El proceso por el cual las sencillas comunidades neolíticas se convirtieron en sociedades complejas, dándose el paso de la aldea a la ciudad, no constituyó una mera acumulación o suma de elementos antes inexistentes o embrionarios, como el conocimiento de los metales, los avances en la técnica de la producción agrícola o la construcción de edificios públicos y monumentales, sino que por el contrario incluyó cambios fundamentalmente cualitativos que afectaron profundamente a la organización de las formas de vida y que, en ultima instancia, estuvieron relacionados con la sustitución del modo de producción doméstico que, sin desaparecer totalmente, quedó supeditado a nuevas formas más centralizadas de economía, las cuales aportaron significativas transformaciones en la propiedad y acceso a los recursos y en el modo en que éstos eran explotados.
El parentesco fue perdiendo su antigua importancia como elemento de vertebración social cuando los intereses de las personas situadas al frente de los linajes y grupos de descendencia más poderosos dejaron de coincidir con los de sus parientes menos próximos y cuando encontraron la forma de imponerlos sobre los demás por medio de la coerción. La disponibilidad de nuevas técnicas aumentó la capacidad de extracción de excedente de la economía agraria, y la especialización implicó una mayor interdependencia de todos los grupos y sectores integrados en la comunidad.
Tal proceso no tuvo un desarrollo lineal, sino que la articulación de las comunidades aldeanas anteriores a la aparición de las primeras sociedades complejas y los estados arcaicos que las consagraron, adquirió características específicas según la forma en que se integraron en los ecosistemas locales y regionales y las variantes organizativas que de ellas surgieron. La colonización de las tierras más meridionales de Mesopotamia, que en muchos casos implicó la virtual creación del suelo agrícola mediante trabajos de drenaje y canalización de las aguas, se concibe por lo general como un marco en el que se generarían o bien acentuarían, que en ésto no existe común acuerdo, las desigualdades sociales en función del acceso a un recurso crítico, como era el agua, y a las tierras de regadío, que resultaban las más productivas gracias precisamente a la irrigación, y que servían también para alimentar el ganado al proporcionar las mayores cosechas. A medida que crecía la población y se colonizaban nuevas tierras para el cultivo, las oportunidades no eran las mismas para todos. Pero, lejos de cualquier darwinismo social, debemos entender que la diferencia de oportunidades era manipulada, cuando no creada, por determinados grupos y sus élites emergentes ellos en provecho propio.
La llanura aluvial de la Mesopotamia meridional fue el escenario en el que se alumbró por vez primera esa forma de vida compleja y urbana que llamamos "civilización". No obstante, la aparición de las ciudades trajo consigo, además de una mayor eficacia tecnológica y organizativa, basada en una mayor especialización productiva, la creación del Estado y la consolidación las desigualdades que alcanzaron en el marco de la ciudad su forma de expresión más acabada.
Como hemos visto antes, la capacidad de movilizar fuerza de trabajo fuera del propio grupo de parentesco por parte de los “jefes redistribuidores”, los "ancianos" situados al frente de los linajes más poderosos, tuvo mucho que ver con una apropiación inicial del excedente, cuando las diferencias de acceso a los recursos aún no habían sido sancionadas socialmente y el acceso a la tierra que se trabajaba era común a todos. En un contexto semejante, en el que la principal herramienta de cultivo era la azada, la fuerza de trabajo poseía en sí más valor que la tierra. Por eso no se produjo seguramente la apropiación de ésta, sino del trabajo ajeno, bien en forma de regalos o de contraprestaciones. Si el jefe de un linaje o clan poderoso podía obtener de personas ajenas al mismo que trabajaran para él en sus tierras durante un cierto tiempo como forma de devolver un favor anterior, compensar la entrega de una mujer, o por cualquier otro motivo similar, el producto de ese trabajo constituía una manera eficaz de apropiarse de algo que en principio no se poseía.
A tal respecto, los jefes de los linajes más fuertes se encontraban en una buena posición para actuar como dadores de esposas a los miembros de otros grupos de parentesco más débiles, con lo que se aseguraban la colaboración futura de aquellos. La riqueza del linaje o clan del jefe en cuestión aumentaba y su importancia se incrementaba proporcionalmente a su capacidad de tejer una red cada vez más densa y amplia de contraprestaciones. Y una vez que las diferencias de riqueza fueron importantes, pudieron ser empleadas para continuar creando vínculos de dependencia fuera del propio grupo de parentesco.
Reforzado por el prestigio alcanzado al frente de las actividades guerreras y en combinación con una situación caracterizada por la necesidad de acometer los trabajos propios de una agricultura que precisaba alimentar una población en crecimiento, actividades ambas que implicaban una adecuada capacidad de movilizar a la gente, todo ello llegó a significar que los campos del jefe y sus más cercanos familiares se encontraban mejor preparados, y por lo tanto eran más productivos que los restantes. A partir de entonces las diferencias en formas de consumo y ostentación comenzaron, no sólo a hacerse visibles, sino incluso a sancionarse socialmente y una separación cada vez más amplia entre los que trabajaban más y obtenían menos y los que trabajaban menos y obtenían más comenzó también a perfilarse como la línea distintiva de la organización social. Aunque el acceso a un rango elevado dentro de una sociedad jerarquizada o “de prestigio”, como fueron aquellas que caracterizaron en la Mesopotamia meridional el tránsito desde las aldeas agrícolas neolíticas a la sociedad de clases y el Estado, podía lograse originariamente mediante la elección, los candidatos sólo podían proceder probablemente, y de acuerdo a lo observado en este tipo de sociedades (Fried: 1985, 137; Friedman: 1977, 204ss), de ciertos linajes, que representaban ya una selección por orden de nacimiento. Las contraprestaciones en forma de “regalos“ y de trabajo extra irían en aumento marcando cada vez más netamente la divisoria social.
Seguramente el excedente de los jefes, cuyas funciones redistributivas estrechamente asociadas al ceremonial los colocaban al frente de la vida religiosa de la comunidad, y cuyos parientes más próximos empezaban ya a adquirir la apariencia de una aristocracia hereditaria, se vio aumentado en una estimable proporción gracias al trabajo de las personas sometidas a servidumbre. Estas, si bien no muy numerosas en conjunto, podían haber sido capturadas o convertirse en “siervos” por haber contraído deudas con algún jefe. La guerra, provocada por los conflictos entre grupos territoriales enfrentados, también proporcionaba riqueza, bien en forma de botín o mediante la captura de individuos que eran sometidos a “servidumbre”. Pero es, sobre todo, en el norte de Mesopotamia y en su periferia de Siria y Anatolia, donde la aparición de estas "jefaturas" con sus formas personalizadas de ostentación de la riqueza surgidas sobre el control de los excedentes agrícolas, de los intercambios comerciales y de la guerra, alcanzaron una mayor expresión, mientras el sur se comporta de un modo diferente. Así, en la Mesopotamia más meridional este proceso es apenas visible, y la propia cultura de El-Obeid presenta unos rasgos de severidad e igualitarismo social bastante evidentes.
Pero otra importante modificación tuvo lugar como consecuencia de la introducción del arado asociado a la agricultura de regadío; el trabajo humano fue sustituido en gran parte por el trabajo animal, lo que implicaba que desde el punto de vista de las élites, la capacidad de manipular el trabajo ajeno en beneficio propio fue perdiendo importancia frente a la posibilidad de apropiarse de la tierra. Sobre poblaciones densas y numerosas, como las que fueron aquellas de los asentamientos del sur mesopotámico (Eridu, El-Obeid), tal situación desembocó finalmente en la estratificación de la sociedad. En este sentido la Mesopotamia meridional, una vez realizada la sistematización de los recursos agrohidráulicos, presentaba un contexto favorable, por las propias condiciones del riego y la transformación social del paisaje agrícola con la adopción del campo largo y el regado por surco (frente a los campos cuadrados con riego a manta), a la creación de desigualdades en función de la situación de la tierra. Cuanto más grande era la población y la cantidad de terreno puesta en cultivo, más ventajoso resultaba la posesión de las tierras con acceso directo al agua de riego que procedía del río. Ello viene a coincidir con el desarrollo del sistema de los templos y la estratificación social, que se piensa que surgió sobre la base de una separación de importantes extensiones de tierra de la comunidad, tal vez en parte mediante regalos u ofrendas a las divinidades, y que a partir de entonces constituirían las posesiones de la clase sacerdotal dominante (Diakonoff: 1988, 3). No obstante, y a diferencia de otros lugares, la ostentación social adquirió un carácter comunitario no personalizado, centrándose en la arquitectura del templo y en sus posesiones, forma en que la comunidad se presentaba ante las divinidades.
Junto con la apropiación del excedente y la posesión de las mejores tierras, el acceso restringido a conocimientos específicos (medicinales, matemáticos, astronómicos, etc), resultado paralelo de la creciente especialización potenciada en el seno de los templos, constituyó otro factor de consolidación de las élites emergentes, por lo que, en terminología antropológica, los jefes intensificadores-redistribuidores-guerreros y sus aliados sacerdotales, que también eran sus parientes, conformaron el núcleo de las primeras clases dirigentes, establecidas, entonces igual que ahora, sobre el monopolio de la riqueza y de la información. La transición, como señala el registro arqueológico, se produjo por vez primera en el sur de Mesopotamia, alumbrando las primeras ciudades y la primera civilización de la Historia, cuyos protagonistas fueron los sumerios.
El parentesco fue perdiendo su antigua importancia como elemento de vertebración social cuando los intereses de las personas situadas al frente de los linajes y grupos de descendencia más poderosos dejaron de coincidir con los de sus parientes menos próximos y cuando encontraron la forma de imponerlos sobre los demás por medio de la coerción. La disponibilidad de nuevas técnicas aumentó la capacidad de extracción de excedente de la economía agraria, y la especialización implicó una mayor interdependencia de todos los grupos y sectores integrados en la comunidad.
Tal proceso no tuvo un desarrollo lineal, sino que la articulación de las comunidades aldeanas anteriores a la aparición de las primeras sociedades complejas y los estados arcaicos que las consagraron, adquirió características específicas según la forma en que se integraron en los ecosistemas locales y regionales y las variantes organizativas que de ellas surgieron. La colonización de las tierras más meridionales de Mesopotamia, que en muchos casos implicó la virtual creación del suelo agrícola mediante trabajos de drenaje y canalización de las aguas, se concibe por lo general como un marco en el que se generarían o bien acentuarían, que en ésto no existe común acuerdo, las desigualdades sociales en función del acceso a un recurso crítico, como era el agua, y a las tierras de regadío, que resultaban las más productivas gracias precisamente a la irrigación, y que servían también para alimentar el ganado al proporcionar las mayores cosechas. A medida que crecía la población y se colonizaban nuevas tierras para el cultivo, las oportunidades no eran las mismas para todos. Pero, lejos de cualquier darwinismo social, debemos entender que la diferencia de oportunidades era manipulada, cuando no creada, por determinados grupos y sus élites emergentes ellos en provecho propio.
La llanura aluvial de la Mesopotamia meridional fue el escenario en el que se alumbró por vez primera esa forma de vida compleja y urbana que llamamos "civilización". No obstante, la aparición de las ciudades trajo consigo, además de una mayor eficacia tecnológica y organizativa, basada en una mayor especialización productiva, la creación del Estado y la consolidación las desigualdades que alcanzaron en el marco de la ciudad su forma de expresión más acabada.
Como hemos visto antes, la capacidad de movilizar fuerza de trabajo fuera del propio grupo de parentesco por parte de los “jefes redistribuidores”, los "ancianos" situados al frente de los linajes más poderosos, tuvo mucho que ver con una apropiación inicial del excedente, cuando las diferencias de acceso a los recursos aún no habían sido sancionadas socialmente y el acceso a la tierra que se trabajaba era común a todos. En un contexto semejante, en el que la principal herramienta de cultivo era la azada, la fuerza de trabajo poseía en sí más valor que la tierra. Por eso no se produjo seguramente la apropiación de ésta, sino del trabajo ajeno, bien en forma de regalos o de contraprestaciones. Si el jefe de un linaje o clan poderoso podía obtener de personas ajenas al mismo que trabajaran para él en sus tierras durante un cierto tiempo como forma de devolver un favor anterior, compensar la entrega de una mujer, o por cualquier otro motivo similar, el producto de ese trabajo constituía una manera eficaz de apropiarse de algo que en principio no se poseía.
A tal respecto, los jefes de los linajes más fuertes se encontraban en una buena posición para actuar como dadores de esposas a los miembros de otros grupos de parentesco más débiles, con lo que se aseguraban la colaboración futura de aquellos. La riqueza del linaje o clan del jefe en cuestión aumentaba y su importancia se incrementaba proporcionalmente a su capacidad de tejer una red cada vez más densa y amplia de contraprestaciones. Y una vez que las diferencias de riqueza fueron importantes, pudieron ser empleadas para continuar creando vínculos de dependencia fuera del propio grupo de parentesco.
Reforzado por el prestigio alcanzado al frente de las actividades guerreras y en combinación con una situación caracterizada por la necesidad de acometer los trabajos propios de una agricultura que precisaba alimentar una población en crecimiento, actividades ambas que implicaban una adecuada capacidad de movilizar a la gente, todo ello llegó a significar que los campos del jefe y sus más cercanos familiares se encontraban mejor preparados, y por lo tanto eran más productivos que los restantes. A partir de entonces las diferencias en formas de consumo y ostentación comenzaron, no sólo a hacerse visibles, sino incluso a sancionarse socialmente y una separación cada vez más amplia entre los que trabajaban más y obtenían menos y los que trabajaban menos y obtenían más comenzó también a perfilarse como la línea distintiva de la organización social. Aunque el acceso a un rango elevado dentro de una sociedad jerarquizada o “de prestigio”, como fueron aquellas que caracterizaron en la Mesopotamia meridional el tránsito desde las aldeas agrícolas neolíticas a la sociedad de clases y el Estado, podía lograse originariamente mediante la elección, los candidatos sólo podían proceder probablemente, y de acuerdo a lo observado en este tipo de sociedades (Fried: 1985, 137; Friedman: 1977, 204ss), de ciertos linajes, que representaban ya una selección por orden de nacimiento. Las contraprestaciones en forma de “regalos“ y de trabajo extra irían en aumento marcando cada vez más netamente la divisoria social.
Seguramente el excedente de los jefes, cuyas funciones redistributivas estrechamente asociadas al ceremonial los colocaban al frente de la vida religiosa de la comunidad, y cuyos parientes más próximos empezaban ya a adquirir la apariencia de una aristocracia hereditaria, se vio aumentado en una estimable proporción gracias al trabajo de las personas sometidas a servidumbre. Estas, si bien no muy numerosas en conjunto, podían haber sido capturadas o convertirse en “siervos” por haber contraído deudas con algún jefe. La guerra, provocada por los conflictos entre grupos territoriales enfrentados, también proporcionaba riqueza, bien en forma de botín o mediante la captura de individuos que eran sometidos a “servidumbre”. Pero es, sobre todo, en el norte de Mesopotamia y en su periferia de Siria y Anatolia, donde la aparición de estas "jefaturas" con sus formas personalizadas de ostentación de la riqueza surgidas sobre el control de los excedentes agrícolas, de los intercambios comerciales y de la guerra, alcanzaron una mayor expresión, mientras el sur se comporta de un modo diferente. Así, en la Mesopotamia más meridional este proceso es apenas visible, y la propia cultura de El-Obeid presenta unos rasgos de severidad e igualitarismo social bastante evidentes.
Pero otra importante modificación tuvo lugar como consecuencia de la introducción del arado asociado a la agricultura de regadío; el trabajo humano fue sustituido en gran parte por el trabajo animal, lo que implicaba que desde el punto de vista de las élites, la capacidad de manipular el trabajo ajeno en beneficio propio fue perdiendo importancia frente a la posibilidad de apropiarse de la tierra. Sobre poblaciones densas y numerosas, como las que fueron aquellas de los asentamientos del sur mesopotámico (Eridu, El-Obeid), tal situación desembocó finalmente en la estratificación de la sociedad. En este sentido la Mesopotamia meridional, una vez realizada la sistematización de los recursos agrohidráulicos, presentaba un contexto favorable, por las propias condiciones del riego y la transformación social del paisaje agrícola con la adopción del campo largo y el regado por surco (frente a los campos cuadrados con riego a manta), a la creación de desigualdades en función de la situación de la tierra. Cuanto más grande era la población y la cantidad de terreno puesta en cultivo, más ventajoso resultaba la posesión de las tierras con acceso directo al agua de riego que procedía del río. Ello viene a coincidir con el desarrollo del sistema de los templos y la estratificación social, que se piensa que surgió sobre la base de una separación de importantes extensiones de tierra de la comunidad, tal vez en parte mediante regalos u ofrendas a las divinidades, y que a partir de entonces constituirían las posesiones de la clase sacerdotal dominante (Diakonoff: 1988, 3). No obstante, y a diferencia de otros lugares, la ostentación social adquirió un carácter comunitario no personalizado, centrándose en la arquitectura del templo y en sus posesiones, forma en que la comunidad se presentaba ante las divinidades.
Junto con la apropiación del excedente y la posesión de las mejores tierras, el acceso restringido a conocimientos específicos (medicinales, matemáticos, astronómicos, etc), resultado paralelo de la creciente especialización potenciada en el seno de los templos, constituyó otro factor de consolidación de las élites emergentes, por lo que, en terminología antropológica, los jefes intensificadores-redistribuidores-guerreros y sus aliados sacerdotales, que también eran sus parientes, conformaron el núcleo de las primeras clases dirigentes, establecidas, entonces igual que ahora, sobre el monopolio de la riqueza y de la información. La transición, como señala el registro arqueológico, se produjo por vez primera en el sur de Mesopotamia, alumbrando las primeras ciudades y la primera civilización de la Historia, cuyos protagonistas fueron los sumerios.