Por lo general la literatura del Próximo Oriente Antiguo identifica las "épocas felices" con momentos de gran fertilidad de las mujeres y numerosos alumbramientos, en tanto que la esterilidad tenía connotaciones sociales muy negativas. Efectivamente, como en otras partes, la familia patriarcal necesitaba de los hijos para consolidarse y perpetuarse, y la política oficial de los estados e imperios en expansión era la de aumentar su potencial demográfico, aun a expensas del bienestar de la mayoría de la gente. Pero, también como en otras partes, una cosa era la propaganda y actitud de los poderes públicos, que representaba sin duda los intereses de los grupos sociales dominantes, y otra la realidad de cada día, que se encontraba marcada por un cúmulo de circunstancias, muchas veces adversas.
Pese a que las ideas tradicionales equiparaban la felicidad con la imagen del patriarca rodeado de una numerosa descendencia, no todos los periodos fueron igualmente propicios para que las familias criaran muchos hijos, a lo que hay que añadir las diferencias entre las formas de vida nómada y urbana, así como los contrastes socioeconómicos. Sin duda la situación de los pobres, como siempre, era a este respecto mucho más precaria, y ocasión habrá de exponer más adelante cómo en algunos momentos llegó a generalizarse entre las familias más humildes el procedimiento de la venta de hijos como esclavos. En consecuencia, era relativamente frecuente que las familias campesinas desafiaran la política natalista que las clases dominantes trataban de imponerles e, impulsadas por la necesidad más acuciante, realizaran una serie de prácticas destinadas a impedir tener muchos hijos.
Algunos textos mesopotámicos, como el poema de Atrahasis, recogen el peligro que suponía la superpoblación y las soluciones proporcionadas por los dioses y destinadas a evitarla (Moran: 1971) en un contexto que muy bien podría corresponder a los comienzos del periodo dinástico arcaico. Tales soluciones eran esterilidad, mortalidad infantil, infanticidio y celibato (Kilmer: 1972). La costumbre de abandonar a los recién nacidos no debió de ser infrecuente en épocas posteriores, como sugieren algunos documentos paleobabilónicos. En Asiria el abandono de niños llegó a ser una práctica corriente. En otros ambientes, como entre los hebreos y fenicios, el infanticidio parece haber adquirido unas connotaciones rituales que lo convirtieron en sacrificio de niños a las divinidades del fuego o de la fertilidad, allí donde la máxima expresión de la potestad del padre sobre los hijos, su derecho sobre la vida o la muerte, fue regulado por los poderes públicos y extraído de esta forma del ámbito exclusivamente doméstico. Así los hebreos acostumbraban a "pasar a sus hijos e hijas" por el fuego en un rito que parece afín al sacrificio molk que realizaban sus vecinos fenicios. Tal práctica, por lo demás, parece haber coincidido con momentos de especial presión demográfica en Israel y las ciudades de Fenicia (Lipinski: 1988). Con todo, la presión demográfica debe ser explicada desde las consideraciones sociales y el reparto desigual de la riqueza, pues no afectaba de la misma forma a los distintos grupos sociales. La capacidad de sustentación no era entonces, ni lo es en ninguna otra época y circunstancia, el resultado de una relación mecánica entre la población y los recursos, sino que está condicionada por factores económicos y sociales, como las diferencias de nivel de vida y las formas de propiedad. Tales factores inciden en la alimentación y en las expectativas de poder sustentar un número mayor o menor de hijos de acuerdo con las diferencias sociales. Semejantes contrastes se manifestaban en el propio acto del nacimiento. Mientras que las mujeres de familias acomodadas, aquellas que pertenecían a la clase propietaria, contaban con el auxilio de médicos y comadronas, las esclavas y las pobres habrían de hacer frente a lo que quisiera depararles el destino (Lara Peinado: 1989, 24).
En un contexto muy distinto al de las gentes humildes, las familias poderosas no veían con buenos ojos como su riqueza podía dispersarse con las dotes que sus hijas llevaban al matrimonio, motivo por el que muchas de ellas ingresaban como sacerdotisas en los templos. Probablemente tal fue el origen de las naditu. La institución de las naditu "tenía la función económica de hacer que una joven permaneciera soltera hasta su muerte, momento en que su parte de la propiedad familiar revertía en su misma familia" (Harris: 1975, 307). Ciertamente una naditum podía casarse, pero no le estaba permitido tener hijos, con lo que la dote no pasaba a la familia del marido. Aunque la ley les reconocía la capacidad de heredar y de dar su herencia a quienes ellas quisieran, constituía una potestad del padre decidir al respecto. En el Código de Hammurabi podemos leer lo siguiente: "Si una mujer entum, una mujer naditum, o una mujer zikrum, a la que su padre le entregó una dote y la escribió en una tablilla, si sobre la tablilla que escribió no estipuló que ella podría dar su herencia a quién le pareciera bien y no le dio por ello plena satisfacción, después que el padre haya muerto, sus hermanos tomarán su campo y su huerto a cambio de entregarle cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte, cuidando así de su holgura. Si sus hermanos no le han entregado cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte y no han cuidado de su holgura, ella puede entregar su campo y su huerto al arrendatario que le plazca y su arrendatario la mantendrá. Del campo, del huerto y de todo lo que su padre le haya asignado por escrito conservará el usufructo mientras viva; no podrá venderlos, tampoco podrá tomar a otro como heredero; su herencia revertirá exclusivamente a sus hermanos" (CH, 178 ). Las entu y las zikru constituían así mismo otro tipo de sacerdotisas, de alto y bajo rango respectivamente, a las que se aplicaban estas mismas normas. De esta forma el infanticidio preferencial femenino en el seno de las familias de la elite, práctica bien documentada en otros lugares, fue sustituido en gran medida en Mesopotamia por el celibato de muchas mujeres de clase alta.
La crianza y educación de los hijos.
Por el contrario, cuando se decidía permitir vivir al hijo alumbrado, se le imponía un nombre y se le confiaba al cuidado de su madre durante los primeros años de su infancia. La lactancia podía prolongarse hasta un periodo de tres años y también aquí las diferencias de posición social resultaban significativas, pues no era raro que las familias acomodadas emplearan una nodriza, que generalmente era una esclava. Luego los hijos quedaban bajo la tutela del padre, que decidía el tipo de instrucción que debía proporcionárseles. Aunque lo más frecuente era seguir el oficio o la profesión del padre -y esto era más corriente entre los grupos humildes, por lo que el hijo del campesino tenía pocas expectativas de ser cualquier otra cosa que campesino- no siempre ocurría así, sobre todo entre las poblaciones urbanas. El hijo varón podía ser instruido en casa de un preceptor o un maestro de oficio, mientras que a las hijas únicamente se las preparaba para el matrimonio o, en caso de que perteneciese a una familia acomodada, también para la vida religiosa como sacerdotisa en un templo. Si bien se conocen algunos casos de mujeres de las familias principales que desempeñan la función de escriba, por ejemplo en Mari y en Sippar en época paleobabilónica, ello no debe ser interpretado más que como una rara excepción que confirma la regla general predominante en todo el Próximo Oriente Antiguo, según la cual la mujer quedaba excluida de los conocimientos especializados.
La educación era estricta y muy rígida para ambos sexos, si bien en el ambiente campesino parece detectarse una mayor permisibilidad. Las familias poderosas, aquellas que pertenecían a la élite social y contaban con abundantes recursos, mandaban a sus hijos varones a las escuelas de los templos para que se convirtieran en escribas y funcionarios de la administración, costumbre que ya existía desde época sumeria. En algunos lugares, como en Ur, Babilonia y otras ciudades importantes, existían también escuelas privadas para los hijos de los nobles y los altos dignatarios. De esta forma se trasmitían los cargos y funciones importantes de padre a hijo, asegurando el mantenimiento de la posición privilegiada de los grupos sociales dirigentes. Los hijos de los campesinos o de los modestos artesanos no podían acceder a tales conocimientos, pues sus familias difícilmente podían sufragar los gastos, ni permitirse la perdida de tiempo que una enseñanza tan prolongada suponía. Para sus padres resultaban más valiosos ayudándoles en el taller o en el campo. Todo ello explica la tendencia general a que el hijo ejerciera el mismo oficio o trabajo de su padre, lo que suponía un importante factor de apuntalamiento del orden social.
Pese a que las ideas tradicionales equiparaban la felicidad con la imagen del patriarca rodeado de una numerosa descendencia, no todos los periodos fueron igualmente propicios para que las familias criaran muchos hijos, a lo que hay que añadir las diferencias entre las formas de vida nómada y urbana, así como los contrastes socioeconómicos. Sin duda la situación de los pobres, como siempre, era a este respecto mucho más precaria, y ocasión habrá de exponer más adelante cómo en algunos momentos llegó a generalizarse entre las familias más humildes el procedimiento de la venta de hijos como esclavos. En consecuencia, era relativamente frecuente que las familias campesinas desafiaran la política natalista que las clases dominantes trataban de imponerles e, impulsadas por la necesidad más acuciante, realizaran una serie de prácticas destinadas a impedir tener muchos hijos.
Algunos textos mesopotámicos, como el poema de Atrahasis, recogen el peligro que suponía la superpoblación y las soluciones proporcionadas por los dioses y destinadas a evitarla (Moran: 1971) en un contexto que muy bien podría corresponder a los comienzos del periodo dinástico arcaico. Tales soluciones eran esterilidad, mortalidad infantil, infanticidio y celibato (Kilmer: 1972). La costumbre de abandonar a los recién nacidos no debió de ser infrecuente en épocas posteriores, como sugieren algunos documentos paleobabilónicos. En Asiria el abandono de niños llegó a ser una práctica corriente. En otros ambientes, como entre los hebreos y fenicios, el infanticidio parece haber adquirido unas connotaciones rituales que lo convirtieron en sacrificio de niños a las divinidades del fuego o de la fertilidad, allí donde la máxima expresión de la potestad del padre sobre los hijos, su derecho sobre la vida o la muerte, fue regulado por los poderes públicos y extraído de esta forma del ámbito exclusivamente doméstico. Así los hebreos acostumbraban a "pasar a sus hijos e hijas" por el fuego en un rito que parece afín al sacrificio molk que realizaban sus vecinos fenicios. Tal práctica, por lo demás, parece haber coincidido con momentos de especial presión demográfica en Israel y las ciudades de Fenicia (Lipinski: 1988). Con todo, la presión demográfica debe ser explicada desde las consideraciones sociales y el reparto desigual de la riqueza, pues no afectaba de la misma forma a los distintos grupos sociales. La capacidad de sustentación no era entonces, ni lo es en ninguna otra época y circunstancia, el resultado de una relación mecánica entre la población y los recursos, sino que está condicionada por factores económicos y sociales, como las diferencias de nivel de vida y las formas de propiedad. Tales factores inciden en la alimentación y en las expectativas de poder sustentar un número mayor o menor de hijos de acuerdo con las diferencias sociales. Semejantes contrastes se manifestaban en el propio acto del nacimiento. Mientras que las mujeres de familias acomodadas, aquellas que pertenecían a la clase propietaria, contaban con el auxilio de médicos y comadronas, las esclavas y las pobres habrían de hacer frente a lo que quisiera depararles el destino (Lara Peinado: 1989, 24).
En un contexto muy distinto al de las gentes humildes, las familias poderosas no veían con buenos ojos como su riqueza podía dispersarse con las dotes que sus hijas llevaban al matrimonio, motivo por el que muchas de ellas ingresaban como sacerdotisas en los templos. Probablemente tal fue el origen de las naditu. La institución de las naditu "tenía la función económica de hacer que una joven permaneciera soltera hasta su muerte, momento en que su parte de la propiedad familiar revertía en su misma familia" (Harris: 1975, 307). Ciertamente una naditum podía casarse, pero no le estaba permitido tener hijos, con lo que la dote no pasaba a la familia del marido. Aunque la ley les reconocía la capacidad de heredar y de dar su herencia a quienes ellas quisieran, constituía una potestad del padre decidir al respecto. En el Código de Hammurabi podemos leer lo siguiente: "Si una mujer entum, una mujer naditum, o una mujer zikrum, a la que su padre le entregó una dote y la escribió en una tablilla, si sobre la tablilla que escribió no estipuló que ella podría dar su herencia a quién le pareciera bien y no le dio por ello plena satisfacción, después que el padre haya muerto, sus hermanos tomarán su campo y su huerto a cambio de entregarle cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte, cuidando así de su holgura. Si sus hermanos no le han entregado cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte y no han cuidado de su holgura, ella puede entregar su campo y su huerto al arrendatario que le plazca y su arrendatario la mantendrá. Del campo, del huerto y de todo lo que su padre le haya asignado por escrito conservará el usufructo mientras viva; no podrá venderlos, tampoco podrá tomar a otro como heredero; su herencia revertirá exclusivamente a sus hermanos" (CH, 178 ). Las entu y las zikru constituían así mismo otro tipo de sacerdotisas, de alto y bajo rango respectivamente, a las que se aplicaban estas mismas normas. De esta forma el infanticidio preferencial femenino en el seno de las familias de la elite, práctica bien documentada en otros lugares, fue sustituido en gran medida en Mesopotamia por el celibato de muchas mujeres de clase alta.
La crianza y educación de los hijos.
Por el contrario, cuando se decidía permitir vivir al hijo alumbrado, se le imponía un nombre y se le confiaba al cuidado de su madre durante los primeros años de su infancia. La lactancia podía prolongarse hasta un periodo de tres años y también aquí las diferencias de posición social resultaban significativas, pues no era raro que las familias acomodadas emplearan una nodriza, que generalmente era una esclava. Luego los hijos quedaban bajo la tutela del padre, que decidía el tipo de instrucción que debía proporcionárseles. Aunque lo más frecuente era seguir el oficio o la profesión del padre -y esto era más corriente entre los grupos humildes, por lo que el hijo del campesino tenía pocas expectativas de ser cualquier otra cosa que campesino- no siempre ocurría así, sobre todo entre las poblaciones urbanas. El hijo varón podía ser instruido en casa de un preceptor o un maestro de oficio, mientras que a las hijas únicamente se las preparaba para el matrimonio o, en caso de que perteneciese a una familia acomodada, también para la vida religiosa como sacerdotisa en un templo. Si bien se conocen algunos casos de mujeres de las familias principales que desempeñan la función de escriba, por ejemplo en Mari y en Sippar en época paleobabilónica, ello no debe ser interpretado más que como una rara excepción que confirma la regla general predominante en todo el Próximo Oriente Antiguo, según la cual la mujer quedaba excluida de los conocimientos especializados.
La educación era estricta y muy rígida para ambos sexos, si bien en el ambiente campesino parece detectarse una mayor permisibilidad. Las familias poderosas, aquellas que pertenecían a la élite social y contaban con abundantes recursos, mandaban a sus hijos varones a las escuelas de los templos para que se convirtieran en escribas y funcionarios de la administración, costumbre que ya existía desde época sumeria. En algunos lugares, como en Ur, Babilonia y otras ciudades importantes, existían también escuelas privadas para los hijos de los nobles y los altos dignatarios. De esta forma se trasmitían los cargos y funciones importantes de padre a hijo, asegurando el mantenimiento de la posición privilegiada de los grupos sociales dirigentes. Los hijos de los campesinos o de los modestos artesanos no podían acceder a tales conocimientos, pues sus familias difícilmente podían sufragar los gastos, ni permitirse la perdida de tiempo que una enseñanza tan prolongada suponía. Para sus padres resultaban más valiosos ayudándoles en el taller o en el campo. Todo ello explica la tendencia general a que el hijo ejerciera el mismo oficio o trabajo de su padre, lo que suponía un importante factor de apuntalamiento del orden social.