Guerra, descendencia y sumisión femenina.
La división del trabajo por sexos (que en principio no implica subordinación de uno respecto al otro) practicada por las anteriores poblaciones de cazadores-recolectores, se conservó debido a las condiciones de la incipiente economía agrícola y fue reforzada por el desarrollo y la consolidación de una ideología sexista de agresividad masculina que utilizaba la guerra como forma de dominar a las mujeres, mediante el rapto y la sumisión en los primeros estadios de la evolución agrícola (Meillassoux: 1977, 50). Mucho es lo que se ha discutido sobre los orígenes de la guerra, pero parece seguro que más que una predisposición biológica o psicológica de los humanos, la guerra es un factor socio-cultural, cuya aparición en aquellas primeras comunidades aldeanas obedeció a la necesidad de controlar la función procreativa de las mujeres a fin de asegurar la reproducción social que garantizaba la transferencia de la subsistencia de una generación a otra, y, en parte, también para hacer frente a los efectos crecientes de la presión demográfica por medio de la creación de "espacios vacíos" que actuaran como zonas de reserva ecológica y regulando el tamaño de la población mediante el infanticidio preferencial femenino, consecuencia extrema de la subordinación de las mujeres a los varones (Harris: 1978; 57 ss).
Entiéndase que la presión demográfica no significaba necesariamente un incremento brusco y neto de la población, sino que, por el contrario, podía manifestarse como un crecimiento gradual de ésta; crecimiento que, combinado con un descenso de los recursos como causa del descenso en la eficacia tecno-ambiental, rasgo éste muy peculiar de aquellas primitivas condiciones de la vida agrícola, podía llegar a comprometer el equilibrio población/recursos. En otros términos, fue en un ambiente neolítico de tecnología rudimentaria que convertía en un factor decisivo la fuerza de trabajo, donde imperaba además la necesidad de conseguir mujeres fuera del propio grupo, y con una creciente competencia por los recursos ante el crecimiento de la población y la relativa escasez de tierras, en que la guerra hizo su aparición y se desarrolló por vez primera de forma importante. Los más antiguos testimonios de su presencia son realmente tempranos. En Jericó se ha encontrado una sólida muralla de piedra y un foso cortado en la roca de un fecha tan antigua como mediados del octavo milenio (7500). Beidha es otra aldea en Palestina en la que se construyó pronto un muro defensivo. En Hacilar un muro de fortificación que protegía el poblado se remonta a finales del sexto milenio (5200-5000).
En los asentamientos de Tel es-Sawwan y Choga Mami de la posterior cultura de Samarra las defensas, que incluyen foso, muralla y torre que protege el único acceso al recinto, denotan grandes precauciones relacionadas con la seguridad y una planificación muy cuidada. La ausencia de sistemas defensivos (muros, fosos, torres) en otros asentamientos no significa que no se llevasen a cabo actividades guerreras. El agrupamiento compacto de las viviendas en Chatal Hüyük y la ausencia de vanos exteriores que exigía que la entrada se realizase, mediante escaleras, por la techumbre de las casas puede ser explicada como una forma de fortificación del asentamiento, y parece que no sólo ante los depredadores nocturnos. Por otra parte, como las armas habrían sido idénticas a los útiles empleados para la caza, no es fácil determinar por su presencia en un yacimiento si la guerra había caracterizado la vida de sus habitantes. Pero existen razones de peso para considerar que así debió de haber sido en muchos casos. Hay numerosos sitios que muestran huellas de violencia (incendio, destrucción, saqueo) en diversos momentos, como el mismo Jericó, Hacilar, Tell es-Sawwan, Arpachiyah, Chagar Bazar o Ras Shamra.
Con todo se trata de un periodo extenso en el que la guerra, en un estadio de agricultura incipiente, proporcionó primero la autoridad necesaria a los varones adultos para establecer su supremacía sobre las mujeres, y más adelante fue utilizada por diversos grupos para lograr y reforzar una posición de encumbramiento social. Por otro lado, la competencia por los recursos, que constituía uno de los motivos de fondo de la guerra neolítica, no debe ser interpretada según el modelo de las posteriores guerras expansivas de época histórica. Las posibilidades humanas y materiales existentes no permitían la conquista de territorios ni la captura masiva de prisioneros. La guerra aldeana, allí donde ha sido estudiada, se caracteriza por incursiones sorpresa sobre objetivos desprevenidos y encuentros "pactados" según normas rituales. En términos generales tampoco provocaban una elevada mortandad. Sus efectos sobre la población eran más bien indirectos, aunque no por ello menos importantes. Así, desde la perspectiva social la guerra se convirtió en el medio por el que los hombres adultos afirmaron su superioridad sobre todas las categorías sociales: las mujeres, los viejos y los jóvenes. Y en perspectiva demográfica, la subordinación de las mujeres significó al cabo una extensión del infanticidio preferencial femenino que, al regular a medio plazo el crecimiento de los grupos de población, incidía positivamente en la escasez de las mismas, que eran buscadas fuera del propio grupo bien por medios pacíficos (alianzas) o violentos (guerra).
En lo que a la competencia por los recursos concierne, el nivel de la tecnología existente, que condicionaba los lugares que podían ser ocupados y aprovechados agrícolamente e implicaba que solo una pequeña parte de la tierra fuera sometida a cultivo mientras el resto permanecía improductivo en largos periodos de barbecho, las comunidades aldeanas agrícolas del Neolítico no podían crecer más allá de unos límites precisos, por lo que la solución al aumento de la población consistía en su segmentación, escindiéndose algunos grupos de su aldea originaria para formar una nueva. Tal es el proceso que explica la colonización neolítica con la progresiva difusión de asentamientos que fueron ocupando, desde las áreas iniciales, territorios hasta entonces vacíos. La agricultura de barbecho, que precisaba espacios más amplios que los posteriores cultivos intensivos basados en el regadío, estaba condicionada también por las lluvias medias anuales y la humedad del suelo, y junto a la segmentación de las aldeas preexistentes favoreció una progresiva escasez de tierras aprovechables y un consiguiente aumento de los conflictos que surgían de las disputas sobre tal o cual territorio.
A medida que los poblados permanentes y las cosechas que crecían en los campos agudizaban el sentimiento de identidad territorial, la necesidad de defender las tierras y bienes propios de la rapacería y la amenaza exterior constituyó seguramente un buen acicate para que los grupos familiares aldeanos se mostraran más interesados en criar más varones, y educarlos en pautas de conducta agresiva, que mujeres. El infanticidio preferencial (directo o por negligencia) constituyó seguramente el instrumento más adecuado para ello, de acuerdo a lo observado en otras sociedades con un nivel de evolución socio-cultural semejante. El énfasis puesto en la crianza de varones y su educación para la guerra, que era recompensada con el aplauso social y ventajas materiales concretas, como una menor carga en las labores productivas, o el acceso privilegiado a las mujeres en edad nubil, subordinó decisivamente la posición de aquellas. Las mujeres, cuyo número se hacía proporcionalmente más reducido que el de los varones, fueron empleadas como recompensa sexual de los guerreros agresivos y victoriosos, con lo que éstos podían obtener más de una esposa que trabajara para ellos.
Así pues, la regulación demográfica no actuaba por el número de víctimas en combate, que no era importante, sino a través de la disminución del número de mujeres fértiles, que define en cualquier lugar la capacidad reproductiva de una comunidad. Por otra parte se favorecía la producción establecida según criterios sexistas, pues es sabido (Martin y Voorhies: 1978; 249 ss) que en ambientes donde hubo bastante competencia por la obtención de recursos, y los conflictos entre aldeas eran frecuentes, resultaba más práctica la concentración espacial de los varones emparentados (patrilocalidad). En tales circunstancias la poligamia resultaba eficaz al permitir a un varón poner a trabajar a varias mujeres en la producción de alimentos y de hijos (contrariamente a lo que sucedía en las comunidades instaladas en zonas en las que la tierra cultivable era abundante, organizadas a menudo en torno a conglomerados localizados de mujeres emparentadas). Ello reducía aún más el número de mujeres disponibles reforzando la conducta agresiva de los varones más jóvenes en sus espectativas por obtenerlas. Se podía conseguir una mujer mediante su rapto, que con frecuencia daba lugar a luchas entre comunidades, y que contribuyó eficazmente a su subordinación frente los varones adultos, pues, como se ha dicho, el rapto contiene y resume en sí todos los elementos de la empresa de inferiorización de las mujeres y es el preludio de todas las otras (Meillassoux: 1977, 49), y si uno era un guerrero poderoso, podía "comprarlas" mediante la intermediación de los ancianos.
Como vemos, la vida de las aldeas agrícolas neolíticas estaba regida en gran medida por la tensión existente entre la necesidad de poseer un mayor número de mujeres, a fin de aumentar la productividad y el número de varones en disposición de combatir, y la de regular el crecimiento de la población ante los obstáculos reales (técnicos y ambientales) para lograr mayores cosechas con una agricultura de cereal de secano e instrumentos de trabajo elaborados en piedra, madera y hueso. Dependiendo de qué circunstancias imperasen en cada momento y en cada lugar, la tendencia podía fluctuar en un sentido u otro, favoreciendo el mantenimiento de una mayor población femenina o reduciéndola mediante el infanticidio preferencial. También subsistieron modelos alternativos de organización, como las poblaciones en que la filiación (matrilinealidad) y la residencia (matrilocalidad) se articulaban de acuerdo a los elementos femeninos, y en las que la subordinación de las mujeres a los varones era menor o inexistente. En tales condiciones la comunidad de residencia parece haber constituido un factor crucial para que las mujeres emparentadas controlaran los recursos y la riqueza. Pero en términos generales las aldeas patrilocales resultaban más adaptativas, pues se encontraban mejor preparadas para sobrevivir a los conflictos. Desde una perspectiva temporal resulta claro que las sociedades matrilineales han sido incapaces de adaptarse a los sistemas técnico-económicos, competitivos y explotadores, y han dado paso a las sociedades patrilineales (Harris: 1978, 79 ss, Lerner: 1990, 56 ss). El caso de Chatal Huyuk, una comunidad cuya organización se ha considerado matrilocal, y que fue abandonada por sus habitantes tras un periodo de unos mil quinientos años de ocupación, bien por una derrota militar o por incapacidad para adaptarse a una condiciones ecológicas en transformación, podría confirmarlo. No obstante, las nuevas campañas de excavaciones en el yaciiento, reemprendidas por Ian Hoder no han arrojado aún la suficiente evidencia como para seguir manteniendo este punto de vista.
Por supuesto, la frecuencia y la intensidad de la guerra neolítica variaba según las circunstancias, pero el mecanismo debió de ser bastante similar en todas partes. Incursiones, expulsiones y destrucciones de aldeas solían aumentar la distancia media entre éstas y por lo tanto incidían también en la reducción de la densidad global de la población regional. Por otro lado, con el fin de limitar en lo posible la frecuencia de los conflictos las poblaciones aldeanas tendían a dispersarse, siempre que ello fuera posible, contribuyendo a dejar entre unas y otras espacios intermedios como zonas de reserva ecológica suceptibles de posterior colonización, y a regular ritualmente el calendario bélico que podía presentar, como se ha observado entre poblaciones aldeanas primitivas más recientes, significativas conexiones con los ciclos agrícolas y los techos productivos que imponía el medio ambiente y la capacidad técnica.
La guerra aldeana neolítica, que debemos distinguir por sus tácticas y consecuencias de la violencia intergrupal paleolítica, así como de la posterior actividad bélica promovida por las sociedades complejas (jefaturas avanzadas y estados arcaicos) y por supuesto de la guerra imperialista de periodos históricos más avanzados, constituyó en definitiva un factor a tener en cuenta, aunque no fue el único, en el surgimiento y consolidación de las desigualdades, al proporcionar prestigio y autoridad al desde entonces grupo social dominante, los adultos varones, y más tarde, como veremos, al reforzar el poder de las élites emergentes. A partir de entonces, el desarrollo de la riqueza y la desigualdad fue el motivo más común de la guerra, para obtener botín, esclavos o simplemente prestigio. La guerra profundizó en las desigualdades y constituyó el origen de sus formas más extremas, como el esclavismo.
La división del trabajo por sexos (que en principio no implica subordinación de uno respecto al otro) practicada por las anteriores poblaciones de cazadores-recolectores, se conservó debido a las condiciones de la incipiente economía agrícola y fue reforzada por el desarrollo y la consolidación de una ideología sexista de agresividad masculina que utilizaba la guerra como forma de dominar a las mujeres, mediante el rapto y la sumisión en los primeros estadios de la evolución agrícola (Meillassoux: 1977, 50). Mucho es lo que se ha discutido sobre los orígenes de la guerra, pero parece seguro que más que una predisposición biológica o psicológica de los humanos, la guerra es un factor socio-cultural, cuya aparición en aquellas primeras comunidades aldeanas obedeció a la necesidad de controlar la función procreativa de las mujeres a fin de asegurar la reproducción social que garantizaba la transferencia de la subsistencia de una generación a otra, y, en parte, también para hacer frente a los efectos crecientes de la presión demográfica por medio de la creación de "espacios vacíos" que actuaran como zonas de reserva ecológica y regulando el tamaño de la población mediante el infanticidio preferencial femenino, consecuencia extrema de la subordinación de las mujeres a los varones (Harris: 1978; 57 ss).
Entiéndase que la presión demográfica no significaba necesariamente un incremento brusco y neto de la población, sino que, por el contrario, podía manifestarse como un crecimiento gradual de ésta; crecimiento que, combinado con un descenso de los recursos como causa del descenso en la eficacia tecno-ambiental, rasgo éste muy peculiar de aquellas primitivas condiciones de la vida agrícola, podía llegar a comprometer el equilibrio población/recursos. En otros términos, fue en un ambiente neolítico de tecnología rudimentaria que convertía en un factor decisivo la fuerza de trabajo, donde imperaba además la necesidad de conseguir mujeres fuera del propio grupo, y con una creciente competencia por los recursos ante el crecimiento de la población y la relativa escasez de tierras, en que la guerra hizo su aparición y se desarrolló por vez primera de forma importante. Los más antiguos testimonios de su presencia son realmente tempranos. En Jericó se ha encontrado una sólida muralla de piedra y un foso cortado en la roca de un fecha tan antigua como mediados del octavo milenio (7500). Beidha es otra aldea en Palestina en la que se construyó pronto un muro defensivo. En Hacilar un muro de fortificación que protegía el poblado se remonta a finales del sexto milenio (5200-5000).
En los asentamientos de Tel es-Sawwan y Choga Mami de la posterior cultura de Samarra las defensas, que incluyen foso, muralla y torre que protege el único acceso al recinto, denotan grandes precauciones relacionadas con la seguridad y una planificación muy cuidada. La ausencia de sistemas defensivos (muros, fosos, torres) en otros asentamientos no significa que no se llevasen a cabo actividades guerreras. El agrupamiento compacto de las viviendas en Chatal Hüyük y la ausencia de vanos exteriores que exigía que la entrada se realizase, mediante escaleras, por la techumbre de las casas puede ser explicada como una forma de fortificación del asentamiento, y parece que no sólo ante los depredadores nocturnos. Por otra parte, como las armas habrían sido idénticas a los útiles empleados para la caza, no es fácil determinar por su presencia en un yacimiento si la guerra había caracterizado la vida de sus habitantes. Pero existen razones de peso para considerar que así debió de haber sido en muchos casos. Hay numerosos sitios que muestran huellas de violencia (incendio, destrucción, saqueo) en diversos momentos, como el mismo Jericó, Hacilar, Tell es-Sawwan, Arpachiyah, Chagar Bazar o Ras Shamra.
Con todo se trata de un periodo extenso en el que la guerra, en un estadio de agricultura incipiente, proporcionó primero la autoridad necesaria a los varones adultos para establecer su supremacía sobre las mujeres, y más adelante fue utilizada por diversos grupos para lograr y reforzar una posición de encumbramiento social. Por otro lado, la competencia por los recursos, que constituía uno de los motivos de fondo de la guerra neolítica, no debe ser interpretada según el modelo de las posteriores guerras expansivas de época histórica. Las posibilidades humanas y materiales existentes no permitían la conquista de territorios ni la captura masiva de prisioneros. La guerra aldeana, allí donde ha sido estudiada, se caracteriza por incursiones sorpresa sobre objetivos desprevenidos y encuentros "pactados" según normas rituales. En términos generales tampoco provocaban una elevada mortandad. Sus efectos sobre la población eran más bien indirectos, aunque no por ello menos importantes. Así, desde la perspectiva social la guerra se convirtió en el medio por el que los hombres adultos afirmaron su superioridad sobre todas las categorías sociales: las mujeres, los viejos y los jóvenes. Y en perspectiva demográfica, la subordinación de las mujeres significó al cabo una extensión del infanticidio preferencial femenino que, al regular a medio plazo el crecimiento de los grupos de población, incidía positivamente en la escasez de las mismas, que eran buscadas fuera del propio grupo bien por medios pacíficos (alianzas) o violentos (guerra).
En lo que a la competencia por los recursos concierne, el nivel de la tecnología existente, que condicionaba los lugares que podían ser ocupados y aprovechados agrícolamente e implicaba que solo una pequeña parte de la tierra fuera sometida a cultivo mientras el resto permanecía improductivo en largos periodos de barbecho, las comunidades aldeanas agrícolas del Neolítico no podían crecer más allá de unos límites precisos, por lo que la solución al aumento de la población consistía en su segmentación, escindiéndose algunos grupos de su aldea originaria para formar una nueva. Tal es el proceso que explica la colonización neolítica con la progresiva difusión de asentamientos que fueron ocupando, desde las áreas iniciales, territorios hasta entonces vacíos. La agricultura de barbecho, que precisaba espacios más amplios que los posteriores cultivos intensivos basados en el regadío, estaba condicionada también por las lluvias medias anuales y la humedad del suelo, y junto a la segmentación de las aldeas preexistentes favoreció una progresiva escasez de tierras aprovechables y un consiguiente aumento de los conflictos que surgían de las disputas sobre tal o cual territorio.
A medida que los poblados permanentes y las cosechas que crecían en los campos agudizaban el sentimiento de identidad territorial, la necesidad de defender las tierras y bienes propios de la rapacería y la amenaza exterior constituyó seguramente un buen acicate para que los grupos familiares aldeanos se mostraran más interesados en criar más varones, y educarlos en pautas de conducta agresiva, que mujeres. El infanticidio preferencial (directo o por negligencia) constituyó seguramente el instrumento más adecuado para ello, de acuerdo a lo observado en otras sociedades con un nivel de evolución socio-cultural semejante. El énfasis puesto en la crianza de varones y su educación para la guerra, que era recompensada con el aplauso social y ventajas materiales concretas, como una menor carga en las labores productivas, o el acceso privilegiado a las mujeres en edad nubil, subordinó decisivamente la posición de aquellas. Las mujeres, cuyo número se hacía proporcionalmente más reducido que el de los varones, fueron empleadas como recompensa sexual de los guerreros agresivos y victoriosos, con lo que éstos podían obtener más de una esposa que trabajara para ellos.
Así pues, la regulación demográfica no actuaba por el número de víctimas en combate, que no era importante, sino a través de la disminución del número de mujeres fértiles, que define en cualquier lugar la capacidad reproductiva de una comunidad. Por otra parte se favorecía la producción establecida según criterios sexistas, pues es sabido (Martin y Voorhies: 1978; 249 ss) que en ambientes donde hubo bastante competencia por la obtención de recursos, y los conflictos entre aldeas eran frecuentes, resultaba más práctica la concentración espacial de los varones emparentados (patrilocalidad). En tales circunstancias la poligamia resultaba eficaz al permitir a un varón poner a trabajar a varias mujeres en la producción de alimentos y de hijos (contrariamente a lo que sucedía en las comunidades instaladas en zonas en las que la tierra cultivable era abundante, organizadas a menudo en torno a conglomerados localizados de mujeres emparentadas). Ello reducía aún más el número de mujeres disponibles reforzando la conducta agresiva de los varones más jóvenes en sus espectativas por obtenerlas. Se podía conseguir una mujer mediante su rapto, que con frecuencia daba lugar a luchas entre comunidades, y que contribuyó eficazmente a su subordinación frente los varones adultos, pues, como se ha dicho, el rapto contiene y resume en sí todos los elementos de la empresa de inferiorización de las mujeres y es el preludio de todas las otras (Meillassoux: 1977, 49), y si uno era un guerrero poderoso, podía "comprarlas" mediante la intermediación de los ancianos.
Como vemos, la vida de las aldeas agrícolas neolíticas estaba regida en gran medida por la tensión existente entre la necesidad de poseer un mayor número de mujeres, a fin de aumentar la productividad y el número de varones en disposición de combatir, y la de regular el crecimiento de la población ante los obstáculos reales (técnicos y ambientales) para lograr mayores cosechas con una agricultura de cereal de secano e instrumentos de trabajo elaborados en piedra, madera y hueso. Dependiendo de qué circunstancias imperasen en cada momento y en cada lugar, la tendencia podía fluctuar en un sentido u otro, favoreciendo el mantenimiento de una mayor población femenina o reduciéndola mediante el infanticidio preferencial. También subsistieron modelos alternativos de organización, como las poblaciones en que la filiación (matrilinealidad) y la residencia (matrilocalidad) se articulaban de acuerdo a los elementos femeninos, y en las que la subordinación de las mujeres a los varones era menor o inexistente. En tales condiciones la comunidad de residencia parece haber constituido un factor crucial para que las mujeres emparentadas controlaran los recursos y la riqueza. Pero en términos generales las aldeas patrilocales resultaban más adaptativas, pues se encontraban mejor preparadas para sobrevivir a los conflictos. Desde una perspectiva temporal resulta claro que las sociedades matrilineales han sido incapaces de adaptarse a los sistemas técnico-económicos, competitivos y explotadores, y han dado paso a las sociedades patrilineales (Harris: 1978, 79 ss, Lerner: 1990, 56 ss). El caso de Chatal Huyuk, una comunidad cuya organización se ha considerado matrilocal, y que fue abandonada por sus habitantes tras un periodo de unos mil quinientos años de ocupación, bien por una derrota militar o por incapacidad para adaptarse a una condiciones ecológicas en transformación, podría confirmarlo. No obstante, las nuevas campañas de excavaciones en el yaciiento, reemprendidas por Ian Hoder no han arrojado aún la suficiente evidencia como para seguir manteniendo este punto de vista.
Por supuesto, la frecuencia y la intensidad de la guerra neolítica variaba según las circunstancias, pero el mecanismo debió de ser bastante similar en todas partes. Incursiones, expulsiones y destrucciones de aldeas solían aumentar la distancia media entre éstas y por lo tanto incidían también en la reducción de la densidad global de la población regional. Por otro lado, con el fin de limitar en lo posible la frecuencia de los conflictos las poblaciones aldeanas tendían a dispersarse, siempre que ello fuera posible, contribuyendo a dejar entre unas y otras espacios intermedios como zonas de reserva ecológica suceptibles de posterior colonización, y a regular ritualmente el calendario bélico que podía presentar, como se ha observado entre poblaciones aldeanas primitivas más recientes, significativas conexiones con los ciclos agrícolas y los techos productivos que imponía el medio ambiente y la capacidad técnica.
La guerra aldeana neolítica, que debemos distinguir por sus tácticas y consecuencias de la violencia intergrupal paleolítica, así como de la posterior actividad bélica promovida por las sociedades complejas (jefaturas avanzadas y estados arcaicos) y por supuesto de la guerra imperialista de periodos históricos más avanzados, constituyó en definitiva un factor a tener en cuenta, aunque no fue el único, en el surgimiento y consolidación de las desigualdades, al proporcionar prestigio y autoridad al desde entonces grupo social dominante, los adultos varones, y más tarde, como veremos, al reforzar el poder de las élites emergentes. A partir de entonces, el desarrollo de la riqueza y la desigualdad fue el motivo más común de la guerra, para obtener botín, esclavos o simplemente prestigio. La guerra profundizó en las desigualdades y constituyó el origen de sus formas más extremas, como el esclavismo.