Diplomacia, eqilibrio, hegemonía y sujeción

Al igual que la guerra la diplomacia puede ejercer su actividad en un plano horizontal, entre estados que se consideran iguales, produciéndose entonces unas relaciones equilibradas, o en un sentido vertical, convirtiéndose entonces en un elemento más, como la guerra, de la política de expansión y del afán de dominio. Tales pretensiones, aunque no siempre se realizaran en la práctica, eran tan antiguas como las propias ciudades sumerias y con ellas los procedimientos diplomáticos que las acompañaban, más próximos a la exigencia, la amenaza y la guerra de nervios que a la negociación y las concesiones.

Tal es lo que encontramos magníficamente ilustrado en un antiguo poema heroico que detalla las relaciones de Enmerkar, legendario rey de Uruk, con el señor de la lejana ciudad de Aratta, al que exige, por medio de un heraldo, oro, plata, lapislázuli y piedras preciosas, para la construcción del santuario de Eridu bajo amenaza de guerrear contra él: "Mi rey, he aquí lo que ha dicho, "Haré huir los habitantes de esa ciudad como el pájaro abandona el árbol, los haré huir como un pájaro huye hacia el próximo nido; dejaré Aratta desolada como un lugar de... la cubriré de polvo como una ciudad implacablemente destruida, Aratta, esa morada que Enki ha maldecido. Si, destruiré ese lugar como un lugar que se reduce a la nada. Inanna se ha alzado en armas contra ella. Le había aportado su palabra, pero ella la rechaza. Como un montón de polvo yo amontonaré el polvo sobre ella. ¡Cuando habrán hecho oro de su mineral en bruto, exprimido la plata de su polvo, labrado la plata, sujetado las labradas sobre los asnos de la montaña, el templo de Enlil, el Joven, de Sumer, escogido por el señor Enki en su corazón sagrado, los habitantes del País Alto de las divinas leyes puras me lo construirán, me lo harán florecer como boj, me lo harán brillar...y me adornarán su umbral!". En un tono distinto, pero igualmente desafiante, un texto posterior con la airada replica del rey de Urshitum a las pretensiones del soberano de Eshnunna -"Rubum, que os ha enviado ¿es acaso más grande que yo? ¿Tiene más tropas que yo? ¿Tiene mayor autoridad sobre el país que yo?...Si el es el rey de Eshnunna, yo soy el rey de Urshitum. ¿Que tiene más que yo? ¡Y, sin embargo, no cesa de enviar mensajeros a reclamar el tributo!¨"- evoca la replica del señor de Aratta a Enmerkar, al que exige a su vez le envié grano, coralina y lapislázuli, si bien en el poema termina por someterse. La diplomacia, ejercida con amenazas y exigencias, adquiere entonces un tono de propaganda destinada también al consumo interno.

Otras veces la diplomacia, practicada en un contexto de fuerzas más o menos equilibradas, no era sino una forma de ocultar las ambiciones propias en espera del momento más adecuado de realizarlas. Un método para ganar tiempo hasta sentirse lo suficientemente poderoso en un marco de rivalidades y equilibrios, como el que caracterizó buena parte del periodo paleobabilónico. Entonces los tonos desafiantes quedaban relegados y su lugar era ocupado por alianzas que se basaban en compromisos de colaboración y amistad, con intercambio de embajadores y regalos, como fue la política empleada por Hammurabi con Zimri-Lin de Mari y, en menor medida, con Rim-Sin de Larsa, política, por lo demás habitual en su época. Una diplomacia que no hacía, sino esperar la debilidad del contrario, del que se proclamaba amigo y aliado, para asestarle con fuerza el golpe definitivo.

En un plano más equilibrado, por mucho que se invoque el prestigio y el poder de la distante Assur, la actividad diplomática constituyó la base sobre la que se desarrollaría la importante actividad comercial asiria en la Anatolia central durante el siglo XIX a. C. Los asirios eran allí extranjeros cuyas colonias comerciales -karu- eran admitidas (y protegidas) por los palacios locales como resultado de un tratado, confirmado por juramentos solemnes, que establecía una relación contractual entre las dos partes. Dada la fragmentación política del país, en el que los textos asirios nombran más de treinta ciudades, la diplomacia debió de ser intensa y frecuente. Los tratados y sus estipulaciones debían ser renovados cada vez que un nuevo rey accedía al trono, si una ciudad y su palacio quedaban sometidas a la hegemonía de un centro más poderoso, o un determinado palacio ponía dificultades particulares, circunstancias que exigían una reconfiguración de las relaciones. Por parte de Asiria la capacidad de la gestión diplomática descansaba en el karum de Kanish, representante de Assur ante las ciudades y principados anatólicos, si bien los karu locales tenían también cierta capacidad que, si no parece suficiente como para iniciar las relaciones, si al menos para renovar las ya mantenidas previamente.

Formas y tipos de sujeción.
A grandes rasgos podemos diferenciar entre hegemonía, expansión y anexión. Mientras que la primera no implica imperialismo, las otras dos si. No obstante, las diferencias recaen más en los métodos que en los objetivos. Además, se trata de una gradación de escala, de manera que cada uno de los niveles superiores presupone y contiene los anteriores. Así la expansión supone un salto cualitativo importante respecto a la hegemonía, pero lejos de resultar una renuncia de ésta, la potencia hasta transformarla en algo distinto junto a los procedimientos de llevarla a cabo. Y en la anexión imperialista se resumen, con nuevos métodos, la hegemonía y la expansión. En el Próximo Oriente Antiguo, los tres, aún cuando difieren en los métodos empleados, tenían en común su dependencia de la misma ideología del "dominio universal", concretada en el terreno de las realizaciones prácticas y de las manifestaciones simbólicas de diversa manera. En cuanto a los procedimientos podemos distinguir desde las fórmulas más o menos descentralizadas que implican control político a distancia y, sobre todo, control económico, hasta la conquista de territorios que pasan a ser gobernados directamente. Entre ambos existe una gama intermedia que se ajusta a los tiempos y circunstancias históricas concretas.

La hegemonía.
La hegemonía es el resultado de una voluntad de poder más allá de las propias fronteras en un contexto caracterizado por estados de dimensiones más o menos modestas y en una situación de equilibrio político, económico y militar. Uno de dichos estados consigue imponerse durante un tiempo, gracias sobre todo a factores políticos y militares de índole oportunista, sobre la totalidad o parte de los restantes que terminan por aceptar, de mejor o peor grado, su predominio, lo que sin embargo no implica modificaciones de importancia en la estructura, composición y situación de aquellos que han reconocido el poder hegemónico. Muy a menudo la hegemonía precisa de guerras más o menos frecuentes, y localizadas, para imponerse y consolidarse, precisamente porque no ha cambiado sustancialmente la situación del adversario, que de pronto puede convertirse en una amenaza al aspirar, por su parte, a desempeñar un papel hegemónico. Aunque hay victorias y derrotas no se produce la conquista, normalmente por falta de medios para realizarla. Tal fue la situación que caracterizó la relación de fuerzas de las ciudades sumerias en la mayor parte del periodo anterior a las conquistas de Sargón de Akkad. Así mismo caracterizó la nueva relación de fuerzas y el equilibrio de buena parte el periodo paleobabilónico antes de las conquistas de Hammurabi.

La expansión: Estados unitarios y Estados "feudales".
Como es lógico la expansión implica conquista y sometimiento pero no contempla la anexión. Cuando Sargón de Akkad se apoderó por la fuerza de las armas del País de Sumer y Akkad y sus campañas le llevaron desde las orillas del Golfo pérsico a las del Mediterráneo, se produjo una conquista militar y la imposición de un gobierno que ejercía el control político, y también económico, sobre las autoridades locales, pero éstas no fueron reemplazadas. El expansionismo acadio tuvo como resultado, sobre todo, el control de las rutas comerciales y de la lealtad política de los ensi de las ciudades del sur, pero no un imperio territorial centralizado. Aunque hubo unificación, sobre todo económica, y en menor medida política, el poder central se mantenía por la fuerza de las armas, careciendo de instrumentos y métodos para gestionar por si mismo el fruto de las conquistas. Cuando el centro se tornó débil, militarmente hablando, acosado por los enemigos externos e internos, el imperio se disgregó con tanta rapidez como se había formado.

La expansión emplea diversos procedimientos, además de la conquista, a fin de hacer más estables y perdurables sus logros. Pero en la mayoría de los casos no existe aún la conciencia de Estado unitario entre los detentadores del poder central, cuanto menos en los funcionarios de la administración periférica sometida a tendencias centrífugas alimentadas por el particularismo propio de cada ciudad sometida. También existen diferencias en cuanto a la dimensión, la escala, de la política de expansión, que dependerá de otros tantos factores. Cuando esta dimensión alcanza o sobrepasa los límites de una región natural, como Mesopotamia o Anatolia, nos encontramos ante un imperio. Un imperio nacido de la expansión y que carece de hecho en muchas ocasiones de un Estado unitario. La existencia o no de éste dependerá de los procedimientos que se empleen para garantizar las formas de sujeción.

Los procedimientos para mantener sometidas a las ciudades y regiones conquistadas conllevan soluciones que pueden ser centralizadoras o "feudalizantes". Ejemplo de las primeras encontramos en el imperio de la Tercera Dinastía de Ur cuando los ensi locales pasan a depender del rey divinizado, lo que les convierte en funcionarios de la administración provincial. Son destinados a ella aquellos que han alcanzado la cima de su carrera en la capital y se evita, mediante un sistema de rotación, que los hijos sucedan a los padres. De esta forma la administración local, que se mantiene en sus niveles inferiores, queda integrada en un Estado unitario. El imperio forjado por Hammurabi recurrirá también a soluciones similares. Al frente de las provincias se situaba a un gobernador del que dependía el prefecto. Ambos eran funcionarios de la administración central que supervisaban la actuación de los funcionarios periféricos, como los jefes de circunscripciones, los tesoreros, alcaldes o jefes de catastro.

Por el contrario otros imperios surgidos de la expansión adoptaron soluciones y procedimientos "feudalizantes". Aunque el término no es apropiado y su empleo en tal contexto ha sido justamente criticado (Garelli: 1974, 289), lo mantenemos únicamente por razones comparativas, introduciendo la matización de que "feudalizante" aquí sólo quiere expresar la existencia de un Estado no unitario, y por consiguiente poco compacto, poseedor de estructuras y formas descentralizadas. En este tipo de imperios el dominio se mantenía por medio de relaciones personales que vinculaban a los reyes sometidos en una relación de dependencia respecto al Gran Rey que se convertía en su señor, todo lo cual quedaba estipulado mediante un tratado. La fórmula fue utilizada en Mitanni y Hatti con considerable éxito, y a pesar del carácter menos compacto de tales Estados, que en realidad constituían un conglomerado de pequeños reinos y principados sometidos a la autoridad de uno más grande y poderoso, las tendencias disgregadoras no causaron mayores problemas, aunque sí de distinta índole, que los que habían ocasionado en otros lugares y circunstancias las tendencias y aspiraciones a la autonomía de las ciudades sometidas y gobernadas de forma más centralista. "El Gran Rey garantiza al vasallo fiel su protección, asegura la conservación de su trono para él y sus herederos, mientras que el vasallo garantiza una política exterior adecuada, el suministro de tropas, el pago del tributo anual, la devolución de los exiliados, la denuncia de las traiciones, etc" (Liverani: 1987, 409). En su imperio "feudal" los hititas de los siglos XIV y XIII combinaron tales vínculos de dependencia con un tratamiento distinto, como era el que se otorgaba a alguna las ciudades conquistadas, en cuyo trono se sentaba a príncipes hititas con sus funcionarios, mientras que la antigua clase dirigente era deportada al país de Hatti. Una corte hitita se instalaba así en un ciudad extranjera convertida en Estado dependiente a fin de garantizar su fidelidad y aumentar, con ello, la cohesión del imperio.

La anexión.
La anexión no formó parte de la política de los estados e imperios del Próximo Oriente hasta una época tardía. La culminación de experiencias anteriores, pero también la disponibilidad de medios técnicos y económicos nuevos hizo posible que fuera practicada desde el siglo VIII, primero por los asirios y luego por los persas. Ambos modelos difieren sustancialmente, si bien los últimos adoptaron de los primeros toda una serie de elementos como el tipo de administración o la red de calzadas. En el imperio asirio la política de anexión, que convirtió los territorios ocupados en provincias que formaban parte del Estado, se apuntalaba con una serie de procedimientos destinados, por un lado a romper la cohesión de las poblaciones conquistadas, y por otro a garantizar la mayor eficacia de la explotación de los recursos. Una explotación económica coordinada y cuidadosa, que ya no se reduce al botín de guerra o al tributo exigido periódicamente, exige un control directo que se manifestaba en la presencia de gobernadores y guarniciones asirias que sustituyeron en los territorios conquistados a la clase dirigente local. La deportación, con el traslado de poblaciones de una a otra parte del imperio, a fin se asentarlas y recolonizar los campos de los que habían sido desplazados tras la conquista sus habitantes, rompe las tradiciones políticas locales y proporciona abundante mano de obra a las autoridades asirias de cada lugar. Sólo hay un Estado con un sólo territorio, dividido en circunscripciones, gobernado por altos funcionarios asirios que son miembros de la corte y jefes de ejército. Una asirización política que convive con una arameización etnolinguística que es el resultado de la mezcla de poblaciones.

Este rígido monocentrismo, que en la ideología asiria de la época conforma un modelo universal de orden y coherencia que viene a sustituir al caos que se percibe en la insensatez de la rebelión -ya que atenta contra el orden divino preestablecido- no será asumido por los persas. A pesar de la conquista y de la anexión, el aqueménida será un imperio descentralizado con varias capitales, gobernadores provinciales (sátrapas) con amplias atribuciones y la conservación de las formas de organización propias de los distintos pueblos que lo conforman. El monocentrismo político es aquí sustituido por la posición hegemónica que desempeña el pueblo persa, libre de las cargas fiscales pero responsable de mantener el poder real con la fuerza de las armas. La anexión se suaviza con la autonomía local y se justifica al asumir el Gran Rey el papel de vicario de los dioses de los pueblos conquistados.