El control de la población y la regulación demográfica.
En Mesopotamia el templo actuaba en el plano práctico como una importante unidad de producción y distribución, pero también como una agencia de regulación y control. Esto parece haber sido especialmente importante, al menos en algunos períodos, en relación a los problemas demográficos. El Poema de Atrahasis contiene una versión del Diluvio, tras el cual la humanidad vuelve a crecer y los dioses, molestos, deciden enviar por boca de Ea toda una serie de plagas -entre las que figuran el celibato, la esterilidad y los demonios que atacaban a las embarazadas y parturientas- para atajar la superpoblación. A través del censo, fortalecido por la costumbre de ofrecer un sacrificio por cada hijo nacido, y de los rituales fúnebres, el templo disponía de información pertinente de lo que hoy llamaríamos evolución de la población (natalidad/mortalidad). Esta información parece haber sido utilizada con el fin de influir en los comportamientos demográficos, al menos de dos maneras, mediante la justificación de costumbres, usos y creencias o supersticiones que permitían prácticas antinatalistas, y por medio del infanticidio encubierto. Este último podía realizarse, habida cuenta de que el nacimiento era un hecho mucho más social que biológico que se producía algunos días después del alumbramiento, invocando la participación de demonios específicos, como Pashittu o mediante un sacrificio, como en el caso del molk. Se trataba entonces de un infanticidio ritualizado, que no ha logrado ser bien comprendido por los estudiosos que lo han confundido con un sacrificio humano, lo que ha producido una corriente de notable escepticismo al respecto.
Por lo general la literatura del Próximo Oriente Antiguo identifica las "épocas felices" con momentos de gran fertilidad de las mujeres y numerosos alumbramientos, en tanto que la esterilidad tenía connotaciones sociales muy negativas. Efectivamente, como en otras partes, la familia patriarcal necesitaba de los hijos para consolidarse y perpetuarse, y la política oficial de los estados e imperios en expansión era la de aumentar su potencial demográfico, aun a expensas del bienestar de la mayoría de la gente. Pero, también como en otras partes, una cosa era la propaganda y actitud de los poderes públicos, que representaba sin duda los intereses de los grupos sociales dominantes, y otra la realidad de cada día, que se encontraba marcada por un cúmulo de circunstancias, muchas veces adversas.
Mortalidad infantil, infanticidio y celibato.
Pese a que las ideas tradicionales equiparaban la felicidad con la imagen del patriarca rodeado de una numerosa descendencia, no todos los periodos fueron igualmente propicios para que las familias criaran muchos hijos, a lo que hay que añadir las diferencias entre las formas de vida nómada y urbana, así como los contrastes socioeconómicos. Sin duda la situación de los pobres, como siempre, era a este respecto mucho más precaria, y ocasión habrá de exponer más adelante cómo en algunos momentos llegó a generalizarse entre las familias más humildes el procedimiento de la venta de hijos como esclavos. En consecuencia, era relativamente frecuente que las familias campesinas desafiaran la política natalista que las clases dominantes trataban de imponerles e, impulsadas por la necesidad más acuciante, realizaran una serie de prácticas destinadas a impedir tener muchos hijos.
Algunos textos mesopotámicos, como el poema de Atrahasis, recogen el peligro que suponía la superpoblación y las soluciones proporcionadas por los dioses y destinadas a evitarla en un contexto que muy bien podría corresponder a los comienzos del periodo dinástico arcaico. Tales soluciones eran esterilidad, mortalidad infantil, infanticidio y celibato. La costumbre de abandonar a los recién nacidos no debió de ser infrecuente en épocas posteriores, como sugieren algunos documentos paleobabilónicos. En Asiria el abandono de niños llegó a ser una práctica corriente.
En otros ambientes, como entre los hebreos y fenicios, el infanticidio parece haber adquirido unas connotaciones rituales que lo convirtieron en sacrificio de niños a las divinidades del fuego o de la fertilidad, allí donde la máxima expresión de la potestad del padre sobre los hijos, su derecho sobre la vida o la muerte, fue regulado por los poderes públicos y extraído de esta forma del ámbito exclusivamente doméstico. Así los hebreos acostumbraban a "pasar a sus hijos e hijas" por el fuego en un rito que parece afín al sacrificio molk que realizaban sus vecinos fenicios. Tal práctica, por lo demás, parece haber coincidido con momentos de especial presión demográfica en Israel y las ciudades de Fenicia. Con todo, la presión demográfica debe ser explicada desde las consideraciones sociales y el reparto desigual de la riqueza, pues no afectaba de la misma forma a los distintos grupos sociales.
La capacidad de sustentación no era entonces, ni lo es en ninguna otra época y circunstancia, el resultado de una relación mecánica entre la población y los recursos, sino que está condicionada por factores económicos y sociales, como las diferencias de nivel de vida y las formas de propiedad. Tales factores inciden en la alimentación y en las expectativas de poder sustentar un número mayor o menor de hijos de acuerdo con las diferencias sociales. Semejantes contrastes se manifestaban en el propio acto del nacimiento. Mientras que las mujeres de familias acomodadas, aquellas que pertenecían a la clase propietaria, contaban con el auxilio de médicos y comadronas, las esclavas y las pobres habrían de hacer frente a lo que quisiera depararles el destino.
En un contexto muy distinto al de las gentes humildes, las familias poderosas no veían con buenos ojos como su riqueza podía dispersarse con las dotes que sus hijas llevaban al matrimonio, motivo por el que muchas de ellas ingresaban como sacerdotisas en los templos. Probablemente tal fue el origen de las naditu. La institución de las naditu tenía la función económica de hacer que una joven permaneciera soltera hasta su muerte, momento en que su parte de la propiedad familiar revertía en su misma familia. Ciertamente una naditum podía casarse, pero no le estaba permitido tener hijos, con lo que la dote no pasaba a la familia del marido. Aunque la ley les reconocía la capacidad de heredar y de dar su herencia a quienes ellas quisieran, constituía una potestad del padre decidir al respecto.
En el Código de Hammurabi podemos leer lo siguiente: "Si una mujer entum, una mujer naditum, o una mujer zikrum, a la que su padre le entregó una dote y la escribió en una tablilla, si sobre la tablilla que escribió no estipuló que ella podría dar su herencia a quién le pareciera bien y no le dio por ello plena satisfacción, después que el padre haya muerto, sus hermanos tomarán su campo y su huerto a cambio de entregarle cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte, cuidando así de su holgura. Si sus hermanos no le han entregado cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte y no han cuidado de su holgura, ella puede entregar su campo y su huerto al arrendatario que le plazca y su arrendatario la mantendrá. Del campo, del huerto y de todo lo que su padre le haya asignado por escrito conservará el usufructo mientras viva; no podrá venderlos, tampoco podrá tomar a otro como heredero; su herencia revertirá exclusivamente a sus hermanos" (CH, 178 ). Las entu y las zikru constituían así mismo otro tipo de sacerdotisas, de alto y bajo rango respectivamente, a las que se aplicaban estas mismas normas. De esta forma el infanticidio preferencial femenino en el seno de las familias de la elite, práctica bien documentada en otros lugares, fue sustituido en gran medida en Mesopotamia por el celibato de muchas mujeres de clase alta.
La mortalidad infantil era en general muy elevada, argumento empleado por quienes niegan la existencia de prácticas infanticidas y antinatalistas. Olvidan decir, no obstante, que la natalidad, influida por unas tasas de fertilidad muy altas en las que intervenían la temprana edad en que la mujer accedía al matrimonio así como inexistencia de anticonceptivos eficaces, era por consiguiente muy elevada. El número de alumbramientos compensaba con creces los efectos de la mortalidad infantil. Además existe la sospecha de que cierta parte de las muertes atribuibles a causas “naturales” encubrían, en realidad, comportamientos antinatalistas. La misma existencia de leyes que castigaban severamente a la mujer que aborta, sin el consentimiento de su marido, es un síntoma de que tal práctica no resultaba infrecuente y de que, en ocasiones, las tensiones reproductivas llegaban a rebasar incluso la autoridad patriarcal.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que se trataba de una sensibilidad muy distinta a la nuestra hacia los recién nacidos, propia de una mentalidad diferente. Un ejemplo se percibe en que el aborto provocado no se considerase un delito contra la vida, salvo si la mujer embarazada sufría daño físico, sino contra la autoridad patriarcal. También en la diferencia que existía entre el alumbramiento y el momento en que se reconocía al niño como tal, teniéndosele en cuenta por primera vez, lo que ocurría cuando se le impone el nombre, pues se consideraba que todo aquello que carecía de nombre sencillamente no existía. Era algo común en todo el Próximo Oriente Antiguo. El nacimiento no era por tanto un hecho biológico, sino un acto social. Así entre los hebreo, por poner un caso, los hijos no eran presentados en el templo hasta un mes después de su alumbramiento, si se trataba de un primogénito (Números 18, 16), tras la circuncisión celebrada a los ocho días (Levítico, 12, 3). Los restantes hijos varones debían esperar un periodo de treinta y tres días, en el que la madre permanecía impura, y las el doble. Costumbres similares se daban en otros sitios. En este periodo el recién nacido carecía de existencia como tal y su supervivencia quedaba enteramente a disposición de la voluntad de sus progenitores, generalmente del padre.
Era entonces cuando más fácil resultaba que fuera víctima de alguna forma de infanticidio, en caso de obedecer a un alumbramiento no deseado. La creencia en demonios o seres maléficos explicaba a menudo las misteriosas muertes de niños. Entre los asirios y babilonios se creía en la figura de algunos demonios que atacaban a la mujer o al feto durante el estado de preñez avanzada o en el momento del parto. El más temido era Lamashtu, quien atacaba al niño durante el periodo de impureza de la madre, en el que para la progenie de sexo femenino se establecía igualmente un espacio de tiempo más dilatado. La acción de Lamashtu encubría, tanto la posibilidad de una enfermedad por la que el niño rechazaba el alimento ofrecido por la madre, como el estrangulamiento o la asfixia de la criatura.
Tras reconocimiento inicial, los niños, y sobre todo las niñas, no estaban tampoco del todo libres de ser objeto de otras prácticas, a menudo encubiertas, pero no menos peligrosas para su supervivencia. Que las niñas eran las más amenazadas se desprende de la propia ideología de la familia patriarcal. Las sociedades patriarcales veían en la figura del primogénito varón la proyección de la familia, y en la figura de las hembras nacidas un elemento disgregador del patrimonio familiar, y en consecuencia de su fuente de alimentación. Todo ello quedaba reflejado en los templos sumerios en un sistema de distribución, según el cual las raciones se repartían teniendo en cuenta el sexo, la edad, la posición social y el tipo de trabajo, siendo el cabeza de familia el más beneficiado en sus raciones, manteniendo a las mujeres sometidas a dietas menos nutritivas que las reservadas a los hombres y los muchachos, por lo que tenían una esperanza media de vida inferior a la de aquellos. Los límites imprecisos entre salud y enfermedad en los que más incidían las causas “sobrenaturales”, acrecentaban así mismo los riegos después del momento del reconocimiento inicial del niño. Los cuidados diferenciales y la discriminación alimenticia podían contribuir también de forma muy efectiva, sobre todo en las niñas, para aumentar tales peligros.
La evolución demográfica.
Si bien la falta de datos no permite una aproximación rigurosa a la evolución demográfica en el Próximo Oriente Antiguo, si es posible en cambio establecer una serie de premisas básicas que nos ayudarán a caracterizar globalmente la situación, tanto desde una perspectiva sincrónica como en diacronía. En general, se advierten dos líneas distintas de evolución demográfica, una de desarrollo lento, propia de los ambientes rurales y las comunidades agrícolas, y la otra, de desarrolló rápido, característica de los centros urbanos. La primera resulta por lo común más estable, mientras que la segunda suele ser afectada por crisis estructurales o de crecimiento que parecen darse con una periodicidad de aspecto un tanto cíclico.
Los factores que condicionaban la evolución demográfica eran por lo demás de muy diversa índole, y entre los mismos destacaban por su importancia la propia capacidad de sustentación del medio, que estaba a su vez en relación con el grado de eficacia tecnológica, los modos sociales de organización productiva, y el nivel de deterioro medioambiental (deforestación, salinización), así como la corta duración media de la vida, que se cifraba en unos 30/35 años, las guerras y las migraciones. Todo ello no debe hacernos albergar la imagen de un Próximo Oriente infrapoblado, aunque si es cierto que la población se concentraba de forma preferente en las zonas urbanas, permaneciendo amplios espacios ocupados por una densidad de población muy baja, sobre todo en las zonas semiáridas recorridas por los pastores nómadas y en las montañas, sino que por el contrario hubo momentos en que la presión demográfica llegó a actuar como un factor de considerable incidencia que necesitaba ser regulada de alguna forma, como se aprecia en algunos mitos mesopotámicos en los que la elite sacerdotal pone en boca de los dioses las consecuencias desastrosas de una superpoblación y las medidas necesarias para evitarlas.
También hubo, por supuesto, coyunturas históricas en que la despoblación se presentaba como el factor dominante. El final de la Edad del Bronce fue uno de esos períodos, caracterizado por la caída del crecimiento demográfico y la despoblación. Las crisis económicas y políticas, las hambrunas, epidemias y guerras incesantes constituyeron casi siempre el telón de fondo. Demografía y ecología (capacidad de sustentación del medioambiente) nunca se ajustan mecánicamente, sino a través de las realidades socio-culturales elaboradas por los seres humanos. La explotación, el acceso desigual a los recursos y a las oportunidades básicas de subsistencia, la pobreza y la servidumbre constituyen otros tantos elementos que han de ser tenidos en cuenta.
En Mesopotamia el templo actuaba en el plano práctico como una importante unidad de producción y distribución, pero también como una agencia de regulación y control. Esto parece haber sido especialmente importante, al menos en algunos períodos, en relación a los problemas demográficos. El Poema de Atrahasis contiene una versión del Diluvio, tras el cual la humanidad vuelve a crecer y los dioses, molestos, deciden enviar por boca de Ea toda una serie de plagas -entre las que figuran el celibato, la esterilidad y los demonios que atacaban a las embarazadas y parturientas- para atajar la superpoblación. A través del censo, fortalecido por la costumbre de ofrecer un sacrificio por cada hijo nacido, y de los rituales fúnebres, el templo disponía de información pertinente de lo que hoy llamaríamos evolución de la población (natalidad/mortalidad). Esta información parece haber sido utilizada con el fin de influir en los comportamientos demográficos, al menos de dos maneras, mediante la justificación de costumbres, usos y creencias o supersticiones que permitían prácticas antinatalistas, y por medio del infanticidio encubierto. Este último podía realizarse, habida cuenta de que el nacimiento era un hecho mucho más social que biológico que se producía algunos días después del alumbramiento, invocando la participación de demonios específicos, como Pashittu o mediante un sacrificio, como en el caso del molk. Se trataba entonces de un infanticidio ritualizado, que no ha logrado ser bien comprendido por los estudiosos que lo han confundido con un sacrificio humano, lo que ha producido una corriente de notable escepticismo al respecto.
Por lo general la literatura del Próximo Oriente Antiguo identifica las "épocas felices" con momentos de gran fertilidad de las mujeres y numerosos alumbramientos, en tanto que la esterilidad tenía connotaciones sociales muy negativas. Efectivamente, como en otras partes, la familia patriarcal necesitaba de los hijos para consolidarse y perpetuarse, y la política oficial de los estados e imperios en expansión era la de aumentar su potencial demográfico, aun a expensas del bienestar de la mayoría de la gente. Pero, también como en otras partes, una cosa era la propaganda y actitud de los poderes públicos, que representaba sin duda los intereses de los grupos sociales dominantes, y otra la realidad de cada día, que se encontraba marcada por un cúmulo de circunstancias, muchas veces adversas.
Mortalidad infantil, infanticidio y celibato.
Pese a que las ideas tradicionales equiparaban la felicidad con la imagen del patriarca rodeado de una numerosa descendencia, no todos los periodos fueron igualmente propicios para que las familias criaran muchos hijos, a lo que hay que añadir las diferencias entre las formas de vida nómada y urbana, así como los contrastes socioeconómicos. Sin duda la situación de los pobres, como siempre, era a este respecto mucho más precaria, y ocasión habrá de exponer más adelante cómo en algunos momentos llegó a generalizarse entre las familias más humildes el procedimiento de la venta de hijos como esclavos. En consecuencia, era relativamente frecuente que las familias campesinas desafiaran la política natalista que las clases dominantes trataban de imponerles e, impulsadas por la necesidad más acuciante, realizaran una serie de prácticas destinadas a impedir tener muchos hijos.
Algunos textos mesopotámicos, como el poema de Atrahasis, recogen el peligro que suponía la superpoblación y las soluciones proporcionadas por los dioses y destinadas a evitarla en un contexto que muy bien podría corresponder a los comienzos del periodo dinástico arcaico. Tales soluciones eran esterilidad, mortalidad infantil, infanticidio y celibato. La costumbre de abandonar a los recién nacidos no debió de ser infrecuente en épocas posteriores, como sugieren algunos documentos paleobabilónicos. En Asiria el abandono de niños llegó a ser una práctica corriente.
En otros ambientes, como entre los hebreos y fenicios, el infanticidio parece haber adquirido unas connotaciones rituales que lo convirtieron en sacrificio de niños a las divinidades del fuego o de la fertilidad, allí donde la máxima expresión de la potestad del padre sobre los hijos, su derecho sobre la vida o la muerte, fue regulado por los poderes públicos y extraído de esta forma del ámbito exclusivamente doméstico. Así los hebreos acostumbraban a "pasar a sus hijos e hijas" por el fuego en un rito que parece afín al sacrificio molk que realizaban sus vecinos fenicios. Tal práctica, por lo demás, parece haber coincidido con momentos de especial presión demográfica en Israel y las ciudades de Fenicia. Con todo, la presión demográfica debe ser explicada desde las consideraciones sociales y el reparto desigual de la riqueza, pues no afectaba de la misma forma a los distintos grupos sociales.
La capacidad de sustentación no era entonces, ni lo es en ninguna otra época y circunstancia, el resultado de una relación mecánica entre la población y los recursos, sino que está condicionada por factores económicos y sociales, como las diferencias de nivel de vida y las formas de propiedad. Tales factores inciden en la alimentación y en las expectativas de poder sustentar un número mayor o menor de hijos de acuerdo con las diferencias sociales. Semejantes contrastes se manifestaban en el propio acto del nacimiento. Mientras que las mujeres de familias acomodadas, aquellas que pertenecían a la clase propietaria, contaban con el auxilio de médicos y comadronas, las esclavas y las pobres habrían de hacer frente a lo que quisiera depararles el destino.
En un contexto muy distinto al de las gentes humildes, las familias poderosas no veían con buenos ojos como su riqueza podía dispersarse con las dotes que sus hijas llevaban al matrimonio, motivo por el que muchas de ellas ingresaban como sacerdotisas en los templos. Probablemente tal fue el origen de las naditu. La institución de las naditu tenía la función económica de hacer que una joven permaneciera soltera hasta su muerte, momento en que su parte de la propiedad familiar revertía en su misma familia. Ciertamente una naditum podía casarse, pero no le estaba permitido tener hijos, con lo que la dote no pasaba a la familia del marido. Aunque la ley les reconocía la capacidad de heredar y de dar su herencia a quienes ellas quisieran, constituía una potestad del padre decidir al respecto.
En el Código de Hammurabi podemos leer lo siguiente: "Si una mujer entum, una mujer naditum, o una mujer zikrum, a la que su padre le entregó una dote y la escribió en una tablilla, si sobre la tablilla que escribió no estipuló que ella podría dar su herencia a quién le pareciera bien y no le dio por ello plena satisfacción, después que el padre haya muerto, sus hermanos tomarán su campo y su huerto a cambio de entregarle cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte, cuidando así de su holgura. Si sus hermanos no le han entregado cereales, aceite y vestidos proporcionalmente al valor de su parte y no han cuidado de su holgura, ella puede entregar su campo y su huerto al arrendatario que le plazca y su arrendatario la mantendrá. Del campo, del huerto y de todo lo que su padre le haya asignado por escrito conservará el usufructo mientras viva; no podrá venderlos, tampoco podrá tomar a otro como heredero; su herencia revertirá exclusivamente a sus hermanos" (CH, 178 ). Las entu y las zikru constituían así mismo otro tipo de sacerdotisas, de alto y bajo rango respectivamente, a las que se aplicaban estas mismas normas. De esta forma el infanticidio preferencial femenino en el seno de las familias de la elite, práctica bien documentada en otros lugares, fue sustituido en gran medida en Mesopotamia por el celibato de muchas mujeres de clase alta.
La mortalidad infantil era en general muy elevada, argumento empleado por quienes niegan la existencia de prácticas infanticidas y antinatalistas. Olvidan decir, no obstante, que la natalidad, influida por unas tasas de fertilidad muy altas en las que intervenían la temprana edad en que la mujer accedía al matrimonio así como inexistencia de anticonceptivos eficaces, era por consiguiente muy elevada. El número de alumbramientos compensaba con creces los efectos de la mortalidad infantil. Además existe la sospecha de que cierta parte de las muertes atribuibles a causas “naturales” encubrían, en realidad, comportamientos antinatalistas. La misma existencia de leyes que castigaban severamente a la mujer que aborta, sin el consentimiento de su marido, es un síntoma de que tal práctica no resultaba infrecuente y de que, en ocasiones, las tensiones reproductivas llegaban a rebasar incluso la autoridad patriarcal.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que se trataba de una sensibilidad muy distinta a la nuestra hacia los recién nacidos, propia de una mentalidad diferente. Un ejemplo se percibe en que el aborto provocado no se considerase un delito contra la vida, salvo si la mujer embarazada sufría daño físico, sino contra la autoridad patriarcal. También en la diferencia que existía entre el alumbramiento y el momento en que se reconocía al niño como tal, teniéndosele en cuenta por primera vez, lo que ocurría cuando se le impone el nombre, pues se consideraba que todo aquello que carecía de nombre sencillamente no existía. Era algo común en todo el Próximo Oriente Antiguo. El nacimiento no era por tanto un hecho biológico, sino un acto social. Así entre los hebreo, por poner un caso, los hijos no eran presentados en el templo hasta un mes después de su alumbramiento, si se trataba de un primogénito (Números 18, 16), tras la circuncisión celebrada a los ocho días (Levítico, 12, 3). Los restantes hijos varones debían esperar un periodo de treinta y tres días, en el que la madre permanecía impura, y las el doble. Costumbres similares se daban en otros sitios. En este periodo el recién nacido carecía de existencia como tal y su supervivencia quedaba enteramente a disposición de la voluntad de sus progenitores, generalmente del padre.
Era entonces cuando más fácil resultaba que fuera víctima de alguna forma de infanticidio, en caso de obedecer a un alumbramiento no deseado. La creencia en demonios o seres maléficos explicaba a menudo las misteriosas muertes de niños. Entre los asirios y babilonios se creía en la figura de algunos demonios que atacaban a la mujer o al feto durante el estado de preñez avanzada o en el momento del parto. El más temido era Lamashtu, quien atacaba al niño durante el periodo de impureza de la madre, en el que para la progenie de sexo femenino se establecía igualmente un espacio de tiempo más dilatado. La acción de Lamashtu encubría, tanto la posibilidad de una enfermedad por la que el niño rechazaba el alimento ofrecido por la madre, como el estrangulamiento o la asfixia de la criatura.
Tras reconocimiento inicial, los niños, y sobre todo las niñas, no estaban tampoco del todo libres de ser objeto de otras prácticas, a menudo encubiertas, pero no menos peligrosas para su supervivencia. Que las niñas eran las más amenazadas se desprende de la propia ideología de la familia patriarcal. Las sociedades patriarcales veían en la figura del primogénito varón la proyección de la familia, y en la figura de las hembras nacidas un elemento disgregador del patrimonio familiar, y en consecuencia de su fuente de alimentación. Todo ello quedaba reflejado en los templos sumerios en un sistema de distribución, según el cual las raciones se repartían teniendo en cuenta el sexo, la edad, la posición social y el tipo de trabajo, siendo el cabeza de familia el más beneficiado en sus raciones, manteniendo a las mujeres sometidas a dietas menos nutritivas que las reservadas a los hombres y los muchachos, por lo que tenían una esperanza media de vida inferior a la de aquellos. Los límites imprecisos entre salud y enfermedad en los que más incidían las causas “sobrenaturales”, acrecentaban así mismo los riegos después del momento del reconocimiento inicial del niño. Los cuidados diferenciales y la discriminación alimenticia podían contribuir también de forma muy efectiva, sobre todo en las niñas, para aumentar tales peligros.
La evolución demográfica.
Si bien la falta de datos no permite una aproximación rigurosa a la evolución demográfica en el Próximo Oriente Antiguo, si es posible en cambio establecer una serie de premisas básicas que nos ayudarán a caracterizar globalmente la situación, tanto desde una perspectiva sincrónica como en diacronía. En general, se advierten dos líneas distintas de evolución demográfica, una de desarrollo lento, propia de los ambientes rurales y las comunidades agrícolas, y la otra, de desarrolló rápido, característica de los centros urbanos. La primera resulta por lo común más estable, mientras que la segunda suele ser afectada por crisis estructurales o de crecimiento que parecen darse con una periodicidad de aspecto un tanto cíclico.
Los factores que condicionaban la evolución demográfica eran por lo demás de muy diversa índole, y entre los mismos destacaban por su importancia la propia capacidad de sustentación del medio, que estaba a su vez en relación con el grado de eficacia tecnológica, los modos sociales de organización productiva, y el nivel de deterioro medioambiental (deforestación, salinización), así como la corta duración media de la vida, que se cifraba en unos 30/35 años, las guerras y las migraciones. Todo ello no debe hacernos albergar la imagen de un Próximo Oriente infrapoblado, aunque si es cierto que la población se concentraba de forma preferente en las zonas urbanas, permaneciendo amplios espacios ocupados por una densidad de población muy baja, sobre todo en las zonas semiáridas recorridas por los pastores nómadas y en las montañas, sino que por el contrario hubo momentos en que la presión demográfica llegó a actuar como un factor de considerable incidencia que necesitaba ser regulada de alguna forma, como se aprecia en algunos mitos mesopotámicos en los que la elite sacerdotal pone en boca de los dioses las consecuencias desastrosas de una superpoblación y las medidas necesarias para evitarlas.
También hubo, por supuesto, coyunturas históricas en que la despoblación se presentaba como el factor dominante. El final de la Edad del Bronce fue uno de esos períodos, caracterizado por la caída del crecimiento demográfico y la despoblación. Las crisis económicas y políticas, las hambrunas, epidemias y guerras incesantes constituyeron casi siempre el telón de fondo. Demografía y ecología (capacidad de sustentación del medioambiente) nunca se ajustan mecánicamente, sino a través de las realidades socio-culturales elaboradas por los seres humanos. La explotación, el acceso desigual a los recursos y a las oportunidades básicas de subsistencia, la pobreza y la servidumbre constituyen otros tantos elementos que han de ser tenidos en cuenta.