalmente tendía a imponerse la sucesión dinástica, por la cual uno de los hijos sucedería en el trono a su padre, ningún principio político o religioso aseguraba que esto fuera así. Ni siquiera entre los propios hijos del rey estaba siempre establecido un orden sucesorio claro. Aunque la primogenitura, propia de las sociedades patriarcales, constituía una realidad social con fuerza suficiente como para influir en la sucesión hereditaria al trono -habida cuenta de que la realeza también llegó a considerarse como una posesión familiar- en la práctica muchas veces no era el mayor de los hijos del monarca el que llevaba finalmente la corona.
Tras todo ello había motivos de tipo teológico, que eran los que justificaban la existencia y el poder mismos de la realeza. De acuerdo con la ideología imperante, la realeza había surgido por designio y voluntad de los dioses y eran ellos los encargados, en última instancia, de elegir quién iba a ser rey. Por supuesto, la designación de los dioses podía manifestarse de maneras bien diversas y así, los presagio, los sueños y la prueba práctica del éxito eran normalmente considerados como indicaciones de su voluntad. De hecho, como nos muestran los textos, desde la leyenda urdida por Sargón el acadio para justificar su acceso a la realeza resaltando precisamente sus oscuros orígenes, hasta las proclamas de los últimos reyes asirios, era la elección divina y no el origen lo que se consideraba como fuente de la autoridad del rey.
La designación del rey por parte de los dioses sufrió una evolución paralela a las ideas de hegemonía y su realización por parte de los monarcas. En los primeros tiempos era el dios de la ciudad, por mandato de Enlil, el dios supremo del panteón mesopotámico, el encargado de efectuar la elección del rey, pero cuando algunas ciudades, como Akkad, Ur, Babilonia, Assur o Nínive ejercieron su predominio durante generaciones sobre el resto del país, o sobre gran parte de éste, se pasó a considerar que la asamblea de los dioses había otorgado el gobierno temporal a una ciudad determinada para ejercerlo sobre las otras. Los mismos dioses reunidos en asamblea decidirían el final de la hegemonía de una ciudad y el comienzo de la de otra, de la misma manera que decidieron entregar la hegemonía a Marduk, legitimando de este modo el encumbramiento de Babilonia.
Una vez producida la elección por parte de los dioses, de acuerdo con la interpretación que de su voluntad hacían sus representantes terrenales, el futuro rey recibía en el curso de la ceremonia de la coronación las insignias de la realeza, el cetro, la corona, la tiara y el bastón de mando, custodiadas hasta entonces en el templo del dios de la ciudad. La misma ceremonia, que culminaba con la entronización del nuevo rey, implicaba su aceptación por parte de la población -los miembros de la comunidad que representaba ante los dioses- que asistía así explícitamente a la ratificación del vínculo existente entre el rey y la divinidad. El reconocimiento de los reyes de los paises vecinos, que se producía con un intercambio de cartas, embajadores y regalos en el momento de la entronización, constituía un factor más de legitimación, incluso entre los usurpadores, pues en este último caso la pragmática de la política imponía el valor de la utilidad frente a cualquier otro tipo de consideración. Tras la coronación, los altos dignatarios ofrecían sus oraciones y rendían homenaje al nuevo rey, que decidía sobre su futuro al frente de los asuntos del reino.
Una vez en el trono, el rey se legitimaba en cuanto dispensador de vida, esencialmente alimento y protección. Vida, haciendo con su mediación ante los dioses que la siembra prospere, las cosechas y los ganados sean fecundos, los días sigan a las noches, asegurando, en definitiva, que no se perturbe ni interrumpa el orden (divino) del mundo. Era una función en extremo difícil y comprometida, que implicaba la interpretación de los signos sobrenaturales y procedimientos rituales en los que no faltaba la magia analógica, como cuando el rey libaba sobre el surco recién abierto para hacer descender en su momento las lluvias que aseguraran la próxima cosecha, y que no admitía distracción ni descanso, aunque en determinadas cuestiones no consideradas de primer orden el rey podía delegar en sus dignatarios. El rey garantizaba, así mismo, la seguridad indispensable para el normal desarrollo de la vida, que se concretaba en protección militar contra el enemigo exterior, pero también protección interna que implicaba el mantenimiento de la posición social adquirida, para lo que el rey tenía en sus manos la prerrogativa de la justicia. También variaba la forma en que se percibían estos mensajes difundidos por la propaganda regia. "Protección" y "vida", que pueden resultar ideas no muy concretas para el campesino, adquieren todo su sentido cuando se trata del funcionario de palacio, literalmente alimentado y tutelado por el rey.
Pero para actuar como protector y garante de la vida era preciso, ante todo, cumplir con las funciones propias del monarca. Tales funciones eran fundamentalmente tres, interpretar la voluntad de los dioses, representar a su pueblo ante ellos y administrar en su nombre el reino, que no era otra cosa, en último término, que una propiedad de aquellos. El rey administraba su reino, bien una pequeña ciudad o un gran imperio, que en realidad pertenecía a los dioses, por designio de los mismos, y lo hacia interpretando su voluntad, descifrando sus señales, como eclipses o cualquier otro acontecimiento inesperado, y también mediante los sueños, como cuando el rey se retiraba a dormir al templo, aunque ocurría que también en palacio podía ser avisado en sueños por los dioses, o, de manera más activa, interrogándoles a través de los oráculos. En esta labor el rey no se encontraba solo. Aunque él mismo solía asumir, en su doble papel de servidor de los dioses e intérprete de su voluntad, una alta jerarquía sacerdotal, se rodeaba de un amplio cuerpo de sacerdotes y adivinos que le proporcionaban informes a diario. Pero en la administración de ese reino de acuerdo con la voluntad de sus dueños, los dioses, el rey actuaba también como representate del pueblo ante los mismos y era tanto su voz como el responsable de su comportamiento. Ello le proporcionaba la capacidad de interceder por sus súbditos, no tanto individualmente sino como comunidad, y asentar sobre una base firme su capacidad de gobernarlos.
Como intérprete de la voluntad divina el rey estaba legitimado para tomar decisiones y realizar acciones que, por consiguiente, no admiten discusión. Donde quiera que se ponga el límite entre la esfera humana y la divina, el rey es el personaje más próximo a él. Aunque el rey prudente y sabio se rodeará de consejeros y asesores de confianza, sólo, en la medida en que crea han interpretado correctamente la voluntad de los dioses, será su voz y su consejo tenidos en cuenta. Como servidor de las divinidades el rey se manifestaba en su función de constructor y restaurador de sus residencias, los templos. No se podía prestar mayor servicio a un dios que construyéndole su morada. El servicio a los dioses, que no se hallaba exento de zozobras, como cuando algún presagio vaticinaba una amenaza o un peligro inminente que podía ser interpretado, por el propio rey, como una consecuencia de haber servido mal a los dioses, se presentaba, mediante una elaboración ideológica, como un servicio al pueblo. Además de la administración cotidiana, el servicio al pueblo, tal como lo propagaba la ideología que legitimaba los poderes y las funciones del rey, se producía por el mismo hecho de su existencia. El rey existe y con ello rinde un servicio al pueblo, pues garantiza el mantenimiento del orden cósmico y social al hacer realidad lo que no eran sino los designios de los dioses, función para la que fue creada por aquellos la realeza.
Esta idea se expresa, sobre todo, en la participación activa del rey en los acontecimientos que tenían que ver con la renovación del mundo. Así, el rey presidía y protagonizaba en gran medida las fiestas de renovación de la naturaleza, que garantizaban la prosperidad para el próximo año, la celebración del Año Nuevo a comienzos de la primavera o del otoño, en que se producía la hierogamia, la unión sagrada del rey, en su papel de dios rescatado, con la diosa-madre proveedora de la fertilidad y la abundancia. Ejerciendo el papel de protagonista en el ritual que escenificaba el mito cósmico, agrario y social, el rey garantizaba la existencia del orden querido por los dioses y rendía el supremo servicio a su pueblo.
El problema sucesorio.
La fragilidad del Estado palatino, encarnado en la figura del rey, obedecía fundamentalmente a la disociación entre la cúspide política y la población campesina. Desde esta perspectiva, entre el pueblo llano, al que menos le llegaban los favores reales y más indirectamente participaba de los beneficios del gobierno del rey, primaba muchas veces la fidelidad a su comunidad de origen y residencia antes que hacia el monarca. Los cambios producidos en la cúspide política apenas le afectaban en lo cotidiano, por lo que mostraba frecuentemente una actitud indiferente hacia ellos. Esta tendencia se hizo más notable a medida que los reinos aumentaban de tamaño, convirtiéndose en imperios que ejercían el dominio sobre zonas cada vez más amplias. En la primitiva comunidad del templo, en tiempos de la formación de las primeras ciudades sumerias, la identidad de intereses entre los gobernantes (el templo) y los gobernados (las aldeas) no tenía porqué resultar imposible.
Aunque en la práctica la élite gerencial se aprovechara del trabajo de los campesinos, gran parte de cuya producción se almacenaba en los templos, la administración aún se hallaba relativamente cerca, y los beneficios de su actuación, aportando seguridad y garantizando el funcionamiento del especializado sistema productivo, tal vez pudieran aún ser apreciados por la gente que trabajaba en los campos, que se beneficiaba, en último término, de las reservas guardadas en los almacenes en periodos de escasez, y de un sistema de trabajo estable en el que muchos recibían raciones diarias del templo. Tal vez los dependientes del templo se encontrarán en una situación de menor precariedad, ante las adversidades que pueden acompañar a la vida agrícola (malas cosechas, plagas, etc), que los pequeños propietarios independientes, pero estos podían recurrir en caso de emergencia a las reservas de los almacenes, y la servidumbre, como la conoceremos luego, aún no había alcanzado un peso social significativo. A medida que las comunidades del templo fueron integradas en el marco de la ciudad y luego supeditadas a la autoridad de un palacio, la disociación de intereses se fue haciendo mucho más notable. Y cuando diversas ciudades junto con sus territorios fueron integradas en un reino más grande, y finalmente varios de éstos reinos en un imperio, la mayor parte de la población apenas podía albergar hacía sus gobernantes más que temor y odio, si se les sentía como opresores, o en el mejor de los casos indiferencia.
No obstante, en el palacio se escondían los auténticos peligros para el rey, habida cuenta de la escasa posibilidad de que una persona corriente, un súbdito cualquiera, pudiera acceder algún día a su presencia. Pero la fragilidad del rey no implicaba, en cambio, la de la realeza. El que personas distintas pudieran ocupar el mismo trono no ponía en peligro la existencia de éste. Nadie cuestionaba el orden político ni se preveía una alternativa. Un rey determinado podía resultar mejor o peor, pero la realeza era la única forma en que se concebía el gobierno "por cuenta de los dioses".
Desde un principio uno de los problemas que hubo de afrontarse fue el de regular la sucesión al trono, establecida por vía hereditaria entre los hijos del rey. Se estimaba que la realeza, que originariamente había descendido de los cielos, debía trasmitirse de padres a hijos por vía hereditaria, ya que si los dioses habían designado a una ciudad para ejercer el dominio del país, debían ser los sucesores del rey de tal ciudad los destinados a ejercerlo. Pero no había ninguna razón más, salvo la capacidad del monarca reinante de asociar al trono a uno de sus hijos o familiares en una corregencia, procedimiento que fue utilizado, sobre todo, por los asirios del último periodo. Como prueba de que la sucesión no se consideraba directa de padre a hijo, los ritos funerarios del monarca fallecido apenas guardaban relación con el acceso de su sucesor al trono, tratándose más bien de un simple acto de devoción.
Por todo ello, la perspectiva de llevar la corona suscitaba no pocas veces la ambición de familiares y cortesanos. Las usurpaciones fueron un fenómeno relativamente frecuente a lo largo de toda la historia de aquellas monarquías, favorecidas en ocasiones por el respaldo de la nobleza o el clero. En algunos lugares, y a diferencia de Mesopotamia, el orden de sucesión no estaba siquiera mínimamente regulado. Entre los hititas las sucesión no estaba reglamentada originariamente, siendo el sucesor elegido por el rey y presentado para su proclamación ante la asamblea de los nobles, hasta que Telepinu modificó tal estado de cosas, instaurando un orden sucesorio fijo que suponía la trasmisión hereditaria del trono por vía patrilineal, frente a la antigua influencia matrilineal propia del país de Hatti en el que los hititas se habían asentado. El problema sucesorio alcanzó, no obstante, una especial virulencia entre éstos y también entre los asirios, arrastrando a sus respectivos paises a la guerra civil. Otras veces se resolvía mediante un golpe de Estado, urdido por una camarilla palaciega que residía en una corte presa de las intrigas, conjuras y conspiraciones.
Algunos altos dignatarios y funcionarios de rango elevado gozaban de gran poder, lo que les servía para tramar complots contra sus soberanos. En otras ocasiones eran las mismas reinas quienes participaban o incitaban la conjura, a fin de favorecer los intereses de tal o cual candidato frente a sus hermanos y otros parientes. Para asegurar que la sucesión en el trono se efectuase con normalidad se podía recurrir a la designación o a la regencia, que fue particularmente utilizada por los asirios. Asociar al trono al heredero designado, encomendándole algunas tareas en la gestión del Estado, puede resultar un procedimiento eficaz, y de hecho viene a equivaler a una regencia. El monarca de Asiria consultaba a los dioses si deseaban que alguno de sus hijos le sucediera, tras lo cual, y si la respuesta era afirmativa, se instalaba al presunto heredero en el "Palacio del Príncipe Heredero" y comenzaban a encomendársele algunas tareas propias del ejercicio del poder real, como representar al rey en celebraciones oficiales, supervisar los grandes festivales religiosos o alguna misión especial de índole diplomática o militar. Con la designación, que podía ser revocable, se pretendía así mismo resolver el conflicto entre los distintos hijos del rey y evitar la aparición de otros candidatos al trono, lo que no aseguraba, sin embargo, que, muerto el rey, los restantes hermanos no impugnasen la designación del heredero como, de hecho, sucedió más de una vez. Que no siempre los monarcas estaban seguros de que su elección fuese finalmente respetada se percibe en la previa exigencia, mediante juramento, a los dignatarios, funcionarios y parientes de respetar la designación real, de tutelar la elección hecha por el rey.
En el ambiente de intrigas, desatadas por las envidias y ambiciones de los hermanos del heredero, la regencia de la reina madre se convertía muchas veces en un factor de estabilidad que permitía realizar la sucesión. A pesar del factor hereditario, no solo los miembros de la familia real podían en la práctica aspirar a reinar. Militares, sacerdotes y funcionarios, todos ellos próximos a la realeza, abrigaban ocasionalmente expectativas similares, más proclives en los tiempos de crisis e inestabilidad política. En un contexto tal, el peso del ejército podía ser determinante, permitiendo a uno de sus generales acceder al poder mediante un golpe de fuerza. Cuando esto ocurría, podía suceder que los intereses de los templos (y sus sacerdotes) se encontraran detrás de la acción militar y dispuestos a legitimar al nuevo monarca, cuya ascensión al trono se había producido de forma irregular. Otras veces un miembro de la administración del palacio, un alto funcionario emparentado o no con el rey, podía rebelarse contra él o, sencillamente, desobedecerle, creando un reino nuevo sobre una provincia marginal o periférica, aprovechando de este modo las tensiones descentralizadoras subyacentes, impulsadas por los deseos de autonomía de sus habitantes. Tal fue el caso, por ejemplo, de Ishbi-Erra, autoproclamado soberano de Isin a expensas de Ibbi-Sin, ultimo monarca de Ur.
El momento más crítico en la sucesión correspondía a la entronización de un nuevo rey. Entonces era cuando con mayor éxito podía contestarse su legitimidad, cuando se producían las revueltas y sublevaciones, lo que no excluía totalmente la ausencia de conjuras palaciegas durante su reinado. Incluso antes de la designación, uno de los hijos (y sus partidarios) podía intentar hacer valer sus derechos por la fuerza, para no verse excluido. Otras veces la consecuencia de la elección real era, precisamente, la movilización de los excluidos, que podían urdir el asesinato o la rebelión contra el monarca. Aunque variaba un tanto, en según qué épocas y lugares, los monarcas, independientemente de la forma en que hubieran llegado al trono (sucesión legítima o usurpación), se preocupaban mediante la propaganda en atraerse la voluntad de la población. Era particularmente significativo en el caso de los usurpadores que podían llegar a esgrimir, propagandísticamente, sus oscuros orígenes como una muestra de su designación por la divinidad. La leyenda de Sargón el acadio constituye un buen ejemplo al respecto. También era importante hacerse reconocer por los reyes de otros estados, lo que se convertía en una demostración de legitimidad.
Que la vida del rey podía encontrarse amenazada se desprende de todas las precauciones que solían rodear su persona, incluidos catadores de alimentos y bebidas, personajes estos que tenían un rango oficial. Dichas precauciones abarcaban incluso el campo de la magia, a fin de proteger al rey contra los conjuros de sus posibles enemigos, dentro y fuera de palacio, para lo que se elegía un "doble" al que se sentaba en el trono para que recibiera en su persona todas las desgracias destinadas al auténtico monarca, que de esta forma quedaba libre de sus efectos malignos. Muchas de estas precauciones obedecían a una idea general sobre la importancia extraordinaria de la persona del rey como garante del correcto funcionamiento del mundo. Era malo que el rey enfermara o envejeciera, que se debilitara de cualquier forma, ya que ello contribuiría a perturbar el orden de las cosas, por lo que debía estar protegido. Pero también existían acechanzas y peligros concretos. Normalmente no se utilizaba para prevenirlos procedimientos "mágicos", sino otros mucho más desacralizados. Los altos funcionarios y algunos dignatarios de la corte eran eunucos, porque de esta forma, al carecer de descendencia, sus intereses personales se encontrarían más próximos al rey.
En un estadio temprano de la evolución política, la ideología de la realeza estableció que la muerte del monarca implicaba la de sus cortesanos y dignatarios más allegados, a los que el rey concedía el "favor" de acompañarle en el otro mundo. Las tumbas reales de Ur son un testimonio espeluznante de una práctica, conocida también en otros sitios, como Egipto o China, destinada a preservar la seguridad en torno a la persona del monarca. ¡Larga vida al rey!, pues pocos, a quienes en palacio estaba reservada una suerte tal, desearían acortarla precipitando con ello el final de su propia existencia. Cuando el control sobre la camarilla palaciega adquirió formas más eficaces y sofisticadas tal práctica cayó finalmente en desuso.
La ideología del poder real.
Los títulos y epítetos que utilizaron los monarcas en el Próximo Oriente Antiguo expresan con claridad el sentido de la ideología que rodeaba a la realeza, así como su evolución histórica. Los más antiguos, que se remontan a época sumeria, son los de en, lugal y ensi, titulaturas que aún no contienen la idea de "dominio universal" que habría de aparecer después. Junto a ellas el título de " rey de Kish" gozaba de un gran prestigio, ya que se consideraba a esta antigua ciudad como cuna de la realeza cuando ésta, de acuerdo a la tradición, había bajado, después del diluvio, por segunda vez del cielo. Además Kish era una ciudad de gran importancia, no sólo histórica, sino también, política y comercial, ya que, dejando a un lado la cuestión de una posible antigua hegemonía que por lo demás no está bien documentada, controlaba efectivamente el acceso de las ciudades del sur a la región del Eufrates medio, por la que discurría un activo comercio. La pretensión, real o simbólica, de ser "rey de Kish" fue por tanto albergada por muchos de aquellos monarcas sumerios.
En, uno de los títulos más antiguos con connotaciones religiosas, significaba "señor" y aparece asociado al templo como institución de poder. Lugal quería decir "gran hombre", mientras que el significado de ensi está mucho menos claro. Ello procede de las dificultades de lectura del ideograma PATE.SI. Algunos de los sumeriólogos lo traducen por "rey" o "gobernador", y otros por "el que coloca la primera piedra" e, incluso, por "administrador de la tierra arable". Ambos, ensi y lugal, se asocian al palacio. Monarcas de la misma ciudad podían portar indistintamente estos dos títulos, sin que sepamos bien por qué. La reina solía llevar el título de nin, "señora y soberana" que tenía así mismo connotaciones religiosas. Algunos ensi , como Gudea de Lagash, se dirigían a sus dioses tutelares en las inscripciones celebrativas, otorgándoles el título de lugal, de donde se ha querido ver la supremacía de unos reyes, los así denominados, sobre otros. No obstante, es dudoso que esto fuera valido para la mayor parte del Dinástico Arcaico. Con la evolución política posterior, lugal se convirtió en un término para designar al rey que ejercía su soberanía sobre otras ciudades y ensis, mientras que estos últimos se fueron convirtiendo de monarcas locales, con una autonomía limitada, a meros funcionarios periféricos.
"Rey del País", "rey de las Cuatro Partes" o "rey de la Totalidad" son títulos que, por el contrario, expresan, cada vez más ampliamente, la idea de "poder universal", junto con las ambiciones de dominio territorial. No obstante, como vimos a lo largo de los capítulos del volumen anterior, en el terreno concreto de los hechos a menudo los títulos precedieron a las realizaciones, proporcionado, eso sí, cobertura ideológica a una política orientada a tal fin. "Rey del País" fue el título utilizado por Lugalzagesi, efímero "unificador" de Sumer. Tras él, los reyes acadios utilizaron títulos y símbolos que expresaban las nuevas relaciones de poder que encarnaban. "Rey de Sumer y Akkad" y "Rey de las Cuatro Partes" son títulos que contienen ya claramente la idea de un dominio universal, mientras que el gobierno de tipo despótico se expresa en el epíteto de "poderoso dios de Akkad" tomado por Naram-Sin, el sucesor de Sargón, y en la tíara de cuernos con que se le representa, hasta entonces atributo exclusivo de los dioses. Los monarcas del periodo neosumerio heredaron de los acadios una ideología similar del poder real y la consolidaron, aunque más por medios administrativos que militares. De esta forma, se produjo una vuelta a la figura del soberano como "buen administrador", sin prejuicio de la idea y simbolismo del poder y dominio universal, frente a la imagen del "rey héroe" más propia del periodo acadio y también -como en el caso de Gilgamesh- de los legendarios reyes sumerios.
El periodo paleobabilónico, en parte por la influencia de la irrupción y difusión del elemento tribal amorita, y en parte por la necesidad de mantener un equilibrio social amenazado por el proceso de empobrecimiento de amplios sectores de la población, sin renunciar a los títulos anteriores y a la ideología que representaban, introduce la idea y la imagen del "rey justo" y del "rey pastor", preocupado, no sólo de la correcta administración de sus dominios, sino también del bienestar personal de sus súbditos, poniéndoles al amparo de la injusticia y la arbitrariedad de los poderosos. La imagen del "rey justo" no era sin embargo de nuevo cuño. De hecho fue utilizada en su momento por algunos monarcas sumerios, como Urukagina de Lagash, y luego rescatada por Hammurabi y sus sucesores que, con todo, se proclaman así mismo "reyes de la Totalidad" o "reyes de las Cuatro Partes". Más novedosa es la imagen del "rey pastor de pueblos" preocupado por la seguridad y el bienestar de las gentes que poblaban su reino, lo que venía a coincidir con la idea del "rey justo" y a reforzarla en el mismo sentido.
Los reyes asirios, que en un principio gustaban denominarse a si mismos como "vicarios -ishiakku - de Assur", asumieron también la ideología y los títulos que expresaban la idea del dominio universal. Shamshi Adad, al igual que su contemporáneo Hammurabi, se hacía llamar "rey de la Totalidad" y también "general del dios Enlil". El título de "gran rey", utilizado por primera vez por Assuruballit en su correspondencia con Tutanhamon, y los de "rey de la Totalidad" y "rey de las Cuatro Partes" serían así mismo utilizados por los posteriores soberanos de Asiria. Entre los hititas del periodo del Reino Antiguo los monarcas se denominaban con el título de labarna, nombre del fundador mítico de la realeza, al que viene a añadirse y a sustituir más tarde el de "Padre del Sol".
Conviene ante todo aclarar que tales titulaturas y epítetos no se excluían mutuamente, sino que se acumulaban, integrándose en los diferentes componentes de una ideología del poder real que se articulaba, en el transcurso de su desarrollo histórico, sobre elementos diversos, como la justicia, la valentía, la prodigalidad, la rectitud, la sabiduría, la piedad religiosa, la magnificencia, o el poder militar. Así, en el comienzo del Código de Hammurabi podemos leer: "(Yo soy) Hammurabi, el pastor, el elegido de Enlil; el que amontona opulencia y prosperidad; el que provée abundantemente toda suerte de cosas para Nippur-Duranki; el piadoso proveedor del Ekur, el poderoso rey que ha restaurado en su lugar Eridu, que ha purificado el culto del Eabzu. El que tempestea en las Cuatro Partes; el que magnifica el nombre de Babilonia; el que contenta el corazón de Marduk, su señor; el que todos los días se halla (al servicio del) Esagil. (Soy) descendiente de la realeza, a quién ha creado Sin: el que ha motivado la prosperidad de Ur, el humilde suplicante que ha proporcionado la abundancia al Ekisnugal. (Soy) el rey juicioso, obediente a Shamash, (soy) el poderoso: el que ha consolidado los cimientos de Sippar: el que viste de verdor la capilla de Aya...(Soy) el héroe que otorga gracia a Larsa: el que ha renovado el Ebabbar para Shamash, su aliado; el señor que ha hecho vivir a Uruk; el que ha suministrado a sus gentes las aguas de la opulencia; el que ha erigido a lo alto la cúspide del Eanna; el que ha acumulado ilimitadamente riquezas para Anum y para Istar. (Soy) el protector del País, el que ha vuelto a reunir las gentes dispersas de Isin...." (CH. I, 50, II, 1-50) El texto prosigue y en él Hammurabi aún ha de calificarse de "dragón de reyes", "red contra los enemigos", "fiero toro que cornea a los enemigos", "rey que da la vida", "muy sabio gobernador", "intachable príncipe", "primero de los reyes", "príncipe piadoso", "pastor de pueblos", "rey supremo" y "Sol de Babilonia".
Pese a algún que otro intento de divinización, como el del acadio Naram-Sin, los reyes eran considerados como siervos de los dioses, designados por éstos como sus representantes en la tierra. Algunos monarcas, como los reyes de la Tercera Dinastía de Ur, algunos de Isin y Eshnunna, y también unos pocos soberanos casitas, utilizaron,el determinativo divino -una estrella- delante de sus nombres. Sin embargo esto no les convertía en dioses, sino que más bien actuaba como un instrumento de control y poder político. Colocándose deliberadamente en el lugar que correspondía a los dioses de las ciudades conquistadas, sus gentes se veían obligados a expresar públicamente sumisión, rindiéndoles culto, cosa que nunca ocurrió en sus ciudades de origen, donde tales reyes eran considerados siempre representantes de los dioses. Es en este mismo sentido que debemos comprender, seguramente, el título que toma Hammurabi de "dios de reyes" (Frankfort, 1981: 322-2).
Como representantes de los dioses su poder les era concedido por mediación e intervención divina: "La función decisoria adquiere varias formas de valor sagrado, que facilita la aceptación de las decisiones por parte de una población que no es consultada y no comparte necesariamente los intereses que han inducido a decidir en un sentido determinado. La decisión adquiere fuerza y estabilidad cuando se presenta no ya como decisión humana, sino como resolución divina, que el grupo dirigente se limita a interpretar y a transmitir al resto de la comunidad. El rey se convierte en sumo sacerdote del dios ciudadano, reside en el complejo templario y dirige la acumulación de los excedentes, los suministros de trabajo, las decisiones políticas, en nombre del dios, no en su propio nombre" (Liverani: 1987, 311). Así frecuentemente el resultado de su gestión se presenta en la propaganda como un reino feliz -a veces tan manifiestamente exagerado en su carácter ideal, que más bien parece un país de Jauja- con el objeto de fortalecer la ideología sobre la que descansa el poder regio. La prosperidad se subraya de diversas maneras: lluvias abundantes, muchos nacimientos, ausencia de enfermedades, intenso comercio que hace llegar desde la "periferia", desde el exterior, una afluencia enorme de bienes y riquezas, expresión todo ello de la capacidad del rey para gobernar. Esta imagen del reino feliz se proyecta, contrastándose con el pasado y con los reinos vecinos. La infelicidad pretérita o la confusión externa convierte al rey actual en capaz y justo.
El súbdito ante el rey.
En el mito los dioses se reúnen en asamblea. No es un recuerdo de un tiempo anterior, y por consiguiente ahistórico, sino el reflejo de un hecho contemporáneo: la reunión de los hombres "libres" a escala de su comunidad (poblado o ciudad), encargados de resolver los asuntos cotidianos y, por supuesto, sin competencia en las altas esferas políticas. El las leyendas, como la de Gilgamesh, los "ciudadanos" también se reunían para refrendar las decisiones de sus reyes y del consejo de notables o "ancianos". En estos textos se basa, precisamente, la teoría de una "democracia primitiva", originariamente propia de las antiguas ciudades sumerias, (Jacobsen: 1957), y por otra parte no muy bien documentada. Hombres "libres", en cuanto que propietarios, en el seno de su comunidad, pero súbditos sin iniciativa y sin voz de cara al palacio y al rey.
El monarca resulta inaccesible para la gente normal que jamás soñará poner un pie en su palacio. A lo sumo, se le podrá contemplar desde la distancia, con ocasión de la celebración de alguna de las grandes festividades, cuyo ceremonial preside. En el caso de las gentes de una ciudad dominada por los ejércitos y los administradores de un rey de otra ciudad, de los habitantes de esa realidad que nosotros llamamos imperio, esa distancia adquiere aún una mayor magnitud. De esta forma, el súbdito carecerá de cualquier iniciativa política de cara al palacio, aún cuando se encuentre perfectamente integrado en su comunidad. Es el palacio el que lleva siempre la iniciativa en las relaciones con los miembros de las comunidades, con los siervos del rey. Desde el palacio se fijan y exigen las tasas e impuestos, se proclaman las leyes y edictos, se realizan las levas militares y laborales, se persigue y castiga a los fugitivos. Por el contrario, aunque las comunidades o los mismos individuos puedan dirigirse al rey, escribiéndole, lo normal es no obtener nunca respuesta. Mientras que el rey se hace oir, y obedecer, a través de la propaganda y, sobre todo, de los funcionarios de palacio, es muy difícil, por no decir imposible, que el súbdito o el siervo haga oir su voz ante él.
Si a nivel individual es la inaccesibilidad lo que caracteriza las relaciones entre el súbdito y el rey, a nivel colectivo, de comunidad, las relaciones con el palacio suelen estar presididas por una cierta fractura de intereses, que encontrará diversas formas de manifestarse. Unas veces será un dilema respecto a la fidelidad, que puede brotar en ocasiones, introduciendo tensión en las relaciones mutuas, como en el caso de los fugitivos reclamados que han huido para refugiarse entre los suyos, o en el de la resistencia por parte de la aldea a entregar el excedente o los productos demandados. Tensión que tenderá a aumentar en aquellas situaciones en las que el palacio actúa de manera en extremo rapaz y opresora, cristalizado en la figura del funcionario periférico, del administrador local, al que el rey exige y el pueblo rechaza. Precisamente por ello se hace necesaria la propaganda, incluso en situaciones normales en las que se produce sin fricciones la "colaboración" entre los funcionarios periféricos del palacio y la asamblea de ancianos o de notables de la comunidad. Mediante la propaganda se crea entre la población una predisposición a obedecer, presentando la imagen del rey como justo, capaz, sabio, o heroico y su reino como una cristalización feliz de la abundancia y la seguridad, que resultará muy eficaz en las situaciones precisas en las que la voluntad real se manifieste a través de sus funcionarios. Por otra parte, el carácter insistente de la propaganda regia alimenta la sospecha de que, más que ante unos medios no siempre eficaces de difundir el mensaje deseado -como pudieran ser los utópicos edictos de fijación de precios en contraste con las remisiones de deudas que pretendían "restablecer la justicia en el país"-, nos hallamos ante gentes a las que se adoctrina con dificultad. Por ello el equilibrio, no siempre conseguido, se intentará buscar en una dosificada mezcla de propaganda y coerción.
Otras veces la no coincidencia de intereses se manifiesta en el estatuto privilegiado de ciertas comunidades, templos, santuarios o ciudades de tradición e importancia histórica y religiosa, como Nippur, Assur o la misma Babilonia, cuyos ciudadanos libres, de hecho una pequeña parte de la población, gozan de exenciones fiscales y laborales, no estando sometidos, por lo tanto, a las prestaciones obligatorias de trabajo, ni al pago de las tasas. Dichas "autonomías" ciudadanas, con su estatuto especial de libertades -kidinnutu-, fueron utilizadas a menudo por los reyes como medidas para ganarse a sus poblaciones, normalmente incorporadas tras un proceso hegemónico o de conquista y para dar así mayor estabilidad a su reino. La posición del súbdito que vivía en alguna de aquellas ciudades, a las que se concedían tales privilegios, era mejor, que duda cabe, que en el caso contrario, pero la inaccesibilidad individual frente al monarca apenas variaba. Bien es cierto que en algunas situaciones concretas, y siempre en el plano de la colectividad de hombres libres representada por la comunidad, algunas ciudades importantes como Assur o Babilonia dejaban sentir su voz en palacio, pero no es menos cierto que los intentos de acallarla o, simplemente, de no escucharla, tampoco fueron raros, a lo que se sumó la intención más agresiva de algunos monarcas de acabar con sus libertadas, restituidas casi siempre, como una pieza más de la lucha política, por sus sucesores.
La monarquía fue la forma típica que adquirió en el Próximo Oriente Antiguo el ejercicio del poder político. La institución política central y básica era la realeza. En gran medida el Estado era el rey y, de acuerdo al modelo histórico predominante, encarnando a una monarquía centralizadora y absolutista que, no obstante su legitimidad divina, enfrentó problemas de envergadura. Con todo, no existió un modelo unitario de realeza, sino que podemos distinguir al menos dos variantes, relacionadas con la legitimidad y la fuerza con que se expresaba el poder del rey. Una corresponde a un máximo de centralización de la estructura política, estableciéndose el predominio absoluto del palacio y el monarca como sede y cabeza visible del Estado respectivamente. La otra mantenía un equilibrio entre el palacio, casa del rey, la ciudad, mediante una asamblea ciudadana, y la nobleza (los miembros de las grandes familias propietarias), representada por una asamblea de notables o por funcionarios epónimos. También existieron, por supuesto, situaciones intermedias ya que no debemos concebir estas dos variantes como realidades estáticas, sino que, por el contrario, fueron consecuencia de la distinta dinámica de los procesos históricos.
La legitimidad y las funciones del rey.
En gran medida la legitimidad del poder real se insertaba muy estrechamente en el ejercicio de sus funciones, para lo cual había sido designado por los dioses, por lo que el primer hecho mediante el cual se producía la legitimación del rey era el de su elección. La cosa puede parecer sencilla, pero no siempre resultaba simple. Aunque normalmente tendía a imponerse la sucesión dinástica, por la cual uno de los hijos sucedería en el trono a su padre, ningún principio político o religioso aseguraba que esto fuera así. Ni siquiera entre los propios hijos del rey estaba siempre establecido un orden sucesorio claro. Aunque la primogenitura, propia de las sociedades patriarcales, constituía una realidad social con fuerza suficiente como para influir en la sucesión hereditaria al trono -habida cuenta de que la realeza también llegó a considerarse como una posesión familiar- en la práctica muchas veces no era el mayor de los hijos del monarca el que llevaba finalmente la corona.
Tras todo ello había motivos de tipo teológico, que eran los que justificaban la existencia y el poder mismos de la realeza. De acuerdo con la ideología imperante, la realeza había surgido por designio y voluntad de los dioses y eran ellos los encargados, en última instancia, de elegir quién iba a ser rey. Por supuesto, la designación de los dioses podía manifestarse de maneras bien diversas y así, los presagio, los sueños y la prueba práctica del éxito eran normalmente considerados como indicaciones de su voluntad. De hecho, como nos muestran los textos, desde la leyenda urdida por Sargón el acadio para justificar su acceso a la realeza resaltando precisamente sus oscuros orígenes, hasta las proclamas de los últimos reyes asirios, era la elección divina y no el origen lo que se consideraba como fuente de la autoridad del rey.
La designación del rey por parte de los dioses sufrió una evolución paralela a las ideas de hegemonía y su realización por parte de los monarcas. En los primeros tiempos era el dios de la ciudad, por mandato de Enlil, el dios supremo del panteón mesopotámico, el encargado de efectuar la elección del rey, pero cuando algunas ciudades, como Akkad, Ur, Babilonia, Assur o Nínive ejercieron su predominio durante generaciones sobre el resto del país, o sobre gran parte de éste, se pasó a considerar que la asamblea de los dioses había otorgado el gobierno temporal a una ciudad determinada para ejercerlo sobre las otras. Los mismos dioses reunidos en asamblea decidirían el final de la hegemonía de una ciudad y el comienzo de la de otra, de la misma manera que decidieron entregar la hegemonía a Marduk, legitimando de este modo el encumbramiento de Babilonia.
Una vez producida la elección por parte de los dioses, de acuerdo con la interpretación que de su voluntad hacían sus representantes terrenales, el futuro rey recibía en el curso de la ceremonia de la coronación las insignias de la realeza, el cetro, la corona, la tiara y el bastón de mando, custodiadas hasta entonces en el templo del dios de la ciudad. La misma ceremonia, que culminaba con la entronización del nuevo rey, implicaba su aceptación por parte de la población -los miembros de la comunidad que representaba ante los dioses- que asistía así explícitamente a la ratificación del vínculo existente entre el rey y la divinidad. El reconocimiento de los reyes de los paises vecinos, que se producía con un intercambio de cartas, embajadores y regalos en el momento de la entronización, constituía un factor más de legitimación, incluso entre los usurpadores, pues en este último caso la pragmática de la política imponía el valor de la utilidad frente a cualquier otro tipo de consideración. Tras la coronación, los altos dignatarios ofrecían sus oraciones y rendían homenaje al nuevo rey, que decidía sobre su futuro al frente de los asuntos del reino.
Una vez en el trono, el rey se legitimaba en cuanto dispensador de vida, esencialmente alimento y protección. Vida, haciendo con su mediación ante los dioses que la siembra prospere, las cosechas y los ganados sean fecundos, los días sigan a las noches, asegurando, en definitiva, que no se perturbe ni interrumpa el orden (divino) del mundo. Era una función en extremo difícil y comprometida, que implicaba la interpretación de los signos sobrenaturales y procedimientos rituales en los que no faltaba la magia analógica, como cuando el rey libaba sobre el surco recién abierto para hacer descender en su momento las lluvias que aseguraran la próxima cosecha, y que no admitía distracción ni descanso, aunque en determinadas cuestiones no consideradas de primer orden el rey podía delegar en sus dignatarios. El rey garantizaba, así mismo, la seguridad indispensable para el normal desarrollo de la vida, que se concretaba en protección militar contra el enemigo exterior, pero también protección interna que implicaba el mantenimiento de la posición social adquirida, para lo que el rey tenía en sus manos la prerrogativa de la justicia. También variaba la forma en que se percibían estos mensajes difundidos por la propaganda regia. "Protección" y "vida", que pueden resultar ideas no muy concretas para el campesino, adquieren todo su sentido cuando se trata del funcionario de palacio, literalmente alimentado y tutelado por el rey.
Pero para actuar como protector y garante de la vida era preciso, ante todo, cumplir con las funciones propias del monarca. Tales funciones eran fundamentalmente tres, interpretar la voluntad de los dioses, representar a su pueblo ante ellos y administrar en su nombre el reino, que no era otra cosa, en último término, que una propiedad de aquellos. El rey administraba su reino, bien una pequeña ciudad o un gran imperio, que en realidad pertenecía a los dioses, por designio de los mismos, y lo hacia interpretando su voluntad, descifrando sus señales, como eclipses o cualquier otro acontecimiento inesperado, y también mediante los sueños, como cuando el rey se retiraba a dormir al templo, aunque ocurría que también en palacio podía ser avisado en sueños por los dioses, o, de manera más activa, interrogándoles a través de los oráculos. En esta labor el rey no se encontraba solo. Aunque él mismo solía asumir, en su doble papel de servidor de los dioses e intérprete de su voluntad, una alta jerarquía sacerdotal, se rodeaba de un amplio cuerpo de sacerdotes y adivinos que le proporcionaban informes a diario. Pero en la administración de ese reino de acuerdo con la voluntad de sus dueños, los dioses, el rey actuaba también como representate del pueblo ante los mismos y era tanto su voz como el responsable de su comportamiento. Ello le proporcionaba la capacidad de interceder por sus súbditos, no tanto individualmente sino como comunidad, y asentar sobre una base firme su capacidad de gobernarlos.
Como intérprete de la voluntad divina el rey estaba legitimado para tomar decisiones y realizar acciones que, por consiguiente, no admiten discusión. Donde quiera que se ponga el límite entre la esfera humana y la divina, el rey es el personaje más próximo a él. Aunque el rey prudente y sabio se rodeará de consejeros y asesores de confianza, sólo, en la medida en que crea han interpretado correctamente la voluntad de los dioses, será su voz y su consejo tenidos en cuenta. Como servidor de las divinidades el rey se manifestaba en su función de constructor y restaurador de sus residencias, los templos. No se podía prestar mayor servicio a un dios que construyéndole su morada. El servicio a los dioses, que no se hallaba exento de zozobras, como cuando algún presagio vaticinaba una amenaza o un peligro inminente que podía ser interpretado, por el propio rey, como una consecuencia de haber servido mal a los dioses, se presentaba, mediante una elaboración ideológica, como un servicio al pueblo. Además de la administración cotidiana, el servicio al pueblo, tal como lo propagaba la ideología que legitimaba los poderes y las funciones del rey, se producía por el mismo hecho de su existencia. El rey existe y con ello rinde un servicio al pueblo, pues garantiza el mantenimiento del orden cósmico y social al hacer realidad lo que no eran sino los designios de los dioses, función para la que fue creada por aquellos la realeza.
Esta idea se expresa, sobre todo, en la participación activa del rey en los acontecimientos que tenían que ver con la renovación del mundo. Así, el rey presidía y protagonizaba en gran medida las fiestas de renovación de la naturaleza, que garantizaban la prosperidad para el próximo año, la celebración del Año Nuevo a comienzos de la primavera o del otoño, en que se producía la hierogamia, la unión sagrada del rey, en su papel de dios rescatado, con la diosa-madre proveedora de la fertilidad y la abundancia. Ejerciendo el papel de protagonista en el ritual que escenificaba el mito cósmico, agrario y social, el rey garantizaba la existencia del orden querido por los dioses y rendía el supremo servicio a su pueblo.
El problema sucesorio.
La fragilidad del Estado palatino, encarnado en la figura del rey, obedecía fundamentalmente a la disociación entre la cúspide política y la población campesina. Desde esta perspectiva, entre el pueblo llano, al que menos le llegaban los favores reales y más indirectamente participaba de los beneficios del gobierno del rey, primaba muchas veces la fidelidad a su comunidad de origen y residencia antes que hacia el monarca. Los cambios producidos en la cúspide política apenas le afectaban en lo cotidiano, por lo que mostraba frecuentemente una actitud indiferente hacia ellos. Esta tendencia se hizo más notable a medida que los reinos aumentaban de tamaño, convirtiéndose en imperios que ejercían el dominio sobre zonas cada vez más amplias. En la primitiva comunidad del templo, en tiempos de la formación de las primeras ciudades sumerias, la identidad de intereses entre los gobernantes (el templo) y los gobernados (las aldeas) no tenía porqué resultar imposible.
Aunque en la práctica la élite gerencial se aprovechara del trabajo de los campesinos, gran parte de cuya producción se almacenaba en los templos, la administración aún se hallaba relativamente cerca, y los beneficios de su actuación, aportando seguridad y garantizando el funcionamiento del especializado sistema productivo, tal vez pudieran aún ser apreciados por la gente que trabajaba en los campos, que se beneficiaba, en último término, de las reservas guardadas en los almacenes en periodos de escasez, y de un sistema de trabajo estable en el que muchos recibían raciones diarias del templo. Tal vez los dependientes del templo se encontrarán en una situación de menor precariedad, ante las adversidades que pueden acompañar a la vida agrícola (malas cosechas, plagas, etc), que los pequeños propietarios independientes, pero estos podían recurrir en caso de emergencia a las reservas de los almacenes, y la servidumbre, como la conoceremos luego, aún no había alcanzado un peso social significativo. A medida que las comunidades del templo fueron integradas en el marco de la ciudad y luego supeditadas a la autoridad de un palacio, la disociación de intereses se fue haciendo mucho más notable. Y cuando diversas ciudades junto con sus territorios fueron integradas en un reino más grande, y finalmente varios de éstos reinos en un imperio, la mayor parte de la población apenas podía albergar hacía sus gobernantes más que temor y odio, si se les sentía como opresores, o en el mejor de los casos indiferencia.
No obstante, en el palacio se escondían los auténticos peligros para el rey, habida cuenta de la escasa posibilidad de que una persona corriente, un súbdito cualquiera, pudiera acceder algún día a su presencia. Pero la fragilidad del rey no implicaba, en cambio, la de la realeza. El que personas distintas pudieran ocupar el mismo trono no ponía en peligro la existencia de éste. Nadie cuestionaba el orden político ni se preveía una alternativa. Un rey determinado podía resultar mejor o peor, pero la realeza era la única forma en que se concebía el gobierno "por cuenta de los dioses".
Desde un principio uno de los problemas que hubo de afrontarse fue el de regular la sucesión al trono, establecida por vía hereditaria entre los hijos del rey. Se estimaba que la realeza, que originariamente había descendido de los cielos, debía trasmitirse de padres a hijos por vía hereditaria, ya que si los dioses habían designado a una ciudad para ejercer el dominio del país, debían ser los sucesores del rey de tal ciudad los destinados a ejercerlo. Pero no había ninguna razón más, salvo la capacidad del monarca reinante de asociar al trono a uno de sus hijos o familiares en una corregencia, procedimiento que fue utilizado, sobre todo, por los asirios del último periodo. Como prueba de que la sucesión no se consideraba directa de padre a hijo, los ritos funerarios del monarca fallecido apenas guardaban relación con el acceso de su sucesor al trono, tratándose más bien de un simple acto de devoción.
Por todo ello, la perspectiva de llevar la corona suscitaba no pocas veces la ambición de familiares y cortesanos. Las usurpaciones fueron un fenómeno relativamente frecuente a lo largo de toda la historia de aquellas monarquías, favorecidas en ocasiones por el respaldo de la nobleza o el clero. En algunos lugares, y a diferencia de Mesopotamia, el orden de sucesión no estaba siquiera mínimamente regulado. Entre los hititas las sucesión no estaba reglamentada originariamente, siendo el sucesor elegido por el rey y presentado para su proclamación ante la asamblea de los nobles, hasta que Telepinu modificó tal estado de cosas, instaurando un orden sucesorio fijo que suponía la trasmisión hereditaria del trono por vía patrilineal, frente a la antigua influencia matrilineal propia del país de Hatti en el que los hititas se habían asentado. El problema sucesorio alcanzó, no obstante, una especial virulencia entre éstos y también entre los asirios, arrastrando a sus respectivos paises a la guerra civil. Otras veces se resolvía mediante un golpe de Estado, urdido por una camarilla palaciega que residía en una corte presa de las intrigas, conjuras y conspiraciones.
Algunos altos dignatarios y funcionarios de rango elevado gozaban de gran poder, lo que les servía para tramar complots contra sus soberanos. En otras ocasiones eran las mismas reinas quienes participaban o incitaban la conjura, a fin de favorecer los intereses de tal o cual candidato frente a sus hermanos y otros parientes. Para asegurar que la sucesión en el trono se efectuase con normalidad se podía recurrir a la designación o a la regencia, que fue particularmente utilizada por los asirios. Asociar al trono al heredero designado, encomendándole algunas tareas en la gestión del Estado, puede resultar un procedimiento eficaz, y de hecho viene a equivaler a una regencia. El monarca de Asiria consultaba a los dioses si deseaban que alguno de sus hijos le sucediera, tras lo cual, y si la respuesta era afirmativa, se instalaba al presunto heredero en el "Palacio del Príncipe Heredero" y comenzaban a encomendársele algunas tareas propias del ejercicio del poder real, como representar al rey en celebraciones oficiales, supervisar los grandes festivales religiosos o alguna misión especial de índole diplomática o militar. Con la designación, que podía ser revocable, se pretendía así mismo resolver el conflicto entre los distintos hijos del rey y evitar la aparición de otros candidatos al trono, lo que no aseguraba, sin embargo, que, muerto el rey, los restantes hermanos no impugnasen la designación del heredero como, de hecho, sucedió más de una vez. Que no siempre los monarcas estaban seguros de que su elección fuese finalmente respetada se percibe en la previa exigencia, mediante juramento, a los dignatarios, funcionarios y parientes de respetar la designación real, de tutelar la elección hecha por el rey.
En el ambiente de intrigas, desatadas por las envidias y ambiciones de los hermanos del heredero, la regencia de la reina madre se convertía muchas veces en un factor de estabilidad que permitía realizar la sucesión. A pesar del factor hereditario, no solo los miembros de la familia real podían en la práctica aspirar a reinar. Militares, sacerdotes y funcionarios, todos ellos próximos a la realeza, abrigaban ocasionalmente expectativas similares, más proclives en los tiempos de crisis e inestabilidad política. En un contexto tal, el peso del ejército podía ser determinante, permitiendo a uno de sus generales acceder al poder mediante un golpe de fuerza. Cuando esto ocurría, podía suceder que los intereses de los templos (y sus sacerdotes) se encontraran detrás de la acción militar y dispuestos a legitimar al nuevo monarca, cuya ascensión al trono se había producido de forma irregular. Otras veces un miembro de la administración del palacio, un alto funcionario emparentado o no con el rey, podía rebelarse contra él o, sencillamente, desobedecerle, creando un reino nuevo sobre una provincia marginal o periférica, aprovechando de este modo las tensiones descentralizadoras subyacentes, impulsadas por los deseos de autonomía de sus habitantes. Tal fue el caso, por ejemplo, de Ishbi-Erra, autoproclamado soberano de Isin a expensas de Ibbi-Sin, ultimo monarca de Ur.
El momento más crítico en la sucesión correspondía a la entronización de un nuevo rey. Entonces era cuando con mayor éxito podía contestarse su legitimidad, cuando se producían las revueltas y sublevaciones, lo que no excluía totalmente la ausencia de conjuras palaciegas durante su reinado. Incluso antes de la designación, uno de los hijos (y sus partidarios) podía intentar hacer valer sus derechos por la fuerza, para no verse excluido. Otras veces la consecuencia de la elección real era, precisamente, la movilización de los excluidos, que podían urdir el asesinato o la rebelión contra el monarca. Aunque variaba un tanto, en según qué épocas y lugares, los monarcas, independientemente de la forma en que hubieran llegado al trono (sucesión legítima o usurpación), se preocupaban mediante la propaganda en atraerse la voluntad de la población. Era particularmente significativo en el caso de los usurpadores que podían llegar a esgrimir, propagandísticamente, sus oscuros orígenes como una muestra de su designación por la divinidad. La leyenda de Sargón el acadio constituye un buen ejemplo al respecto. También era importante hacerse reconocer por los reyes de otros estados, lo que se convertía en una demostración de legitimidad.
Que la vida del rey podía encontrarse amenazada se desprende de todas las precauciones que solían rodear su persona, incluidos catadores de alimentos y bebidas, personajes estos que tenían un rango oficial. Dichas precauciones abarcaban incluso el campo de la magia, a fin de proteger al rey contra los conjuros de sus posibles enemigos, dentro y fuera de palacio, para lo que se elegía un "doble" al que se sentaba en el trono para que recibiera en su persona todas las desgracias destinadas al auténtico monarca, que de esta forma quedaba libre de sus efectos malignos. Muchas de estas precauciones obedecían a una idea general sobre la importancia extraordinaria de la persona del rey como garante del correcto funcionamiento del mundo. Era malo que el rey enfermara o envejeciera, que se debilitara de cualquier forma, ya que ello contribuiría a perturbar el orden de las cosas, por lo que debía estar protegido. Pero también existían acechanzas y peligros concretos. Normalmente no se utilizaba para prevenirlos procedimientos "mágicos", sino otros mucho más desacralizados. Los altos funcionarios y algunos dignatarios de la corte eran eunucos, porque de esta forma, al carecer de descendencia, sus intereses personales se encontrarían más próximos al rey.
En un estadio temprano de la evolución política, la ideología de la realeza estableció que la muerte del monarca implicaba la de sus cortesanos y dignatarios más allegados, a los que el rey concedía el "favor" de acompañarle en el otro mundo. Las tumbas reales de Ur son un testimonio espeluznante de una práctica, conocida también en otros sitios, como Egipto o China, destinada a preservar la seguridad en torno a la persona del monarca. ¡Larga vida al rey!, pues pocos, a quienes en palacio estaba reservada una suerte tal, desearían acortarla precipitando con ello el final de su propia existencia. Cuando el control sobre la camarilla palaciega adquirió formas más eficaces y sofisticadas tal práctica cayó finalmente en desuso.
La ideología del poder real.
Los títulos y epítetos que utilizaron los monarcas en el Próximo Oriente Antiguo expresan con claridad el sentido de la ideología que rodeaba a la realeza, así como su evolución histórica. Los más antiguos, que se remontan a época sumeria, son los de en, lugal y ensi, titulaturas que aún no contienen la idea de "dominio universal" que habría de aparecer después. Junto a ellas el título de " rey de Kish" gozaba de un gran prestigio, ya que se consideraba a esta antigua ciudad como cuna de la realeza cuando ésta, de acuerdo a la tradición, había bajado, después del diluvio, por segunda vez del cielo. Además Kish era una ciudad de gran importancia, no sólo histórica, sino también, política y comercial, ya que, dejando a un lado la cuestión de una posible antigua hegemonía que por lo demás no está bien documentada, controlaba efectivamente el acceso de las ciudades del sur a la región del Eufrates medio, por la que discurría un activo comercio. La pretensión, real o simbólica, de ser "rey de Kish" fue por tanto albergada por muchos de aquellos monarcas sumerios.
En, uno de los títulos más antiguos con connotaciones religiosas, significaba "señor" y aparece asociado al templo como institución de poder. Lugal quería decir "gran hombre", mientras que el significado de ensi está mucho menos claro. Ello procede de las dificultades de lectura del ideograma PATE.SI. Algunos de los sumeriólogos lo traducen por "rey" o "gobernador", y otros por "el que coloca la primera piedra" e, incluso, por "administrador de la tierra arable". Ambos, ensi y lugal, se asocian al palacio. Monarcas de la misma ciudad podían portar indistintamente estos dos títulos, sin que sepamos bien por qué. La reina solía llevar el título de nin, "señora y soberana" que tenía así mismo connotaciones religiosas. Algunos ensi , como Gudea de Lagash, se dirigían a sus dioses tutelares en las inscripciones celebrativas, otorgándoles el título de lugal, de donde se ha querido ver la supremacía de unos reyes, los así denominados, sobre otros. No obstante, es dudoso que esto fuera valido para la mayor parte del Dinástico Arcaico. Con la evolución política posterior, lugal se convirtió en un término para designar al rey que ejercía su soberanía sobre otras ciudades y ensis, mientras que estos últimos se fueron convirtiendo de monarcas locales, con una autonomía limitada, a meros funcionarios periféricos.
"Rey del País", "rey de las Cuatro Partes" o "rey de la Totalidad" son títulos que, por el contrario, expresan, cada vez más ampliamente, la idea de "poder universal", junto con las ambiciones de dominio territorial. No obstante, como vimos a lo largo de los capítulos del volumen anterior, en el terreno concreto de los hechos a menudo los títulos precedieron a las realizaciones, proporcionado, eso sí, cobertura ideológica a una política orientada a tal fin. "Rey del País" fue el título utilizado por Lugalzagesi, efímero "unificador" de Sumer. Tras él, los reyes acadios utilizaron títulos y símbolos que expresaban las nuevas relaciones de poder que encarnaban. "Rey de Sumer y Akkad" y "Rey de las Cuatro Partes" son títulos que contienen ya claramente la idea de un dominio universal, mientras que el gobierno de tipo despótico se expresa en el epíteto de "poderoso dios de Akkad" tomado por Naram-Sin, el sucesor de Sargón, y en la tíara de cuernos con que se le representa, hasta entonces atributo exclusivo de los dioses. Los monarcas del periodo neosumerio heredaron de los acadios una ideología similar del poder real y la consolidaron, aunque más por medios administrativos que militares. De esta forma, se produjo una vuelta a la figura del soberano como "buen administrador", sin prejuicio de la idea y simbolismo del poder y dominio universal, frente a la imagen del "rey héroe" más propia del periodo acadio y también -como en el caso de Gilgamesh- de los legendarios reyes sumerios.
El periodo paleobabilónico, en parte por la influencia de la irrupción y difusión del elemento tribal amorita, y en parte por la necesidad de mantener un equilibrio social amenazado por el proceso de empobrecimiento de amplios sectores de la población, sin renunciar a los títulos anteriores y a la ideología que representaban, introduce la idea y la imagen del "rey justo" y del "rey pastor", preocupado, no sólo de la correcta administración de sus dominios, sino también del bienestar personal de sus súbditos, poniéndoles al amparo de la injusticia y la arbitrariedad de los poderosos. La imagen del "rey justo" no era sin embargo de nuevo cuño. De hecho fue utilizada en su momento por algunos monarcas sumerios, como Urukagina de Lagash, y luego rescatada por Hammurabi y sus sucesores que, con todo, se proclaman así mismo "reyes de la Totalidad" o "reyes de las Cuatro Partes". Más novedosa es la imagen del "rey pastor de pueblos" preocupado por la seguridad y el bienestar de las gentes que poblaban su reino, lo que venía a coincidir con la idea del "rey justo" y a reforzarla en el mismo sentido.
Los reyes asirios, que en un principio gustaban denominarse a si mismos como "vicarios -ishiakku - de Assur", asumieron también la ideología y los títulos que expresaban la idea del dominio universal. Shamshi Adad, al igual que su contemporáneo Hammurabi, se hacía llamar "rey de la Totalidad" y también "general del dios Enlil". El título de "gran rey", utilizado por primera vez por Assuruballit en su correspondencia con Tutanhamon, y los de "rey de la Totalidad" y "rey de las Cuatro Partes" serían así mismo utilizados por los posteriores soberanos de Asiria. Entre los hititas del periodo del Reino Antiguo los monarcas se denominaban con el título de labarna, nombre del fundador mítico de la realeza, al que viene a añadirse y a sustituir más tarde el de "Padre del Sol".
Conviene ante todo aclarar que tales titulaturas y epítetos no se excluían mutuamente, sino que se acumulaban, integrándose en los diferentes componentes de una ideología del poder real que se articulaba, en el transcurso de su desarrollo histórico, sobre elementos diversos, como la justicia, la valentía, la prodigalidad, la rectitud, la sabiduría, la piedad religiosa, la magnificencia, o el poder militar. Así, en el comienzo del Código de Hammurabi podemos leer: "(Yo soy) Hammurabi, el pastor, el elegido de Enlil; el que amontona opulencia y prosperidad; el que provée abundantemente toda suerte de cosas para Nippur-Duranki; el piadoso proveedor del Ekur, el poderoso rey que ha restaurado en su lugar Eridu, que ha purificado el culto del Eabzu. El que tempestea en las Cuatro Partes; el que magnifica el nombre de Babilonia; el que contenta el corazón de Marduk, su señor; el que todos los días se halla (al servicio del) Esagil. (Soy) descendiente de la realeza, a quién ha creado Sin: el que ha motivado la prosperidad de Ur, el humilde suplicante que ha proporcionado la abundancia al Ekisnugal. (Soy) el rey juicioso, obediente a Shamash, (soy) el poderoso: el que ha consolidado los cimientos de Sippar: el que viste de verdor la capilla de Aya...(Soy) el héroe que otorga gracia a Larsa: el que ha renovado el Ebabbar para Shamash, su aliado; el señor que ha hecho vivir a Uruk; el que ha suministrado a sus gentes las aguas de la opulencia; el que ha erigido a lo alto la cúspide del Eanna; el que ha acumulado ilimitadamente riquezas para Anum y para Istar. (Soy) el protector del País, el que ha vuelto a reunir las gentes dispersas de Isin...." (CH. I, 50, II, 1-50) El texto prosigue y en él Hammurabi aún ha de calificarse de "dragón de reyes", "red contra los enemigos", "fiero toro que cornea a los enemigos", "rey que da la vida", "muy sabio gobernador", "intachable príncipe", "primero de los reyes", "príncipe piadoso", "pastor de pueblos", "rey supremo" y "Sol de Babilonia".
Pese a algún que otro intento de divinización, como el del acadio Naram-Sin, los reyes eran considerados como siervos de los dioses, designados por éstos como sus representantes en la tierra. Algunos monarcas, como los reyes de la Tercera Dinastía de Ur, algunos de Isin y Eshnunna, y también unos pocos soberanos casitas, utilizaron,el determinativo divino -una estrella- delante de sus nombres. Sin embargo esto no les convertía en dioses, sino que más bien actuaba como un instrumento de control y poder político. Colocándose deliberadamente en el lugar que correspondía a los dioses de las ciudades conquistadas, sus gentes se veían obligados a expresar públicamente sumisión, rindiéndoles culto, cosa que nunca ocurrió en sus ciudades de origen, donde tales reyes eran considerados siempre representantes de los dioses. Es en este mismo sentido que debemos comprender, seguramente, el título que toma Hammurabi de "dios de reyes" (Frankfort, 1981: 322-2).
Como representantes de los dioses su poder les era concedido por mediación e intervención divina: "La función decisoria adquiere varias formas de valor sagrado, que facilita la aceptación de las decisiones por parte de una población que no es consultada y no comparte necesariamente los intereses que han inducido a decidir en un sentido determinado. La decisión adquiere fuerza y estabilidad cuando se presenta no ya como decisión humana, sino como resolución divina, que el grupo dirigente se limita a interpretar y a transmitir al resto de la comunidad. El rey se convierte en sumo sacerdote del dios ciudadano, reside en el complejo templario y dirige la acumulación de los excedentes, los suministros de trabajo, las decisiones políticas, en nombre del dios, no en su propio nombre" (Liverani: 1987, 311). Así frecuentemente el resultado de su gestión se presenta en la propaganda como un reino feliz -a veces tan manifiestamente exagerado en su carácter ideal, que más bien parece un país de Jauja- con el objeto de fortalecer la ideología sobre la que descansa el poder regio. La prosperidad se subraya de diversas maneras: lluvias abundantes, muchos nacimientos, ausencia de enfermedades, intenso comercio que hace llegar desde la "periferia", desde el exterior, una afluencia enorme de bienes y riquezas, expresión todo ello de la capacidad del rey para gobernar. Esta imagen del reino feliz se proyecta, contrastándose con el pasado y con los reinos vecinos. La infelicidad pretérita o la confusión externa convierte al rey actual en capaz y justo.
El súbdito ante el rey.
En el mito los dioses se reúnen en asamblea. No es un recuerdo de un tiempo anterior, y por consiguiente ahistórico, sino el reflejo de un hecho contemporáneo: la reunión de los hombres "libres" a escala de su comunidad (poblado o ciudad), encargados de resolver los asuntos cotidianos y, por supuesto, sin competencia en las altas esferas políticas. El las leyendas, como la de Gilgamesh, los "ciudadanos" también se reunían para refrendar las decisiones de sus reyes y del consejo de notables o "ancianos". En estos textos se basa, precisamente, la teoría de una "democracia primitiva", originariamente propia de las antiguas ciudades sumerias, (Jacobsen: 1957), y por otra parte no muy bien documentada. Hombres "libres", en cuanto que propietarios, en el seno de su comunidad, pero súbditos sin iniciativa y sin voz de cara al palacio y al rey.
El monarca resulta inaccesible para la gente normal que jamás soñará poner un pie en su palacio. A lo sumo, se le podrá contemplar desde la distancia, con ocasión de la celebración de alguna de las grandes festividades, cuyo ceremonial preside. En el caso de las gentes de una ciudad dominada por los ejércitos y los administradores de un rey de otra ciudad, de los habitantes de esa realidad que nosotros llamamos imperio, esa distancia adquiere aún una mayor magnitud. De esta forma, el súbdito carecerá de cualquier iniciativa política de cara al palacio, aún cuando se encuentre perfectamente integrado en su comunidad. Es el palacio el que lleva siempre la iniciativa en las relaciones con los miembros de las comunidades, con los siervos del rey. Desde el palacio se fijan y exigen las tasas e impuestos, se proclaman las leyes y edictos, se realizan las levas militares y laborales, se persigue y castiga a los fugitivos. Por el contrario, aunque las comunidades o los mismos individuos puedan dirigirse al rey, escribiéndole, lo normal es no obtener nunca respuesta. Mientras que el rey se hace oir, y obedecer, a través de la propaganda y, sobre todo, de los funcionarios de palacio, es muy difícil, por no decir imposible, que el súbdito o el siervo haga oir su voz ante él.
Si a nivel individual es la inaccesibilidad lo que caracteriza las relaciones entre el súbdito y el rey, a nivel colectivo, de comunidad, las relaciones con el palacio suelen estar presididas por una cierta fractura de intereses, que encontrará diversas formas de manifestarse. Unas veces será un dilema respecto a la fidelidad, que puede brotar en ocasiones, introduciendo tensión en las relaciones mutuas, como en el caso de los fugitivos reclamados que han huido para refugiarse entre los suyos, o en el de la resistencia por parte de la aldea a entregar el excedente o los productos demandados. Tensión que tenderá a aumentar en aquellas situaciones en las que el palacio actúa de manera en extremo rapaz y opresora, cristalizado en la figura del funcionario periférico, del administrador local, al que el rey exige y el pueblo rechaza. Precisamente por ello se hace necesaria la propaganda, incluso en situaciones normales en las que se produce sin fricciones la "colaboración" entre los funcionarios periféricos del palacio y la asamblea de ancianos o de notables de la comunidad. Mediante la propaganda se crea entre la población una predisposición a obedecer, presentando la imagen del rey como justo, capaz, sabio, o heroico y su reino como una cristalización feliz de la abundancia y la seguridad, que resultará muy eficaz en las situaciones precisas en las que la voluntad real se manifieste a través de sus funcionarios. Por otra parte, el carácter insistente de la propaganda regia alimenta la sospecha de que, más que ante unos medios no siempre eficaces de difundir el mensaje deseado -como pudieran ser los utópicos edictos de fijación de precios en contraste con las remisiones de deudas que pretendían "restablecer la justicia en el país"-, nos hallamos ante gentes a las que se adoctrina con dificultad. Por ello el equilibrio, no siempre conseguido, se intentará buscar en una dosificada mezcla de propaganda y coerción.
Otras veces la no coincidencia de intereses se manifiesta en el estatuto privilegiado de ciertas comunidades, templos, santuarios o ciudades de tradición e importancia histórica y religiosa, como Nippur, Assur o la misma Babilonia, cuyos ciudadanos libres, de hecho una pequeña parte de la población, gozan de exenciones fiscales y laborales, no estando sometidos, por lo tanto, a las prestaciones obligatorias de trabajo, ni al pago de las tasas. Dichas "autonomías" ciudadanas, con su estatuto especial de libertades -kidinnutu-, fueron utilizadas a menudo por los reyes como medidas para ganarse a sus poblaciones, normalmente incorporadas tras un proceso hegemónico o de conquista y para dar así mayor estabilidad a su reino. La posición del súbdito que vivía en alguna de aquellas ciudades, a las que se concedían tales privilegios, era mejor, que duda cabe, que en el caso contrario, pero la inaccesibilidad individual frente al monarca apenas variaba. Bien es cierto que en algunas situaciones concretas, y siempre en el plano de la colectividad de hombres libres representada por la comunidad, algunas ciudades importantes como Assur o Babilonia dejaban sentir su voz en palacio, pero no es menos cierto que los intentos de acallarla o, simplemente, de no escucharla, tampoco fueron raros, a lo que se sumó la intención más agresiva de algunos monarcas de acabar con sus libertadas, restituidas casi siempre, como una pieza más de la lucha política, por sus sucesores.