En algunas partes, como ocurría en Babilonia, en caso de muerte del esposo la madre podía ejercer la autoridad familiar siempre que no existieran hijos mayores, lo que también está atestiguado en Nuzi. No obstante, estas viudas babilonias no podían contraer nuevo matrimonio sin la debida aprobación jurídica, salvo en el caso de que no contasen con medios necesarios para mantener a su familia. Si el esposo abandonaba de modo arbitrario la comunidad a la que pertenecía, el matrimonio quedaba anulado y la mujer era libre de casarse nuevamente. Pero si el esposo era hecho prisionero durante la guerra, su mujer sólo podía contraer matrimonio nuevamente en caso de que no dispusiera de medios suficientes para mantener a su familia. Aún así, si regresara su primer esposo deberá volver con él, aunque los hijos que hubiera tenido con el segundo quedarán bajo la potestad de éste: "Si un señor es hecho cautivo y hay en su casa lo suficiente para vivir, su esposa conservará su casa y cuidará de su persona; no entrará en la casa de otro hombre. Si esa mujer no cuida de su persona sino que entra en la casa de otro hombre será arrojada al río después de habérselo probado. Si un señor es hecho cautivo y no hay en su casa lo suficiente para vivir, su esposa puede entrar en la casa de otro hombre sin culpa. Si un señor es hecho cautivo sin que haya en su casa lo suficiente para vivir y antes de su regreso su esposa ha entrado en casa de otro hombre y ha tenido hijos, si más tarde su marido ha regresado a su ciudad, esa mujer regresará junto a él y los hijos permanecerán con su padre" (CH, 133-134-135).
En Asiria, la mujer no poseía ninguna capacidad jurídica y vivía enclaustrada, al menos en las ciudades y entre la gente acomodada, permaneciendo oculta tras un velo sin poder dirigir la palabra más que a un pariente cercano. Era la única en el matrimonio que podía ser acusada de adulterio, delito que era asimilado a una forma de atentado contra la propiedad y entonces el marido podía escoger entre el castigo, la muerte o el perdón. El derecho ilimitado a llevar a cabo el juicio y la ejecución del castigo en los miembros de su familia viene señalado por una serie de artículos de la ley. Uno de ellos permitía al marido "golpear a su mujer, arrancarle el cabello, magullarla y destrozarle sus orejas" (LA, 59), sin que ello fuera motivo de culpa. Como en otros ambientes patriarcales entre los asirios la violación de una mujer suponía, en realidad, un agravio para su marido o su padre. No obstante, la ley establecía un amplio margen para que el violador demostrara su inocencia. Un simple juramento, acusando a la mujer violada de haberle seducido, bastaba para eximirle de la mayor responsabilidad y el asunto se zanjaba con el pago de una multa al padre de la joven; compensación económica por haber mermado su valor, al haberla privado de su virginidad. En otras circunstancias, sobre todo si deseaba deshacerse de su propia esposa, el violador podría estar interesado en no jurar, ya que entonces la ley asiria preveía que debía desposarse con la víctima y su mujer quedaba degradada al rango de prostituta.
Pese a que la mujer asiria conservaba el derecho a adoptar sin la autorización de su marido, su manifiesta situación de subordinación aparece indicada en otro artículo de la ley, que exigía que la mujer ante la ausencia sin noticias del esposo tuviera que aguardarle durante cinco años. La difícil situación de la mujer se agravaba en caso de disolución del matrimonio, pues, en la práctica, el divorcio sólo podía ser solicitado por el hombre. Cuando éste se llevaba a cabo, la mujer recibía de su esposo una compensación estipulada en el contrato de matrimonio, pero la ley autorizaba al marido a repudiar a su mujer sin darle nada. Igualmente el esposo podía entregar a su mujer como garantía ante un acreedor. El aborto provocado era equiparado a un delito público y castigado con el empalamiento. En los harenes reales una estrecha vigilancia y una absoluta desconfianza que impedía la entrada a cualquier persona, salvo a las mujeres y a unos cuantos eunucos, encerraba a esposas y concubinas en un ambiente de verdadera prisión.
En época neobabilónica se puede observar un cierto endurecimiento de la condición de la mujer en el seno de la sociedad y de la familia patriarcal. Desde tiempo atrás se había venido estableciendo una distinción de clase entre las mujeres que afectaba a su respetabilidad, según quien fuera el propietario de sus servicios sexuales y de su capacidad reproductiva. La mujer casada, la concubina o la joven que residía con sus padres eran consideradas respetables. Una antigua costumbre asiria que más tarde encontramos en otras partes, permitía distinguirlas por el uso del velo en público. No así las prostitutas del templo y las rameras, que tiempos atrás habían gozado de mayor respetabilidad, y las esclavas. Aunque la esposa era siempre protegida contra la existencia de una segunda mujer y recibía en caso de divorcio seis minas de plata, conservando el derecho a contraer un nuevo matrimonio, sólo ella era castigada, incluso con la muerte, en caso de adulterio. Su capacidad jurídica se encontraba disminuída frente a la del hombre y sólo éste heredaba y disponía de los bienes de la familia. En realidad, ahora igual que antes, la finalidad del matrimonio consistía en que la mujer trabajara como mano de obra en la casa del marido y que le proveyera de hijos, es decir, de mayor número de mano de obra (Klima: 1986,191). En la práctica, en muchos casos la situación de la mujer en la familia patriarcal, que había experimentado un nuevo auge a raíz de las invasiones arameas, no difería esencialmente de la de los esclavos domésticos.
Entre los hititas la mujer, que podía recibir directamente la suma o "dinero nupcial" de parte del novio, parece haber disfrutado de una posición un tanto más equilibrada en relación a su esposo, participando incluso con él en las decisiones relativas al matrimonio de los hijos: "Si una mujer está prometida a un hombre y otro hombre la seduce tan pronto como la haya seducido, devolverá a su prometido cuanto este le había dado; el padre y la madre no deberán devolver nada. Si son el padre y la madre quienes la dan a otro hombre, entonces devolverán lo que habían recibido" (LH, 28).
En Fenicia, la familia se fundamentaba en el matrimonio monógamo, que en el ámbito colonial mediterráneo no parecen haber encontrado muchos trabas para la formación de enlaces mixtos entre miembros de etnias diferentes. La profundización en el derecho de corte individualista como consecuencia de la expansión de las actividades comerciales, tendió sin duda a disolver las relaciones familiares típicas de la Edad del Bronce, con lo que la familia extensa debió ceder paulatinamente su sitio a aquélla otra de carácter más reducido y compuesta por los miembros del matrimonio y su descendencia directa. Una sociedad como la fenicia debía ser, al menos en el marco de la ciudad, marcadamente más individualista y ello tuvo que favorecer a su vez la posición de la mujer en el seno de la familia y de la sociedad, pues no en vano la encontramos desempeñando en ocasiones actividades económicas importantes en directa relación con el comercio. Desde esta perspectiva la mujer de las familias acomodadas urbanas en Fenicia parece haber estado más cerca de la situación que disfrutaban las mujeres en Babilonia que del enclaustramiento característico de Asiria. Sin embargo, esta mayor libertad no suponía, ni mucho menos, su independencia económica y sexual respecto al varón.
La mujer y las diferencias sociales.
Las distinciones de clase o categoría social también eran importantes a la hora de establecer la situación de las mujeres. No vivían igual, ni tenían las mismas oportunidades, la campesina, la tabernera, la ramera o la cortesana. En determinados lugares, como en Mari, las mujeres de los grupos sociales elevados poseían unas espectativas que el resto no compartía. En aquel reino, situado sobre el curso medio del Eufrates, las mujeres, al igual que los hombres, poseían y administraban propiedades, podían realizar contratos en su nombre, presentar demandas ante la corte y hacer de testigos ante los tribunales de justicia. Podían tomar parte en negocios y en transacciones legales, tales como adopciones, ventas de propiedades, concesión o petición de créditos. También en las listas de quienes ofrecían obsequios al monarca aparecen registradas unas cuantas mujeres; dichos obsequios eran impuestos o tributos de vasallaje, lo que indica que estas mujeres tenían una posición política y unos derechos determinados. No era raro que desempeñaran la profesión de escribas, músicos y cantantes. Ejercían importantes funciones religiosas en calidad de sacerdotisas, adivinadoras y profetisas. Teniendo presente que los monarcas consultaban regularmente a los profetas y los adivinos antes de tomar una decisión importante o de emprender una guerra, estas personas eran los verdaderos consejeros del rey. "El hecho de que los documentos de Mari no hagan distinciones entre la valía de un profeta o una profetisa dice mucho en favor de un estatus relativamente igualitario de las mujeres pertenecientes a la elite de la sociedad de Mari" (Lerner: 1990, 111).
Algo muy similar se observa también entre los hititas. En muchos otros lugares las mujeres de las familias ricas y poderosas disfrutaban de una situación de privilegio. Las hijas de los nobles y altos dignatarios, así como las princesas y cortesanas sumerias, acadias y babilonias parecen haber gozado de una alta consideración, que permitió que recibieran una educación esmerada que les preparaba para el papel diplomático o administrativo que les tocara ejercer. Entregadas al matrimonio de conveniencia política o convertidas en sacerdotisas al frente de la administración de un templo, como la hija de Sargón, no dejaban de depender, sin embargo de los varones, esposos o padres, quienes mediante su voluntad regulaban su conducta. Un claro ejemplo de la situación de las mujeres de la élite social corresponde a las sacerdotisas naditu, muy numerosas en el periodo paleobabilónico. Hijas del rey y de los altos dignatarios, funcionarios de la administración real y sacerdotes, las naditum ingresaban en el templo al que aportaban una rica dote. Dentro del recinto del mismo, guardado por un muro que como en Sippar los sucesivos reyes se encargaban de restaurar, residían en sus propias casas, si bien contaban con instalaciones que, como el comedor, eran comunales (Harris: 1963, 124 ss). Podían casarse, pero no les estaba permitido tener hijos, lo que significaba que a su muerte la dote volvía a la familia de su padre. En vida disponían ampliamente de su patrimonio, realizando negocios, concediendo préstamos, a fin de acrecentarlo y utilizar las ganancias en su mantenimiento y en el servicio de los dioses. Desempeñaban cargos importantes en la administración del santuario y a menudo las encontramos ejerciendo como escribas.
Las concubinas, de origen libre, pero pobres o esclavas, gozaban de una posición intermedia dentro de la familia patriarcal, actuando al modo de sirvientas de la esposa legítima. Si eran esclavas y sus hijos no resultaban reconocidos, a la muerte del esposo alcanzaban la libertad. Se comprende que muchas hijas de familias pobres fueran vendidas como esclavas, como un remedio para escapar de la pobreza. Siendo esclavas podían trabajar como prostitutas o ser adquiridas en calidad de concubinas. También las prostitutas libres, cuya actividad económica estaba en principio protegida por la ley, podían aspirar a convertirse en concubinas y a ver sus hijos reconocidos como legítimos. En un pasaje del Código de Lipitishtar, soberano de Isin, leemos: "Si un hombre cuya mujer no le ha dado hijos tiene hijos de una prostituta de la plaza, deberá contribuir al mantenimiento de la prostituta con cebada, aceite y lana; los hijos que la prostituta le ha dado son sus herederos, pero la prostituta no vivirá en la casa con la esposa" (CL, 32). La situación de las prostitutas, que desde época sumeria se encontraba asociada a los servicios religiosos del templo, se fue degradando con el tiempo hasta equivaler en la práctica a la de la esclava, como consecuencia de la regulación estricta de la sexualidad de las mujeres de las clases propietarias y la introducción paralela de la prostitución comercial. Parece que esta última era tan antigua como la prostitución sagrada pero, como se ha visto, las prostitutas comerciales (rameras) tenían reconocidos sus derechos y gozaban de protección ante la ley. El desarrollo bien temprano de la esclavitud femenina, que permitía emplear a las cautivas en burdeles con fines comerciales, y la degradación de las condiciones económicas de las familias humildes, alimentaron otras tantas fuentes de la prostitución.
No había otras ocupaciones entre las mujeres pobres de extracción social libre, salvo la no demasiado bien considerada de tabernera que en la práctica equivalía a algún tipo de prostitución, o la de emplearse eventualmente como nodrizas en las familias acomodadas, algo que estaba reservado preferentemente a las esclavas, o bien ejercer de sirvientas en los templos. De hecho los múltiples oficios desempeñados por las esclavas en los templos no aparecen citados como ocupaciones habituales de las mujeres libres de familias pobres. Su función fundamental residía en el trabajo doméstico, muy duro cuando no se contaba con la ayuda de otras personas, por lo que no habían sido instruidas para otro menester.
En Asiria, la mujer no poseía ninguna capacidad jurídica y vivía enclaustrada, al menos en las ciudades y entre la gente acomodada, permaneciendo oculta tras un velo sin poder dirigir la palabra más que a un pariente cercano. Era la única en el matrimonio que podía ser acusada de adulterio, delito que era asimilado a una forma de atentado contra la propiedad y entonces el marido podía escoger entre el castigo, la muerte o el perdón. El derecho ilimitado a llevar a cabo el juicio y la ejecución del castigo en los miembros de su familia viene señalado por una serie de artículos de la ley. Uno de ellos permitía al marido "golpear a su mujer, arrancarle el cabello, magullarla y destrozarle sus orejas" (LA, 59), sin que ello fuera motivo de culpa. Como en otros ambientes patriarcales entre los asirios la violación de una mujer suponía, en realidad, un agravio para su marido o su padre. No obstante, la ley establecía un amplio margen para que el violador demostrara su inocencia. Un simple juramento, acusando a la mujer violada de haberle seducido, bastaba para eximirle de la mayor responsabilidad y el asunto se zanjaba con el pago de una multa al padre de la joven; compensación económica por haber mermado su valor, al haberla privado de su virginidad. En otras circunstancias, sobre todo si deseaba deshacerse de su propia esposa, el violador podría estar interesado en no jurar, ya que entonces la ley asiria preveía que debía desposarse con la víctima y su mujer quedaba degradada al rango de prostituta.
Pese a que la mujer asiria conservaba el derecho a adoptar sin la autorización de su marido, su manifiesta situación de subordinación aparece indicada en otro artículo de la ley, que exigía que la mujer ante la ausencia sin noticias del esposo tuviera que aguardarle durante cinco años. La difícil situación de la mujer se agravaba en caso de disolución del matrimonio, pues, en la práctica, el divorcio sólo podía ser solicitado por el hombre. Cuando éste se llevaba a cabo, la mujer recibía de su esposo una compensación estipulada en el contrato de matrimonio, pero la ley autorizaba al marido a repudiar a su mujer sin darle nada. Igualmente el esposo podía entregar a su mujer como garantía ante un acreedor. El aborto provocado era equiparado a un delito público y castigado con el empalamiento. En los harenes reales una estrecha vigilancia y una absoluta desconfianza que impedía la entrada a cualquier persona, salvo a las mujeres y a unos cuantos eunucos, encerraba a esposas y concubinas en un ambiente de verdadera prisión.
En época neobabilónica se puede observar un cierto endurecimiento de la condición de la mujer en el seno de la sociedad y de la familia patriarcal. Desde tiempo atrás se había venido estableciendo una distinción de clase entre las mujeres que afectaba a su respetabilidad, según quien fuera el propietario de sus servicios sexuales y de su capacidad reproductiva. La mujer casada, la concubina o la joven que residía con sus padres eran consideradas respetables. Una antigua costumbre asiria que más tarde encontramos en otras partes, permitía distinguirlas por el uso del velo en público. No así las prostitutas del templo y las rameras, que tiempos atrás habían gozado de mayor respetabilidad, y las esclavas. Aunque la esposa era siempre protegida contra la existencia de una segunda mujer y recibía en caso de divorcio seis minas de plata, conservando el derecho a contraer un nuevo matrimonio, sólo ella era castigada, incluso con la muerte, en caso de adulterio. Su capacidad jurídica se encontraba disminuída frente a la del hombre y sólo éste heredaba y disponía de los bienes de la familia. En realidad, ahora igual que antes, la finalidad del matrimonio consistía en que la mujer trabajara como mano de obra en la casa del marido y que le proveyera de hijos, es decir, de mayor número de mano de obra (Klima: 1986,191). En la práctica, en muchos casos la situación de la mujer en la familia patriarcal, que había experimentado un nuevo auge a raíz de las invasiones arameas, no difería esencialmente de la de los esclavos domésticos.
Entre los hititas la mujer, que podía recibir directamente la suma o "dinero nupcial" de parte del novio, parece haber disfrutado de una posición un tanto más equilibrada en relación a su esposo, participando incluso con él en las decisiones relativas al matrimonio de los hijos: "Si una mujer está prometida a un hombre y otro hombre la seduce tan pronto como la haya seducido, devolverá a su prometido cuanto este le había dado; el padre y la madre no deberán devolver nada. Si son el padre y la madre quienes la dan a otro hombre, entonces devolverán lo que habían recibido" (LH, 28).
En Fenicia, la familia se fundamentaba en el matrimonio monógamo, que en el ámbito colonial mediterráneo no parecen haber encontrado muchos trabas para la formación de enlaces mixtos entre miembros de etnias diferentes. La profundización en el derecho de corte individualista como consecuencia de la expansión de las actividades comerciales, tendió sin duda a disolver las relaciones familiares típicas de la Edad del Bronce, con lo que la familia extensa debió ceder paulatinamente su sitio a aquélla otra de carácter más reducido y compuesta por los miembros del matrimonio y su descendencia directa. Una sociedad como la fenicia debía ser, al menos en el marco de la ciudad, marcadamente más individualista y ello tuvo que favorecer a su vez la posición de la mujer en el seno de la familia y de la sociedad, pues no en vano la encontramos desempeñando en ocasiones actividades económicas importantes en directa relación con el comercio. Desde esta perspectiva la mujer de las familias acomodadas urbanas en Fenicia parece haber estado más cerca de la situación que disfrutaban las mujeres en Babilonia que del enclaustramiento característico de Asiria. Sin embargo, esta mayor libertad no suponía, ni mucho menos, su independencia económica y sexual respecto al varón.
La mujer y las diferencias sociales.
Las distinciones de clase o categoría social también eran importantes a la hora de establecer la situación de las mujeres. No vivían igual, ni tenían las mismas oportunidades, la campesina, la tabernera, la ramera o la cortesana. En determinados lugares, como en Mari, las mujeres de los grupos sociales elevados poseían unas espectativas que el resto no compartía. En aquel reino, situado sobre el curso medio del Eufrates, las mujeres, al igual que los hombres, poseían y administraban propiedades, podían realizar contratos en su nombre, presentar demandas ante la corte y hacer de testigos ante los tribunales de justicia. Podían tomar parte en negocios y en transacciones legales, tales como adopciones, ventas de propiedades, concesión o petición de créditos. También en las listas de quienes ofrecían obsequios al monarca aparecen registradas unas cuantas mujeres; dichos obsequios eran impuestos o tributos de vasallaje, lo que indica que estas mujeres tenían una posición política y unos derechos determinados. No era raro que desempeñaran la profesión de escribas, músicos y cantantes. Ejercían importantes funciones religiosas en calidad de sacerdotisas, adivinadoras y profetisas. Teniendo presente que los monarcas consultaban regularmente a los profetas y los adivinos antes de tomar una decisión importante o de emprender una guerra, estas personas eran los verdaderos consejeros del rey. "El hecho de que los documentos de Mari no hagan distinciones entre la valía de un profeta o una profetisa dice mucho en favor de un estatus relativamente igualitario de las mujeres pertenecientes a la elite de la sociedad de Mari" (Lerner: 1990, 111).
Algo muy similar se observa también entre los hititas. En muchos otros lugares las mujeres de las familias ricas y poderosas disfrutaban de una situación de privilegio. Las hijas de los nobles y altos dignatarios, así como las princesas y cortesanas sumerias, acadias y babilonias parecen haber gozado de una alta consideración, que permitió que recibieran una educación esmerada que les preparaba para el papel diplomático o administrativo que les tocara ejercer. Entregadas al matrimonio de conveniencia política o convertidas en sacerdotisas al frente de la administración de un templo, como la hija de Sargón, no dejaban de depender, sin embargo de los varones, esposos o padres, quienes mediante su voluntad regulaban su conducta. Un claro ejemplo de la situación de las mujeres de la élite social corresponde a las sacerdotisas naditu, muy numerosas en el periodo paleobabilónico. Hijas del rey y de los altos dignatarios, funcionarios de la administración real y sacerdotes, las naditum ingresaban en el templo al que aportaban una rica dote. Dentro del recinto del mismo, guardado por un muro que como en Sippar los sucesivos reyes se encargaban de restaurar, residían en sus propias casas, si bien contaban con instalaciones que, como el comedor, eran comunales (Harris: 1963, 124 ss). Podían casarse, pero no les estaba permitido tener hijos, lo que significaba que a su muerte la dote volvía a la familia de su padre. En vida disponían ampliamente de su patrimonio, realizando negocios, concediendo préstamos, a fin de acrecentarlo y utilizar las ganancias en su mantenimiento y en el servicio de los dioses. Desempeñaban cargos importantes en la administración del santuario y a menudo las encontramos ejerciendo como escribas.
Las concubinas, de origen libre, pero pobres o esclavas, gozaban de una posición intermedia dentro de la familia patriarcal, actuando al modo de sirvientas de la esposa legítima. Si eran esclavas y sus hijos no resultaban reconocidos, a la muerte del esposo alcanzaban la libertad. Se comprende que muchas hijas de familias pobres fueran vendidas como esclavas, como un remedio para escapar de la pobreza. Siendo esclavas podían trabajar como prostitutas o ser adquiridas en calidad de concubinas. También las prostitutas libres, cuya actividad económica estaba en principio protegida por la ley, podían aspirar a convertirse en concubinas y a ver sus hijos reconocidos como legítimos. En un pasaje del Código de Lipitishtar, soberano de Isin, leemos: "Si un hombre cuya mujer no le ha dado hijos tiene hijos de una prostituta de la plaza, deberá contribuir al mantenimiento de la prostituta con cebada, aceite y lana; los hijos que la prostituta le ha dado son sus herederos, pero la prostituta no vivirá en la casa con la esposa" (CL, 32). La situación de las prostitutas, que desde época sumeria se encontraba asociada a los servicios religiosos del templo, se fue degradando con el tiempo hasta equivaler en la práctica a la de la esclava, como consecuencia de la regulación estricta de la sexualidad de las mujeres de las clases propietarias y la introducción paralela de la prostitución comercial. Parece que esta última era tan antigua como la prostitución sagrada pero, como se ha visto, las prostitutas comerciales (rameras) tenían reconocidos sus derechos y gozaban de protección ante la ley. El desarrollo bien temprano de la esclavitud femenina, que permitía emplear a las cautivas en burdeles con fines comerciales, y la degradación de las condiciones económicas de las familias humildes, alimentaron otras tantas fuentes de la prostitución.
No había otras ocupaciones entre las mujeres pobres de extracción social libre, salvo la no demasiado bien considerada de tabernera que en la práctica equivalía a algún tipo de prostitución, o la de emplearse eventualmente como nodrizas en las familias acomodadas, algo que estaba reservado preferentemente a las esclavas, o bien ejercer de sirvientas en los templos. De hecho los múltiples oficios desempeñados por las esclavas en los templos no aparecen citados como ocupaciones habituales de las mujeres libres de familias pobres. Su función fundamental residía en el trabajo doméstico, muy duro cuando no se contaba con la ayuda de otras personas, por lo que no habían sido instruidas para otro menester.