Medios y objetivos de la diplomacia

La diplomacia tiene unos orígenes tan antiguos como la necesidad de las comunidades urbanas de la Mesopotamia meridional de establecer medios con los que reglamentar las relaciones mutuas. A partir del momento en que los conflictos por cuestiones territoriales u otras empezaron a ser demasiado frecuentes, se arbitraron formas que suponían una mediación, con el fin de ponerles término o, al menos, someterlos a unos límites que no permitieran su desarrollo incontrolado. Precisamente por ello la intervención de una tercera parte en calidad de árbitro fue uno de los procedimientos más frecuentes en aquellos tiempos, en que ningún reino parecía capaz de imponerse por si sólo y los conflictos podían alargarse, como de hecho ocurría, durante generaciones. El ejemplo de Mesilim, rey de Kish, en el conflicto que enfrentaba a Lagash y Umma es representativo. La diplomacia, si la entendemos en el sentido más amplio, no era sólo un asunto del palacio por aquella época. Los templos cumplían una importante labor en el rescate de los prisioneros de guerra. consiguiendo que éstos pudieran volver a su ciudad, función que mantendrán durante mucho tiempo.

El objetivo de toda actividad diplomática era siempre doble. Por un lado, y en el plano exterior, el reconocimiento por parte del interlocutor al que se podía considerar un igual o tratar con la exigencia que merece un subordinado. Como es lógico el lenguaje variará mucho dependiendo de la horizontalidad o verticalidad de las relaciones. Entre iguales la diplomacia utiliza las ideas de "hermandad" y "bondad de las relaciones" y sigue el modelo de situaciones sencillas, como las familiares, las de vecindad y de hospitalidad. El lenguaje es fraternal y los reyes se consideran y tratan como hermanos, lo que de alguna forma evoca también la realidad que suponen los vínculos matrimoniales establecidos entre sus respectivas familias. La salud respectiva constituye un motivo estereotipado de preocupación mutua por lo que se pone gran cuidado, y bastante formulismo, en dar y solicitar informes al respecto. Un tono muy distinto al de las exigencias y las amenazas que caracterizan la relación desequilibrada o vertical, se base ésta en hechos y realidades concretas o en la simple pretensión de hegemonía por una de las partes.

En el plano interno, por otro lado, se persigue aumentar el prestigio propio, presentándose ante los súbditos, fundamentalmente los cortesanos, los dependientes de palacio, los sacerdotes y los notables de las ciudades -que son los únicos que podemos considerar en cierto modo como una especie de "opinión pública"- como miembro de una altísima élite internacional, en la cual tiene sus "hermanos" y "amigos" y de la que, asimismo, toma esposas. A la población del país -especialmente en las ciudades- de la que el rey puede, por derecho, tomar esposas, le producirá la impresión de que el monarca ejerce cierto control sobre el ámbito internacional, parangonable con el que ejerce sobre sus súbditos. Otras veces la propaganda se apresta a presentar para consumo interno, como una gran victoria política e incluso militar del rey lo que no es sino comercio y diplomacia, como ocurre con las "campañas" de Tiglat Pilaser I en Siria y la costa mediterránea, por citar sólo un ejemplo entre tantos posibles.

Practicada desde muy antiguo, dos fueron los grandes momentos históricos de la actividad diplomática en el Próximo Oriente, situados ambos en el marco cronológico del segundo milenio, la llamada "Edad de Mari", un periodo de la época paleobabilónica que ocupa los siglos XVIII y XVII, y la época de equilibrio entre imperios dentro del sistema regional característico del Bronce Tardío, o sea los siglos XV y XIV. La diferencia entre ellos estriba, más que en los procedimientos, que son bastante similares -pactos, envío de embajadores y mensajeros, matrimonios, intercambio de regalos- en la escala que adquieren las relaciones diplomáticas. Mientras que en el primero el ámbito implicado corresponde a Mesopotamia y parte de Siria, siendo los protagonistas los reinos que se disputan una posición preeminente con el concurso de sus aliados, como Mari, Yamhad, Eshnunna, Babilonia, Larsa o Assur, en el segundo se trata de todo el Próximo Oriente y Egipto, dividido en un sistema regional dominado por imperios -Mitanni, Hatti, Egipto, Asiria- cuya fuerza se halla bastante equilibrada.

Es entonces cuando las relaciones diplomáticas entre reyes que se consideran iguales se formalizan al máximo, llegándose a una especie de hipertrofia, mientras que el trato dispensado a los príncipes y pequeños reyes dependientes, aún cuando se realice por medio de un tratado, se encuadra dentro de las formas de sujeción de las que trataremos en breve. El intercambio de embajadores y regalos, así como los arreglos matrimoniales entre las diversas cortes, siguen procedimientos complejos y dilatados, que muestran como, en realidad, no se persigue ningún otro objetivo más que el de mantener el contacto. El lenguaje empleado en la correspondencia, elevado al nivel de la pura cortesía, relega muchas veces las realidades concretas, y no es más que un medio por el que discurre, precisamente mediante el contacto que supone, el mutuo reconocimiento dentro del sistema político internacional.

Sin embargo, cuando se trataba de estados o imperios limítrofes la diplomacia adquirió formas más específicas que tenían que ver con la regulación de los posibles conflictos de coexistencia y vecindad entre ambos. Mientras que con las guerras y su conclusión se producía la variación o el restablecimiento de los confines mutuos que sólo pueden ser alterados de forma violenta, como ocurrió entre Asiria y Babilonia durante los siglos XIII y XII, la diplomacia establecía, mediante el pacto jurado que da lugar a un tratado internacional, el procedimiento por el que cada cual renuncia a ayudar a los enemigos y fugitivos del otro cuando se hallan en territorio propio. Una red de tales acuerdos garantizaba, o al menos ese era el objetivo -que no siempre se cumplía- protección contra las bandas armadas de saqueadores nómadas y hapiru, impidiendo que utilizaran el territorio de una ciudad o principado como base de operaciones para llevar sus correrías al de otra, así como la restitución mutua de los fugitivos (exiliados, esclavos). Los siglos XV y XIV conocieron el mayor auge de tales tratados internacionales y la época, precisamente, conoció la culminación de este auge de los esfuerzos diplomáticos con el tratado entre Ramses II y Hatusili III en 1283 que habría de traer una prolongada paz a la zona.