Antes, sin embargo, de la formación de las elites y de la división de la sociedad según la acumulación de poder y riqueza, surgieron otro tipo de desigualdades que fueron establecidas de acuerdo a los grupos de edades y sexos. Las sociedades agrícolas aldeanas basadas en el modo de producción doméstico, como lo eran aquellas, no son sociedades de clases. Aunque las relaciones de producción se establecían, como en todas partes, entre miembros productivos e improductivos, se llevaban a cabo según las capacidades físicas e intelectuales y no por la pertenencia social. Los miembros productivos eran todos aquellos adultos con capacidad para trabajar; los improductivos eran los niños, los ancianos y los incapacitados.
En el Neolítico del Próximo Oriente la competencia por los recursos fue uno de los factores que favoreció la concentración espacial de los varones emparentados con formas de residencia patrilocal; junto con los imperativos de la reproducción social, que inducía la movilidad de las mujeres fuera de sus propios grupos de parentesco, y la guerra, exigía la organización de las comunidades agrícolas en torno a un núcleo residente de padres, hermanos y sus hijos. Esto provocó a su vez que los varones se hicieran con el control de los medios de producción situándose como piezas clave en los sistemas de filiación y residencia, quedando relegadas las mujeres a una posición subordinada.
La asignación de las tareas pesadas a las mujeres y su subordinación a la autoridad de los varones no fue el resultado por tanto de una "conspiración" masculina, sino la consecuencia de la institucionalización de la guerra, del subsiguiente monopolio de la violencia por aquellos y del control de la movilidad femenina, necesario para asegurar la reproducción social. Al mismo tiempo que se encumbraba la posición del varón como combatiente se devaluaba la de la mujer. Pero como en la práctica recaían sobre ella no pocas tareas productivas, además de su crucial importancia en la reproducción, su subordinación al varón necesitaba ser legitimada mediante la ideología adecuada que la tornara "natural" y por consiguiente "invisible".
La preocupación por los muertos y el culto a los antepasados, que se remontaba por lo menos a la aparición de los primeros campamentos pre-agrícolas, fue manipulada por los varones socialmente encumbrados a fin de procurar la legitimidad requerida. Puesto que la filiación (pertenencia a un grupo determinado de parentesco) y la residencia (permanencia en un determinado grupo de parentesco) eran los factores más importantes de la articulación social, se establecieron desde entonces de acuerdo con criterios masculinos, identificándose los varones adultos como descendientes de un antepasado ancestral asimismo masculino.
A partir de determinada edad, las mujeres quedaban excluidas de sus grupos familiares para integrarse en otros, de acuerdo a su intercambio generalizado mediante el matrimonio. Se trataba de comunidades en las que, dado el incipiente estado de desarrollo tecnológico, la productividad dependía en gran medida de la fuerza de trabajo, por lo que de acuerdo con la especialización por sexos y edades (los niños realizaban una buena parte de tareas subsidiarias), la posesión de mujeres trabajadoras y reproductoras, simbólicamente expresadas en las famosas "venus" neolíticas, aseguraba el control sobre los medios de producción y reproducción social.
Que un hombre no pudiera llegar a obtener una esposa significaba, por consiguiente, no poder garantizar su reproducción social, desapareciendo la posibilidad de invertir el producto de su trabajo en sus descendientes, los cuales, mediante su trabajo futuro, lo liberarán a su vez de la dependencia en que se encuentra respecto a sus mayores, otorgándole en su momento el rango de "anciano". Y puesto que las uniones matrimoniales debían realizarse fuera de los propios grupos de parentesco (exogamia), no sólo a fin de establecer alianzas y facilitar la cooperación entre ellos, sino básicamente para corregir el reparto aleatorio de la fecundidad femenina, los "ancianos", los varones de más edad a través de quienes se establecía la filiación, adquirieron la capacidad de controlar el intercambio de mujeres que es lo mismo que decir que asumieron el control social.
Es preciso tener en cuenta que en las aldeas neolíticas lo importante para acceder al disfrute de las tierras comunales y gozar de la cooperación y solidaridad de los parientes y amigos era ser miembro reconocido por la comunidad (de sangre o mediante adopción), y puesto que ésta se estructuraba según el parentesco, la filiación, que en ambientes caracterizados por la escasez y competencia por los recursos se establecía por línea masculina (patrilinealidad), constituía un elemento de extraordinaria importancia. Los "ancianos" eran, en su calidad de descendientes directos del ancestro común, las personas en torno a las que se vertebraba la filiación y la descendencia. Como tales ocupaban un lugar central en las ceremonias relacionadas con el culto a los antepasados y a las fuerzas proveedoras de la fertilidad, similar al de su preeminencia social como portadores de los conocimientos adquiridos mediante la experiencia y de los medios de subsistencia que transferirán a sus hijos, lo que facilitó el control que vinieron a ejercer sobre los matrimonios. Asegurando éstos posibilitaban la perpetuación de las condiciones sociales de existencia de la comunidad.
El control de las mujeres en las aldeas neolíticas pasó así a reforzarse con la ideología que legitimaba la posición de prestigio de los varones más adultos ("ancianos"), no sólo como antiguos guerreros encumbrados por sus hazañas, sino fundamentalmente como depositarios de los medios de subsistencia que, transferidos a la generación siguiente, permitirán la continuidad del ciclo agrícola y por consiguiente la subsistencia, en su función, en definitiva, de proveedores de la reproducción social. Desde el Neolítico inicial, incluso desde el natufiense, la atención prestada a los enterramientos se interpreta como un indicio de la consideración que merecieron los "ancianos" en las primeras comunidades sedentarias y agrícolas. La aparición de líneas de filiación multigeneracionales constituyó un fenómeno temprano y puede documentarse en algunas de las aldeas prehistóricas del Próximo Oriente, donde se guardaban los cráneos de los antepasados y se reconstruían sus rasgos o donde sus esqueletos, vueltos a enterrar, se almacenaban bajo el piso de las casas de sus descendientes. Junto con los datos procedentes del Levante (Behida, Jericó) los enterramientos de Ali Kosh y Chatal Hüyük denotan un cuidadoso tratamiento de los cadáveres.
El buen funcionamiento del orden social descansaba sobre la ideología que sancionaba la posición predominante de los "ancianos". Esta se plasmaba en el culto a los ancestros, cuyas pruebas arqueológicas más tempranas encontramos en los cráneos modelados en yeso y pintados de sitios como Jericó o Tell Ramad, de una expresividad extraordinaria. Los antepasados eran los elementos sacralizados que aseguraban la cohesión de los grupos de parentesco y descendencia, los cuales constituían a su vez las unidades productivas, a través de la filiación. Su culto parece que provenía de la aparición de sentimientos de identidad territorial de la comunidad que se originaron en el contexto de la incipiente competencia por los recursos, dando pie a la defensa colectiva por parte de los grupos que integraban la aldea, y que se expresaba a través de elementos ideológicos, como la idea de descendencia unida a las prácticas funerarias dentro de los asentamientos (Flannery: 1972, 28), así como de la necesidad de perpetuar la continuidad futura del ciclo agrícola.
El trabajo invertido en la tierra da lugar a una producción diferida que obliga a los miembros de la comunidad a permanecer solidarios de un ciclo agrícola a otro, ya que lo producido hoy es necesario para asegurar la producción de mañana, con lo que se contraen relaciones vitalicias y de descendencia que son incesantemente renovadas entre miembros productivos e improductivos y entre productores de diferentes edades, por las cuales las generaciones sucesivas aseguran su futuro. Como quiera que ello depende en gran medida de la movilidad de las mujeres púberes, que son quienes detentan la facultad reproductiva, los "ancianos" a fin de preservar su capacidad de negociar los matrimonios deben asegurar que las muchachas de su comunidad permanezcan disponibles para el intercambio, manteniendo el control de su destino mediante la exogamia sancionada por procedimientos religiosos y rituales (Meillassoux: 1977, 1 y 3 y 70 ss).
En el Neolítico del Próximo Oriente la competencia por los recursos fue uno de los factores que favoreció la concentración espacial de los varones emparentados con formas de residencia patrilocal; junto con los imperativos de la reproducción social, que inducía la movilidad de las mujeres fuera de sus propios grupos de parentesco, y la guerra, exigía la organización de las comunidades agrícolas en torno a un núcleo residente de padres, hermanos y sus hijos. Esto provocó a su vez que los varones se hicieran con el control de los medios de producción situándose como piezas clave en los sistemas de filiación y residencia, quedando relegadas las mujeres a una posición subordinada.
La asignación de las tareas pesadas a las mujeres y su subordinación a la autoridad de los varones no fue el resultado por tanto de una "conspiración" masculina, sino la consecuencia de la institucionalización de la guerra, del subsiguiente monopolio de la violencia por aquellos y del control de la movilidad femenina, necesario para asegurar la reproducción social. Al mismo tiempo que se encumbraba la posición del varón como combatiente se devaluaba la de la mujer. Pero como en la práctica recaían sobre ella no pocas tareas productivas, además de su crucial importancia en la reproducción, su subordinación al varón necesitaba ser legitimada mediante la ideología adecuada que la tornara "natural" y por consiguiente "invisible".
La preocupación por los muertos y el culto a los antepasados, que se remontaba por lo menos a la aparición de los primeros campamentos pre-agrícolas, fue manipulada por los varones socialmente encumbrados a fin de procurar la legitimidad requerida. Puesto que la filiación (pertenencia a un grupo determinado de parentesco) y la residencia (permanencia en un determinado grupo de parentesco) eran los factores más importantes de la articulación social, se establecieron desde entonces de acuerdo con criterios masculinos, identificándose los varones adultos como descendientes de un antepasado ancestral asimismo masculino.
A partir de determinada edad, las mujeres quedaban excluidas de sus grupos familiares para integrarse en otros, de acuerdo a su intercambio generalizado mediante el matrimonio. Se trataba de comunidades en las que, dado el incipiente estado de desarrollo tecnológico, la productividad dependía en gran medida de la fuerza de trabajo, por lo que de acuerdo con la especialización por sexos y edades (los niños realizaban una buena parte de tareas subsidiarias), la posesión de mujeres trabajadoras y reproductoras, simbólicamente expresadas en las famosas "venus" neolíticas, aseguraba el control sobre los medios de producción y reproducción social.
Que un hombre no pudiera llegar a obtener una esposa significaba, por consiguiente, no poder garantizar su reproducción social, desapareciendo la posibilidad de invertir el producto de su trabajo en sus descendientes, los cuales, mediante su trabajo futuro, lo liberarán a su vez de la dependencia en que se encuentra respecto a sus mayores, otorgándole en su momento el rango de "anciano". Y puesto que las uniones matrimoniales debían realizarse fuera de los propios grupos de parentesco (exogamia), no sólo a fin de establecer alianzas y facilitar la cooperación entre ellos, sino básicamente para corregir el reparto aleatorio de la fecundidad femenina, los "ancianos", los varones de más edad a través de quienes se establecía la filiación, adquirieron la capacidad de controlar el intercambio de mujeres que es lo mismo que decir que asumieron el control social.
Es preciso tener en cuenta que en las aldeas neolíticas lo importante para acceder al disfrute de las tierras comunales y gozar de la cooperación y solidaridad de los parientes y amigos era ser miembro reconocido por la comunidad (de sangre o mediante adopción), y puesto que ésta se estructuraba según el parentesco, la filiación, que en ambientes caracterizados por la escasez y competencia por los recursos se establecía por línea masculina (patrilinealidad), constituía un elemento de extraordinaria importancia. Los "ancianos" eran, en su calidad de descendientes directos del ancestro común, las personas en torno a las que se vertebraba la filiación y la descendencia. Como tales ocupaban un lugar central en las ceremonias relacionadas con el culto a los antepasados y a las fuerzas proveedoras de la fertilidad, similar al de su preeminencia social como portadores de los conocimientos adquiridos mediante la experiencia y de los medios de subsistencia que transferirán a sus hijos, lo que facilitó el control que vinieron a ejercer sobre los matrimonios. Asegurando éstos posibilitaban la perpetuación de las condiciones sociales de existencia de la comunidad.
El control de las mujeres en las aldeas neolíticas pasó así a reforzarse con la ideología que legitimaba la posición de prestigio de los varones más adultos ("ancianos"), no sólo como antiguos guerreros encumbrados por sus hazañas, sino fundamentalmente como depositarios de los medios de subsistencia que, transferidos a la generación siguiente, permitirán la continuidad del ciclo agrícola y por consiguiente la subsistencia, en su función, en definitiva, de proveedores de la reproducción social. Desde el Neolítico inicial, incluso desde el natufiense, la atención prestada a los enterramientos se interpreta como un indicio de la consideración que merecieron los "ancianos" en las primeras comunidades sedentarias y agrícolas. La aparición de líneas de filiación multigeneracionales constituyó un fenómeno temprano y puede documentarse en algunas de las aldeas prehistóricas del Próximo Oriente, donde se guardaban los cráneos de los antepasados y se reconstruían sus rasgos o donde sus esqueletos, vueltos a enterrar, se almacenaban bajo el piso de las casas de sus descendientes. Junto con los datos procedentes del Levante (Behida, Jericó) los enterramientos de Ali Kosh y Chatal Hüyük denotan un cuidadoso tratamiento de los cadáveres.
El buen funcionamiento del orden social descansaba sobre la ideología que sancionaba la posición predominante de los "ancianos". Esta se plasmaba en el culto a los ancestros, cuyas pruebas arqueológicas más tempranas encontramos en los cráneos modelados en yeso y pintados de sitios como Jericó o Tell Ramad, de una expresividad extraordinaria. Los antepasados eran los elementos sacralizados que aseguraban la cohesión de los grupos de parentesco y descendencia, los cuales constituían a su vez las unidades productivas, a través de la filiación. Su culto parece que provenía de la aparición de sentimientos de identidad territorial de la comunidad que se originaron en el contexto de la incipiente competencia por los recursos, dando pie a la defensa colectiva por parte de los grupos que integraban la aldea, y que se expresaba a través de elementos ideológicos, como la idea de descendencia unida a las prácticas funerarias dentro de los asentamientos (Flannery: 1972, 28), así como de la necesidad de perpetuar la continuidad futura del ciclo agrícola.
El trabajo invertido en la tierra da lugar a una producción diferida que obliga a los miembros de la comunidad a permanecer solidarios de un ciclo agrícola a otro, ya que lo producido hoy es necesario para asegurar la producción de mañana, con lo que se contraen relaciones vitalicias y de descendencia que son incesantemente renovadas entre miembros productivos e improductivos y entre productores de diferentes edades, por las cuales las generaciones sucesivas aseguran su futuro. Como quiera que ello depende en gran medida de la movilidad de las mujeres púberes, que son quienes detentan la facultad reproductiva, los "ancianos" a fin de preservar su capacidad de negociar los matrimonios deben asegurar que las muchachas de su comunidad permanezcan disponibles para el intercambio, manteniendo el control de su destino mediante la exogamia sancionada por procedimientos religiosos y rituales (Meillassoux: 1977, 1 y 3 y 70 ss).