Durante muchos miles de años los hombres subsistieron practicando la caza y la recolección. Sus condiciones de vida no debieron ser tan miserables como durante mucho tiempo se han venido imaginado, ya que durante todo ese lapso ni los pequeños grupos de cazadores se extinguieron ni tuvieron que modificar drásticamente su forma de vida. La observación directa de las bandas paleotécnicas que subsisten actualmente en algunos rincones del mundo ha contribuido en gran medida a modificar nuestra imagen de la vida humana en el Paleolítico. La supervivencia en la Prehistoria remota no era un milagro, sino el resultado de un cálculo preciso sobre la apropiación de los recursos disponibles y de la gente que podía mantenerse con ellos, de la integración, en definitiva, en unas condiciones medioambientales determinadas.
Una integración no mecánica, sino social, en la que los hombres del Paleolítico forjaron los vínculos de solidaridad y cooperación que permitieron su supervivencia y dieron muestras de una capacidad de creación y raciocinio que los aleja definitivamente de la imagen de pobres salvajes rudimentarios (en realidad una imagen proyectada por nosotros) que ha venido persiguiéndoles durante tanto tiempo. El santuario de Göbekli Tepe en Turquía parece una buena muestra de ello. Luego, y de forma más o menos acelerada en contraste con los largos milenios precedentes, comenzaron a domesticar plantas y animales, a cultivarlas y a criarlos al tiempo que se volvían más sedentarios. A la larga las consecuencias de aquella transformación fueron de una enorme trascendencia, ya que con ella se estaban sentando las bases para el surgimiento de eso que denominamos "civilización", esto es, de la aparición de formas de vida mucho más complejas, sofisticadas y también más desiguales.
Como hace más de cinco mil años que habitamos en ciudades hemos dado en llamar a este tipo de vida sedentaria y especializada "civilización" y hemos llegado a creer que es la forma "natural" que deben alcanzar los procesos de evolución cultural. Este peculiar punto de vista nos hace olvidar muy a menudo que nuestra especie (a la que pomposamente denominamos Homo Sapiens) llevaba vagando por la tierra, antes de que surgieran las primeras comunidades sedentarias, al menos 50. 000 años, mientras que la vida en asentamientos estables, aldeas que más tarde se convirtieron en ciudades, tiene apenas una antigüedad de unos 10.000.
Los procesos de neolitización en el Oriente Próximo.
Las razones por las que las formas de vida de ese extenso periodo de la Prehistoria que denominamos Paleolítico fueron abandonadas para ser sustituidas por aquellas otras propias del Neolítico, han sido y son objeto de un amplio y profundo debate (Redman: 1990; 119-184). Superada la perspectiva clásica que hacía depender de la invención de la agricultura los comienzos de la vida sedentaria y el posterior crecimiento de la población, una parte de los estudiosos del problema concede gran importancia a los cambios climáticos (Wright: 1968) y al aumento de las densidades de las poblaciones humanas de cazadores-recolectores, y propone aproximadamente el siguiente esquema: durante los largos milenios del Paleolítico, los seres humanos llevaron una vida basada en la caza y la recolección que imponía la movilidad de los grupos así como sus reducidos tamaños, de acuerdo a la necesidad de adecuarse a los ciclos estacionales de la naturaleza, por los cuales se distribuían plantas y animales por diferentes territorios en distintas partes del año, y ante la ausencia de técnicas eficaces de conservación de alimentos. Una tecnología simple pero eficaz, que utilizaba la piedra, el hueso y la madera como materiales para la elaboración de sencillas herramientas, constituyó durante todo aquel tiempo el medio por el cual los hombres se aprovisionaban de lo necesario para la reproducción social y la subsistencia. Entre hace 30.000 y 12.000 años, el lento desarrollo de esa tecnología, al que se sumó en el Magdaleniense un cambio tecnológico fundamental como fue la invención del arco, permitió a nuestros remotos antepasados el acceso a los útiles y las técnicas que les posibilitaban vivir de la caza de los grandes animales terrestres.
Posteriormente, hace unos 13.000 años, comenzó un cambio climático con el que se señalaba el término del último periodo glaciar. Las alteraciones del clima y del paisaje junto con los resultados de la depredación humana, acabaron provocando la virtual extinción de la megafauna del Pleistoceno. En consecuencia, los posteriores cazadores y recolectores de “amplio espectro” del Mesolítico, o periodo de transición hacia el Neolítico, se alimentaron prácticamente de cualquier fuente de proteínas que cayera en sus manos. Al mismo tiempo, un crecimiento de la población -que ha sido explicado de distintas maneras- forzaba el interés de aquellos hacia las plantas como nutrientes, a medida que una caza intensiva y diversificada amenazaba con la extinción de las especies perseguidas.
Paralelamente, una tendencia hacia la sedentarización se hacía cada vez más dominante. En algunos lugares del hemisferio norte, particularmente en lo que se conoce como el “Creciente Fértil”, esto es, un arco geográfico que se extiende desde Palestina, a través de la zona de piedemonte del Tauro y del Zagros, hasta el Khuzistán, las condiciones naturales favorecieron la implantación del nuevo tipo de vida. Amplios campos de granos silvestres -los antecesores de nuestros cereales- y leguminosas, entre los que vivían manadas de gacelas, cabras y ovejas salvajes, incitaron a los cazadores-recolectores mesolíticos a instalarse en campamentos permanentes en donde podían incrementar su consumo de carne y de plantas alimenticias a un mismo tiempo.
El control del agua, un factor crítico de vital importancia, y con ello el de la caza, junto con incipientes técnicas de conservación de alimentos, parecen haber ejercido también una considerable influencia en la aparición de las primeras aldeas pre-agrícolas, que como lugares para almacenar el grano, molerlo en forma de harina y convertirlo en tortas o gachas, con sus casas, silos, hornos y molinos, significaban una inversión de trabajo que no merecía abandonarse por las buenas. Así es cómo los hombres fueron adoptando por vez primera un modo de vida más sedentario.
Todos estos cambios graduales habrían de conducir finalmente a la adopción de la agricultura como forma de aprovechamiento de los recursos naturales, lo que ha hecho que algunos investigadores rechacen, por impropio, el término de “revolución neolítica” acuñado en su momento por Gordon Childe (1954). Sin embargo, el término “revolución” no expresa tanto la idea de un cambio rápido, aunque después de cerca de dos millones de años de caza y recolección, una transformación de las formas de vida que se realiza en el curso de 2.500 años sí que lo parece, cuanto profundo, total, radical, de la estructura socioeconómica de las poblaciones humanas (Liverani: 1988, 62). Es preciso considerar, a la luz de los datos de que disponemos, las condiciones en las que se produjeron tales transformaciones.
Durante el último periodo mesolítico, o Epipaleolítico 2 si empleamos la terminología basada en la industria lítica, aparecieron en el “Creciente Fértil”, los primeros sitios de los que se dispone de pruebas acerca de la vida sedentaria. Algunos de estos poblados parecen haber sido ocupados únicamente desde la primavera hasta el final del otoño, mientras que otros fueron utilizados permanentemente durante todo el año. Una vez establecidos sus habitantes, que practicaban una caza selectiva y controlada de las especies disponibles, observaron las ventajas de disponer de un número asequible de animales, dando así comienzo la domesticación. Según fue creciendo el número de animales domesticados, el problema de su alimentación, en la que competían con el hombre consumiendo los mismos alimentos silvestres, se resolvió con el cultivo de aquellas plantas que conformaban la dieta de ambos.
Las cosechas de cereales abrieron así nuevas posibilidades de alimentar al incipiente ganado con el rastrojo y otras porciones de las plantas no comestibles para el hombre. Ambas domesticaciones, animales y plantas, que se produjeron en los mismos tiempos y lugares, formaban parte de una producción más intensiva y diversificada de alimentos llevada a cabo por aquellas gentes, que condujo finalmente a la adopción de un nuevo sistema de producción. Vista desde esta perspectiva, la aparición de la vida aldeana fue la consecuencia de los agotamientos producidos cuando se intensificó el modo de subsistencia basado en la caza-recolección y de las respuestas de las poblaciones humanas a tales agotamientos (Harris: 1978, 31 ss).
Como habíamos indicado, no todos, entre quienes investigan los cambios culturales acaecídos en la Prehistoria, están totalmente de acuerdo con esta reconstrucción, que guarda sin duda una importante deuda con la teoría del "medio favorable" de Braidwood (1958, 1960), según la cual la convivencia en un mismo habitat natural de animales, plantas y hombres (zonas de pidemonte) habría de provocar a la larga el proceso de neolitización. La incidencia del cambio climático es minimizada como factor determinante de las transformaciones en las actividades de subsistencia, y la del aumento de la población (Boserup: 1967; Cohen: 1981) incluso negada por quienes defienden un punto de vista en el que lo principal estriba en el agotamiento de los recursos tradicionales y la necesidad de emplear técnicas y estrategias alternativas.
El crecimiento de la población sería, por tanto, más una consecuencia que una causa de tales transformaciones (Layton, Foley y Williams: 1991) y la domesticación, entendida como el conjunto de cambios morfológicos que convertirían a determinadas plantas en más propicias para su producción controlada, podría haber precedido a los cultivos como una consecuencia de la recolección selectiva de aquellas, más que haber sido originada por estos (Blumler y Byrne: 1991). Históricamente cabría resaltar por ello la primacía de la sedentarización sobre la agricultura y del aumento demográfico dependiente de la capacidad de crear técnicas de conservación de alimentos. No se trataría tanto, de acuerdo con este perspectiva, de una evolución "irreversible" cuanto de la aplicación simultánea de distintos sistemas de obtención de recursos; durante un tiempo la caza y la recolección habrían convivido con la crianza de animales y el cultivo de plantas, hasta que de acuerdo a las condiciones imperantes (descenso de la fauna, menor movilidad de los grupos humanos, aparición de nichos ecológicos apropiados) acabó por imponerse el más eficaz.
La sedentarización pudo haberse convertido en algunas ocasiones en un estímulo útil para la producción de alimentos y de esta forma haber precedido a la aparición de la vida agrícola, pues a menudo, como ocurrió en Palestina, las comunidades sedentarias que vivían de la recolección de plantas y la caza de animales fueron anteriores a las primeras aldeas agrícolas, pero entonces cabe preguntarse cuál fue el impulso hacia la sedentarización. Otras veces la sedentarización y la agricultura pudieron haberse desarrollado al mismo tiempo, como parece que ocurrió en el piedemonte de los Zagros (Redman: 1990, 187). Y no siempre el resultado habría de ser la aparición de formas tempranas de explotación agrícola, el pastoreo nómada (que apenas proporciona vestigios arqueológicos contrastables) pudo haber sido otra posibilidad.
La escasez de recursos, motivada o no por el cambio climático, y la subsiguiente presión demográfica (que no necesariamente implica un aumento inicial de la población) parecen ser, en cualquier caso, factores en cuya importancia muchos coinciden. Probablemente el agotamiento de los recursos que habían mantenido a las poblaciones del Paleolítico superior no fue provocado por un crecimiento importante de aquellas sino por un intento de mantener sus pautas dietéticas, con lo que la intensificación de la caza acentuó la vulnerabilidad de las grandes especies de crianza lenta.
Las presiones reproductoras y, en general las amenazas a su nivel de vida, no tuvieron por qué ser consecuencia de un notable incremento de la población, sino derivadas de transformaciones climáticas paulatinas como las provocadas por la retirada de los últimos glaciares que ocasionaron una forestación de las extensas llanuras cubiertas de hierba que habían servido de alimento a las grandes manadas. La extinción pudo ser consecuencia, por tanto, de la acción combinada de los efectos de los cambios climáticos (que seguramente no fueron bruscos, al contrario de lo que pensaba Childe) y la depredación humana (Harris: 1978, 34), y como proponen algunos (Binford: 1968; Flannery: 1969), la existencia de una tendencia hacia la sedentarización de determinados grupos de cazadores-recolectores que habitaban lugares con condiciones ecológicas "óptimas" reduciendo la necesidad de los traslados estacionales, podría haber incidido también en un aumento demográfico y en la existencia de desequilibrios interregionales ( migración hacia zonas marginales y presión de unos grupos sobre otros) que desembocarían finalmente en la adopción de la agricultura.
Sea cual fuere el punto de vista que se adopte, se notará que la introducción de técnicas agrícolas y ganaderas para el aprovechamiento de los recursos naturales no surgió como una “invención” afortunada por parte de determinados grupos de hombres, sino que fue la respuesta cultural a toda una serie de problemas prácticos que condicionaban su vida cotidiana; problemas relacionados con los ciclos de intensificación y agotamiento de los recursos. Existen datos de que las gentes del Mesolítico tardío se encontraban bien familiarizadas con una amplia variedad de plantas y animales y que habían podido manipularlas en su beneficio (Moore: 1982). La caza y la recolección selectiva aportaron el conocimiento y la posibilidad de desarrollar las posteriores domesticaciones, y parece que estas fueron más tempranas de lo que se ha venido considerando durante bastante tiempo. Las ventajas que aportaban todos aquellos cambios de las estrategias culturales relacionadas con las pautas de subsistencia, radicaban en que permitían una manipulación indirecta de los ciclos reproductivos de plantas y animales, impidiendo de esta forma una depredación indiscriminada que hubiera terminado por extinguirlos. De ahí a controlar directamente tales ciclos no mediaba más que un paso, que bajo condiciones adecuadas acabaría por darse.
Cuáles fueron tales condiciones sigue siendo objeto de discusión. Aún así parece probable que las primeras aldeas agrícolas, que debemos distinguir de los campamentos protoneolíticos, no surgieron en aquellas zonas privilegiadas en que abundaban la caza y los cereales silvestres, sino en otras inmediatamente próximas, pero marginales desde el punto de vista ecológico. A medida que grupos de personas se fueron desplazando, empujados por el crecimiento de la población, desde aquellos habitats originales a las zonas contiguas menos favorecidas en sus condiciones naturales, la única forma posible de mantener un nivel de vida adecuado era cultivando lo que antes se recolectaba, sobre todo si tenemos en cuenta la necesidad de alimentar al incipiente ganado. Por eso los primeros asentamientos agrícolas surgieron en determinados contextos ambientales en los que las condiciones climáticas permitían el crecimiento espontáneo, aunque menos abundante, de algunos cereales conocidos previamente en su estado silvestre. La media de lluvia anual así como la humedad del suelo, determinada por la existencia de zonas pantanosas o por el suficiente nivel de aguas subterráneas, constituyeron requisitos fundamentales que facilitaron el control, mediante el cultivo, de las cosechas que en las condiciones previas eran ofrecidas por la naturaleza.
La secuencia cultural y cronológica del Neolítico.
La neolitización del Próximo Oriente es un fenómeno complejo, condicionado por una multiplicidad de factores, que requiere para su mejor comprensión encuadrarlo en una secuencia cronológica ordena y coherente. El problema surge en el momento de establecer unos límites precisos para los inicios de la vida aldeana y agrícola, ya que su implantación no repentina obedece, como se ha visto, a un proceso en el que no resulta sencillo, ni veraz, aislar fechas absolutas. Las dificultades no desaparecen, empero, al avanzar en la secuencia ya que no todas las áreas del Próximo Oriente experimentaron los mismos procesos en los mismos momentos, como ocurre con la introducción del regadío agrícola o la utilización de los metales en estado nativo. Aún así, un orden cronológico general, aunque aproximado, resulta necesario.
La transición mesolítica, como fase intermedia entre el final del Paleolítico Superior y el Neolítico inicial, se corresponde en la terminología basada sobre la tipología de la industria de piedra, con el periodo Epipaleolítico. Este, dividido a su vez, en Epipaleolítico 1 (del 15.000 al 10.000) y Epipaleolítico 2 (del 10.000 al 8.500), conoce en su segunda fase, la producción incipiente de alimentos, así como la aparición de los primeros asentamientos al aire libre, con lo que el habitat deja de ser exclusivo de las cuevas. Este segundo momento del Epipaleolítico, que es denominado por algunos (Braidwood: 1985; Liverani: 1988) como Neolítico “incipiente”, se caracteriza por la presencia de la cultura natufiense en Palestina (Mallaha, Behida, Jericó) y en los asentamientos del piedemonte de los Zagros (Zawi Chemi, Karim Sahir, Tepe Asiab). Se trata de agregaciones de cabañas -campamentos o poblados- de planta circular que descansan sobre una fosa semienterrada en el suelo. Los datos procedentes de Zawi Chemi sugieren una temprana (8.900) domesticación de ovejas. Se ha documento igualmente la presencia de silos en donde guardar el grano recolectado o incipiéntemente cultivado.
El Neolítico inicial o acerámico se extiende hasta el 6.000 y supone la implantación definitiva de la vida sedentaria y de las técnicas productivas agrícolas. Hacia el 8.000 la forma normal de asentamiento era al aire libre y se constata ya una población significativamente más numerosa que en la época anterior. Surgen las primeras aldeas, frente a los campamentos estacionales o permanentes de antes, con poblaciones entre los 250 y 500 habitantes, y casas de planta cuadrangular. La subsistencia se basa en el cultivo de cereales y leguminosas y en los rebaños de cabras, ovejas y cerdos, pero la caza y la recolección eran todavía actividades importantes.
En Palestina, el Neolítico acerámico (A y B), de tradición natufiense en su origen, se encuentra bien representado (Nahal Oren, Jericó, Beidha, Munhata), como también en Siria (Mureybit, Tel Halula), y en el piedemonte del Tauro (Cayönü), y de los Zagros, en el Kurdistán (Jarmo), Luristán (Tepe Gurán) y Khuzistán (Ali Kosh). Gran parte de los asentamientos neolíticos de Palestina fueron abandonados hacia el 6000, tal vez debido a una cierta desecación del clima que redujo los índices de pluviosidad, registrándose un hiato cultural de cerca de 1500 años (Jericó, Munhata, Sheik Alí). En el sudeste de Anatolia, Hacilar es una pequeña aldea del séptimo milenio cuyos habitantes cultivaban cebada y escanda, como los de Jarmo. El poblado continuó existiendo durante el siguiente periodo del sexto milenio en que hace su aparición la cerámica.
En el valle medio del Eufrates, Tell Halula, en Siria, ha proporcionado una de las secuencias más completas, permitiéndonos documentar la domesticación de espacies animales (cabra, oveja, buey), la aparición de la agricultura (trigo, lentejas, guisantes), y posteriormente de la cerámica, así como uno de los más antiguos ejemplos conocidos de "arquitectura monumental" en piedra (muralla y edificio singular) datable a mediados del VIII milenio. La arquitectura doméstica se caracteriza desde el comienzo de la vida del asentamiento, que llega a alcanzar una extensión de unas 8 ha, por la presencia de casas de planta rectangular organizadas siguiendo líneas paralelas en dirección este-oeste, con dos, tres y hasta cinco habitaciones, edificadas con adobe sobre un paramento de piedra, muros y suelos enlucidos de cal en el interior y un horno y hogar en la estancia más grande. Esta suele ocupar una posición central y bajo su suelo se enterraban los cuerpos de los difuntos cerca de la entrada. En una de estas viviendas han aparecido las más antiguas pinturas de figuras humanas conocidas de todo el Próximo Oriente. Se trata de representaciones esquemáticas de mujeres realizadas en pintura roja sobre estuco que recubren la pieza principal de la casa.
Una secuencia aún más larga presenta el asentamiento de Dja`de el Mughara, también en el valle medio del Eufrates, y próximo al anterior, que se inicia en la segunda mitad del IX milenio y finaliza en el bronce antiguo (tercer milenio), con un periodo intermedio de abandono durante el Neolítico Precerámico Medio y Reciente para volver a ser habitado en el Neolítico Ceramico prehalfiense (6000 a. C). En su fase más antigua presenta una construcción singular de planta circular, semienterrada, con pinturas murales de tipo geométrico que adornan el interior de las paredes. En este momento aún no se cultivaban plantas y no hay evidencias de animáles domésticos, al contrario que en Tel Halula. Las casas eran de pequeñas dimensiones, de planta rectangular, generalmente unicelulares, y separadas entre si por espacios abiertos. Estaban construidas con muros de adobe reforzados con armazones de piedras y suelos de tierra batida sobre un lecho de piedras. Especial atención merece la llamada "Casa de los muertos", un espacio pruricelular en el que se han documentado sepulturas de al menos sesenta individuos.
Recientemente se ha documentado una ocupación aún más antigua en Tell Ain el-Kerh, en el noroeste de Siria, en torno al 9400-9200 a. C, con lo que cambia totalmente nuestra percepción de los comienzos de la neolitización en esa zona, que antes se atribuía a la llegada de gentes desde otros lugares en un momento posterior, aunque la evidencia sobre cultivo de plantas y animales domésticos es aún incierta. Presenta un tipo de industria lítica que se sido detectada en diversas prospecciones en otros tantos lugares de Siria, lo que sugiere un cierto poblamiento de la región por parte de estas gentes y abre la posibilidad a la localización y excavación de nuevos asentamientos de este tipo.
El Neolítico pleno transcurre entre el 6.000 y el 4.500. y se caracteriza por una expansión de las técnicas productivas que alcanzaron las altiplanicies anatólica e irania y las tierras aluvionarias de Mesopotamia. Se inició entonces la irrigación artificial de los cultivos a escala modesta (Jericó, Chatal Hüyük, Eridu) y la manufactura de cerámicas y tejidos de lino y lana. Aparecen también los más antiguos vestigios de muestras de religiosidad relacionadas con un culto a los ancestros y a la fertilidad. Se trata de un periodo de gran variedad regional en el que plantas y animales domesticados son transferidos a regiones donde no habían existido en estado natural y donde encuentran un espacio más amplio para desarrollarse. A mediados del sexto milenio la mayoría de las aldeas fabricaban cerámicas con decoración incisa o pintada. Durante el Neolítico pleno o cerámico el Levante (Palestina y Siria) dejará de estar en la vanguardia de las innovaciones y del proceso de desarrollo, aunque la continuidad de la vida neolítica está asegurada en sitios como Biblos y Munhata.
En Anatolia, Chatal Huyuk constituye la mayor concentración que se conoce de aquella época en todo el Próximo Oriente y su arquitectura revela un grado de sofisticación y organización desconocido en otras partes. Las culturas mesopotámicas de Hasuna, Tell Halaf y Samarra (con el nombre de los yacimientos donde por vez primera fueron atestiguadas) que antes se consideraban sucesivas, extendiéndose en el tiempo entre el 5500 y el 4500, son en la actualidad interpretadas como expresiones regionales más o menos contemporáneas (Manzanilla: 1986, 84 ss) que sucedieron a la primera cultura neolítica localizada en Mesopotamia, Umm Dabaguiyah (6000-5500), en el norte de la llanura aluvial, en tierras de lo que en periodos históricos posteriores conoceremos con el nombre de Asiria. Halaf, que se caracteriza frente a las demás por su arquitectura de planta circular, es la más septentrional de ellas con el yacimiento arquetípico de Arpachiyah en la alta Mesopotamia, extendiéndose por buena parte del norte de Siria (Tell Hallaf), y Samarra la más meridional, ubicándose Hasuna entre ambas. En su fase final (5000-4800) atestiguada en el sitio de Choga Mami, la agricultura irrigada (Oates: 1976, 109 y 128) alcanzó creciente importancia entre las gentes de la cultura de Samarra, quedando la caza relegada a un papel marginal, al haber perdido su importancia en la obtención de alimento. Los adobes, más duraderos y resistentes que el tapial y que posibilitan la construcción de edificios de mayores dimensiones, se emplearon por primera vez en Mesopotamia en la arquitectura de los asentamientos de Choga Mami y Tell es-Sawwan, aunque ya habían sido utilizados antes en Anatolia (Cayönü) e Irán (Ganj Dareh). También se empleaba el cobre nativo en los que constituyen los objetos metálicos más antiguos encontrados en Mesopotamia. En el sur de Turquía, el yacimiento de Tell Kurdu, que corresponde con la fase de Halaf y la posterior de El Obeid da muestras de una precocidad importante en la organización del asentamiento que llegará a dar muestras de una incipiente jerarquización social durante el 5º milenio, coincidiendo con la adopción de muchos elementos procedentes de la Mesopotamia meridional.
El Neolítico final y el Calcolítico, cuyos límites no son fáciles de precisar, coinciden, a partir del 4500, con el desarrollo de los procesos de estratificación social y urbanización, basados en una economía excedentaria y en la distribución desigual del excedente, que llevarán a la aparición de la civilización, la sociedad de clases, y el Estado. A la aparición de la cultura de Eridu (5000-4500) en el sur de Mesopotamia, que practicaba también la agricultura irrigada, y confiere unidad cultural a los territorios que luego conoceremos como Sumer, Akkad y Elam, sucede aquella otra de El Obeid (4500-3500), con la que la Mesopotamia meridional, ya en ambiente calcolítico y en un contexto protohistórico, se situará a la cabeza del desarrollo tecnológico y organizativo del Próximo Oriente, mientras que más al norte la cultura de Halaf, que había alcanzado una extensión extraordinaria expandiéndose hasta alcanzar el curso medio-alto del Eufrates y la costa mediterránea, sufrirá una crisis progresiva de difícil explicación (Liverani: 1988, 89).
Una integración no mecánica, sino social, en la que los hombres del Paleolítico forjaron los vínculos de solidaridad y cooperación que permitieron su supervivencia y dieron muestras de una capacidad de creación y raciocinio que los aleja definitivamente de la imagen de pobres salvajes rudimentarios (en realidad una imagen proyectada por nosotros) que ha venido persiguiéndoles durante tanto tiempo. El santuario de Göbekli Tepe en Turquía parece una buena muestra de ello. Luego, y de forma más o menos acelerada en contraste con los largos milenios precedentes, comenzaron a domesticar plantas y animales, a cultivarlas y a criarlos al tiempo que se volvían más sedentarios. A la larga las consecuencias de aquella transformación fueron de una enorme trascendencia, ya que con ella se estaban sentando las bases para el surgimiento de eso que denominamos "civilización", esto es, de la aparición de formas de vida mucho más complejas, sofisticadas y también más desiguales.
Como hace más de cinco mil años que habitamos en ciudades hemos dado en llamar a este tipo de vida sedentaria y especializada "civilización" y hemos llegado a creer que es la forma "natural" que deben alcanzar los procesos de evolución cultural. Este peculiar punto de vista nos hace olvidar muy a menudo que nuestra especie (a la que pomposamente denominamos Homo Sapiens) llevaba vagando por la tierra, antes de que surgieran las primeras comunidades sedentarias, al menos 50. 000 años, mientras que la vida en asentamientos estables, aldeas que más tarde se convirtieron en ciudades, tiene apenas una antigüedad de unos 10.000.
Los procesos de neolitización en el Oriente Próximo.
Las razones por las que las formas de vida de ese extenso periodo de la Prehistoria que denominamos Paleolítico fueron abandonadas para ser sustituidas por aquellas otras propias del Neolítico, han sido y son objeto de un amplio y profundo debate (Redman: 1990; 119-184). Superada la perspectiva clásica que hacía depender de la invención de la agricultura los comienzos de la vida sedentaria y el posterior crecimiento de la población, una parte de los estudiosos del problema concede gran importancia a los cambios climáticos (Wright: 1968) y al aumento de las densidades de las poblaciones humanas de cazadores-recolectores, y propone aproximadamente el siguiente esquema: durante los largos milenios del Paleolítico, los seres humanos llevaron una vida basada en la caza y la recolección que imponía la movilidad de los grupos así como sus reducidos tamaños, de acuerdo a la necesidad de adecuarse a los ciclos estacionales de la naturaleza, por los cuales se distribuían plantas y animales por diferentes territorios en distintas partes del año, y ante la ausencia de técnicas eficaces de conservación de alimentos. Una tecnología simple pero eficaz, que utilizaba la piedra, el hueso y la madera como materiales para la elaboración de sencillas herramientas, constituyó durante todo aquel tiempo el medio por el cual los hombres se aprovisionaban de lo necesario para la reproducción social y la subsistencia. Entre hace 30.000 y 12.000 años, el lento desarrollo de esa tecnología, al que se sumó en el Magdaleniense un cambio tecnológico fundamental como fue la invención del arco, permitió a nuestros remotos antepasados el acceso a los útiles y las técnicas que les posibilitaban vivir de la caza de los grandes animales terrestres.
Posteriormente, hace unos 13.000 años, comenzó un cambio climático con el que se señalaba el término del último periodo glaciar. Las alteraciones del clima y del paisaje junto con los resultados de la depredación humana, acabaron provocando la virtual extinción de la megafauna del Pleistoceno. En consecuencia, los posteriores cazadores y recolectores de “amplio espectro” del Mesolítico, o periodo de transición hacia el Neolítico, se alimentaron prácticamente de cualquier fuente de proteínas que cayera en sus manos. Al mismo tiempo, un crecimiento de la población -que ha sido explicado de distintas maneras- forzaba el interés de aquellos hacia las plantas como nutrientes, a medida que una caza intensiva y diversificada amenazaba con la extinción de las especies perseguidas.
Paralelamente, una tendencia hacia la sedentarización se hacía cada vez más dominante. En algunos lugares del hemisferio norte, particularmente en lo que se conoce como el “Creciente Fértil”, esto es, un arco geográfico que se extiende desde Palestina, a través de la zona de piedemonte del Tauro y del Zagros, hasta el Khuzistán, las condiciones naturales favorecieron la implantación del nuevo tipo de vida. Amplios campos de granos silvestres -los antecesores de nuestros cereales- y leguminosas, entre los que vivían manadas de gacelas, cabras y ovejas salvajes, incitaron a los cazadores-recolectores mesolíticos a instalarse en campamentos permanentes en donde podían incrementar su consumo de carne y de plantas alimenticias a un mismo tiempo.
El control del agua, un factor crítico de vital importancia, y con ello el de la caza, junto con incipientes técnicas de conservación de alimentos, parecen haber ejercido también una considerable influencia en la aparición de las primeras aldeas pre-agrícolas, que como lugares para almacenar el grano, molerlo en forma de harina y convertirlo en tortas o gachas, con sus casas, silos, hornos y molinos, significaban una inversión de trabajo que no merecía abandonarse por las buenas. Así es cómo los hombres fueron adoptando por vez primera un modo de vida más sedentario.
Todos estos cambios graduales habrían de conducir finalmente a la adopción de la agricultura como forma de aprovechamiento de los recursos naturales, lo que ha hecho que algunos investigadores rechacen, por impropio, el término de “revolución neolítica” acuñado en su momento por Gordon Childe (1954). Sin embargo, el término “revolución” no expresa tanto la idea de un cambio rápido, aunque después de cerca de dos millones de años de caza y recolección, una transformación de las formas de vida que se realiza en el curso de 2.500 años sí que lo parece, cuanto profundo, total, radical, de la estructura socioeconómica de las poblaciones humanas (Liverani: 1988, 62). Es preciso considerar, a la luz de los datos de que disponemos, las condiciones en las que se produjeron tales transformaciones.
Durante el último periodo mesolítico, o Epipaleolítico 2 si empleamos la terminología basada en la industria lítica, aparecieron en el “Creciente Fértil”, los primeros sitios de los que se dispone de pruebas acerca de la vida sedentaria. Algunos de estos poblados parecen haber sido ocupados únicamente desde la primavera hasta el final del otoño, mientras que otros fueron utilizados permanentemente durante todo el año. Una vez establecidos sus habitantes, que practicaban una caza selectiva y controlada de las especies disponibles, observaron las ventajas de disponer de un número asequible de animales, dando así comienzo la domesticación. Según fue creciendo el número de animales domesticados, el problema de su alimentación, en la que competían con el hombre consumiendo los mismos alimentos silvestres, se resolvió con el cultivo de aquellas plantas que conformaban la dieta de ambos.
Las cosechas de cereales abrieron así nuevas posibilidades de alimentar al incipiente ganado con el rastrojo y otras porciones de las plantas no comestibles para el hombre. Ambas domesticaciones, animales y plantas, que se produjeron en los mismos tiempos y lugares, formaban parte de una producción más intensiva y diversificada de alimentos llevada a cabo por aquellas gentes, que condujo finalmente a la adopción de un nuevo sistema de producción. Vista desde esta perspectiva, la aparición de la vida aldeana fue la consecuencia de los agotamientos producidos cuando se intensificó el modo de subsistencia basado en la caza-recolección y de las respuestas de las poblaciones humanas a tales agotamientos (Harris: 1978, 31 ss).
Como habíamos indicado, no todos, entre quienes investigan los cambios culturales acaecídos en la Prehistoria, están totalmente de acuerdo con esta reconstrucción, que guarda sin duda una importante deuda con la teoría del "medio favorable" de Braidwood (1958, 1960), según la cual la convivencia en un mismo habitat natural de animales, plantas y hombres (zonas de pidemonte) habría de provocar a la larga el proceso de neolitización. La incidencia del cambio climático es minimizada como factor determinante de las transformaciones en las actividades de subsistencia, y la del aumento de la población (Boserup: 1967; Cohen: 1981) incluso negada por quienes defienden un punto de vista en el que lo principal estriba en el agotamiento de los recursos tradicionales y la necesidad de emplear técnicas y estrategias alternativas.
El crecimiento de la población sería, por tanto, más una consecuencia que una causa de tales transformaciones (Layton, Foley y Williams: 1991) y la domesticación, entendida como el conjunto de cambios morfológicos que convertirían a determinadas plantas en más propicias para su producción controlada, podría haber precedido a los cultivos como una consecuencia de la recolección selectiva de aquellas, más que haber sido originada por estos (Blumler y Byrne: 1991). Históricamente cabría resaltar por ello la primacía de la sedentarización sobre la agricultura y del aumento demográfico dependiente de la capacidad de crear técnicas de conservación de alimentos. No se trataría tanto, de acuerdo con este perspectiva, de una evolución "irreversible" cuanto de la aplicación simultánea de distintos sistemas de obtención de recursos; durante un tiempo la caza y la recolección habrían convivido con la crianza de animales y el cultivo de plantas, hasta que de acuerdo a las condiciones imperantes (descenso de la fauna, menor movilidad de los grupos humanos, aparición de nichos ecológicos apropiados) acabó por imponerse el más eficaz.
La sedentarización pudo haberse convertido en algunas ocasiones en un estímulo útil para la producción de alimentos y de esta forma haber precedido a la aparición de la vida agrícola, pues a menudo, como ocurrió en Palestina, las comunidades sedentarias que vivían de la recolección de plantas y la caza de animales fueron anteriores a las primeras aldeas agrícolas, pero entonces cabe preguntarse cuál fue el impulso hacia la sedentarización. Otras veces la sedentarización y la agricultura pudieron haberse desarrollado al mismo tiempo, como parece que ocurrió en el piedemonte de los Zagros (Redman: 1990, 187). Y no siempre el resultado habría de ser la aparición de formas tempranas de explotación agrícola, el pastoreo nómada (que apenas proporciona vestigios arqueológicos contrastables) pudo haber sido otra posibilidad.
La escasez de recursos, motivada o no por el cambio climático, y la subsiguiente presión demográfica (que no necesariamente implica un aumento inicial de la población) parecen ser, en cualquier caso, factores en cuya importancia muchos coinciden. Probablemente el agotamiento de los recursos que habían mantenido a las poblaciones del Paleolítico superior no fue provocado por un crecimiento importante de aquellas sino por un intento de mantener sus pautas dietéticas, con lo que la intensificación de la caza acentuó la vulnerabilidad de las grandes especies de crianza lenta.
Las presiones reproductoras y, en general las amenazas a su nivel de vida, no tuvieron por qué ser consecuencia de un notable incremento de la población, sino derivadas de transformaciones climáticas paulatinas como las provocadas por la retirada de los últimos glaciares que ocasionaron una forestación de las extensas llanuras cubiertas de hierba que habían servido de alimento a las grandes manadas. La extinción pudo ser consecuencia, por tanto, de la acción combinada de los efectos de los cambios climáticos (que seguramente no fueron bruscos, al contrario de lo que pensaba Childe) y la depredación humana (Harris: 1978, 34), y como proponen algunos (Binford: 1968; Flannery: 1969), la existencia de una tendencia hacia la sedentarización de determinados grupos de cazadores-recolectores que habitaban lugares con condiciones ecológicas "óptimas" reduciendo la necesidad de los traslados estacionales, podría haber incidido también en un aumento demográfico y en la existencia de desequilibrios interregionales ( migración hacia zonas marginales y presión de unos grupos sobre otros) que desembocarían finalmente en la adopción de la agricultura.
Sea cual fuere el punto de vista que se adopte, se notará que la introducción de técnicas agrícolas y ganaderas para el aprovechamiento de los recursos naturales no surgió como una “invención” afortunada por parte de determinados grupos de hombres, sino que fue la respuesta cultural a toda una serie de problemas prácticos que condicionaban su vida cotidiana; problemas relacionados con los ciclos de intensificación y agotamiento de los recursos. Existen datos de que las gentes del Mesolítico tardío se encontraban bien familiarizadas con una amplia variedad de plantas y animales y que habían podido manipularlas en su beneficio (Moore: 1982). La caza y la recolección selectiva aportaron el conocimiento y la posibilidad de desarrollar las posteriores domesticaciones, y parece que estas fueron más tempranas de lo que se ha venido considerando durante bastante tiempo. Las ventajas que aportaban todos aquellos cambios de las estrategias culturales relacionadas con las pautas de subsistencia, radicaban en que permitían una manipulación indirecta de los ciclos reproductivos de plantas y animales, impidiendo de esta forma una depredación indiscriminada que hubiera terminado por extinguirlos. De ahí a controlar directamente tales ciclos no mediaba más que un paso, que bajo condiciones adecuadas acabaría por darse.
Cuáles fueron tales condiciones sigue siendo objeto de discusión. Aún así parece probable que las primeras aldeas agrícolas, que debemos distinguir de los campamentos protoneolíticos, no surgieron en aquellas zonas privilegiadas en que abundaban la caza y los cereales silvestres, sino en otras inmediatamente próximas, pero marginales desde el punto de vista ecológico. A medida que grupos de personas se fueron desplazando, empujados por el crecimiento de la población, desde aquellos habitats originales a las zonas contiguas menos favorecidas en sus condiciones naturales, la única forma posible de mantener un nivel de vida adecuado era cultivando lo que antes se recolectaba, sobre todo si tenemos en cuenta la necesidad de alimentar al incipiente ganado. Por eso los primeros asentamientos agrícolas surgieron en determinados contextos ambientales en los que las condiciones climáticas permitían el crecimiento espontáneo, aunque menos abundante, de algunos cereales conocidos previamente en su estado silvestre. La media de lluvia anual así como la humedad del suelo, determinada por la existencia de zonas pantanosas o por el suficiente nivel de aguas subterráneas, constituyeron requisitos fundamentales que facilitaron el control, mediante el cultivo, de las cosechas que en las condiciones previas eran ofrecidas por la naturaleza.
La secuencia cultural y cronológica del Neolítico.
La neolitización del Próximo Oriente es un fenómeno complejo, condicionado por una multiplicidad de factores, que requiere para su mejor comprensión encuadrarlo en una secuencia cronológica ordena y coherente. El problema surge en el momento de establecer unos límites precisos para los inicios de la vida aldeana y agrícola, ya que su implantación no repentina obedece, como se ha visto, a un proceso en el que no resulta sencillo, ni veraz, aislar fechas absolutas. Las dificultades no desaparecen, empero, al avanzar en la secuencia ya que no todas las áreas del Próximo Oriente experimentaron los mismos procesos en los mismos momentos, como ocurre con la introducción del regadío agrícola o la utilización de los metales en estado nativo. Aún así, un orden cronológico general, aunque aproximado, resulta necesario.
La transición mesolítica, como fase intermedia entre el final del Paleolítico Superior y el Neolítico inicial, se corresponde en la terminología basada sobre la tipología de la industria de piedra, con el periodo Epipaleolítico. Este, dividido a su vez, en Epipaleolítico 1 (del 15.000 al 10.000) y Epipaleolítico 2 (del 10.000 al 8.500), conoce en su segunda fase, la producción incipiente de alimentos, así como la aparición de los primeros asentamientos al aire libre, con lo que el habitat deja de ser exclusivo de las cuevas. Este segundo momento del Epipaleolítico, que es denominado por algunos (Braidwood: 1985; Liverani: 1988) como Neolítico “incipiente”, se caracteriza por la presencia de la cultura natufiense en Palestina (Mallaha, Behida, Jericó) y en los asentamientos del piedemonte de los Zagros (Zawi Chemi, Karim Sahir, Tepe Asiab). Se trata de agregaciones de cabañas -campamentos o poblados- de planta circular que descansan sobre una fosa semienterrada en el suelo. Los datos procedentes de Zawi Chemi sugieren una temprana (8.900) domesticación de ovejas. Se ha documento igualmente la presencia de silos en donde guardar el grano recolectado o incipiéntemente cultivado.
El Neolítico inicial o acerámico se extiende hasta el 6.000 y supone la implantación definitiva de la vida sedentaria y de las técnicas productivas agrícolas. Hacia el 8.000 la forma normal de asentamiento era al aire libre y se constata ya una población significativamente más numerosa que en la época anterior. Surgen las primeras aldeas, frente a los campamentos estacionales o permanentes de antes, con poblaciones entre los 250 y 500 habitantes, y casas de planta cuadrangular. La subsistencia se basa en el cultivo de cereales y leguminosas y en los rebaños de cabras, ovejas y cerdos, pero la caza y la recolección eran todavía actividades importantes.
En Palestina, el Neolítico acerámico (A y B), de tradición natufiense en su origen, se encuentra bien representado (Nahal Oren, Jericó, Beidha, Munhata), como también en Siria (Mureybit, Tel Halula), y en el piedemonte del Tauro (Cayönü), y de los Zagros, en el Kurdistán (Jarmo), Luristán (Tepe Gurán) y Khuzistán (Ali Kosh). Gran parte de los asentamientos neolíticos de Palestina fueron abandonados hacia el 6000, tal vez debido a una cierta desecación del clima que redujo los índices de pluviosidad, registrándose un hiato cultural de cerca de 1500 años (Jericó, Munhata, Sheik Alí). En el sudeste de Anatolia, Hacilar es una pequeña aldea del séptimo milenio cuyos habitantes cultivaban cebada y escanda, como los de Jarmo. El poblado continuó existiendo durante el siguiente periodo del sexto milenio en que hace su aparición la cerámica.
En el valle medio del Eufrates, Tell Halula, en Siria, ha proporcionado una de las secuencias más completas, permitiéndonos documentar la domesticación de espacies animales (cabra, oveja, buey), la aparición de la agricultura (trigo, lentejas, guisantes), y posteriormente de la cerámica, así como uno de los más antiguos ejemplos conocidos de "arquitectura monumental" en piedra (muralla y edificio singular) datable a mediados del VIII milenio. La arquitectura doméstica se caracteriza desde el comienzo de la vida del asentamiento, que llega a alcanzar una extensión de unas 8 ha, por la presencia de casas de planta rectangular organizadas siguiendo líneas paralelas en dirección este-oeste, con dos, tres y hasta cinco habitaciones, edificadas con adobe sobre un paramento de piedra, muros y suelos enlucidos de cal en el interior y un horno y hogar en la estancia más grande. Esta suele ocupar una posición central y bajo su suelo se enterraban los cuerpos de los difuntos cerca de la entrada. En una de estas viviendas han aparecido las más antiguas pinturas de figuras humanas conocidas de todo el Próximo Oriente. Se trata de representaciones esquemáticas de mujeres realizadas en pintura roja sobre estuco que recubren la pieza principal de la casa.
Una secuencia aún más larga presenta el asentamiento de Dja`de el Mughara, también en el valle medio del Eufrates, y próximo al anterior, que se inicia en la segunda mitad del IX milenio y finaliza en el bronce antiguo (tercer milenio), con un periodo intermedio de abandono durante el Neolítico Precerámico Medio y Reciente para volver a ser habitado en el Neolítico Ceramico prehalfiense (6000 a. C). En su fase más antigua presenta una construcción singular de planta circular, semienterrada, con pinturas murales de tipo geométrico que adornan el interior de las paredes. En este momento aún no se cultivaban plantas y no hay evidencias de animáles domésticos, al contrario que en Tel Halula. Las casas eran de pequeñas dimensiones, de planta rectangular, generalmente unicelulares, y separadas entre si por espacios abiertos. Estaban construidas con muros de adobe reforzados con armazones de piedras y suelos de tierra batida sobre un lecho de piedras. Especial atención merece la llamada "Casa de los muertos", un espacio pruricelular en el que se han documentado sepulturas de al menos sesenta individuos.
Recientemente se ha documentado una ocupación aún más antigua en Tell Ain el-Kerh, en el noroeste de Siria, en torno al 9400-9200 a. C, con lo que cambia totalmente nuestra percepción de los comienzos de la neolitización en esa zona, que antes se atribuía a la llegada de gentes desde otros lugares en un momento posterior, aunque la evidencia sobre cultivo de plantas y animales domésticos es aún incierta. Presenta un tipo de industria lítica que se sido detectada en diversas prospecciones en otros tantos lugares de Siria, lo que sugiere un cierto poblamiento de la región por parte de estas gentes y abre la posibilidad a la localización y excavación de nuevos asentamientos de este tipo.
El Neolítico pleno transcurre entre el 6.000 y el 4.500. y se caracteriza por una expansión de las técnicas productivas que alcanzaron las altiplanicies anatólica e irania y las tierras aluvionarias de Mesopotamia. Se inició entonces la irrigación artificial de los cultivos a escala modesta (Jericó, Chatal Hüyük, Eridu) y la manufactura de cerámicas y tejidos de lino y lana. Aparecen también los más antiguos vestigios de muestras de religiosidad relacionadas con un culto a los ancestros y a la fertilidad. Se trata de un periodo de gran variedad regional en el que plantas y animales domesticados son transferidos a regiones donde no habían existido en estado natural y donde encuentran un espacio más amplio para desarrollarse. A mediados del sexto milenio la mayoría de las aldeas fabricaban cerámicas con decoración incisa o pintada. Durante el Neolítico pleno o cerámico el Levante (Palestina y Siria) dejará de estar en la vanguardia de las innovaciones y del proceso de desarrollo, aunque la continuidad de la vida neolítica está asegurada en sitios como Biblos y Munhata.
En Anatolia, Chatal Huyuk constituye la mayor concentración que se conoce de aquella época en todo el Próximo Oriente y su arquitectura revela un grado de sofisticación y organización desconocido en otras partes. Las culturas mesopotámicas de Hasuna, Tell Halaf y Samarra (con el nombre de los yacimientos donde por vez primera fueron atestiguadas) que antes se consideraban sucesivas, extendiéndose en el tiempo entre el 5500 y el 4500, son en la actualidad interpretadas como expresiones regionales más o menos contemporáneas (Manzanilla: 1986, 84 ss) que sucedieron a la primera cultura neolítica localizada en Mesopotamia, Umm Dabaguiyah (6000-5500), en el norte de la llanura aluvial, en tierras de lo que en periodos históricos posteriores conoceremos con el nombre de Asiria. Halaf, que se caracteriza frente a las demás por su arquitectura de planta circular, es la más septentrional de ellas con el yacimiento arquetípico de Arpachiyah en la alta Mesopotamia, extendiéndose por buena parte del norte de Siria (Tell Hallaf), y Samarra la más meridional, ubicándose Hasuna entre ambas. En su fase final (5000-4800) atestiguada en el sitio de Choga Mami, la agricultura irrigada (Oates: 1976, 109 y 128) alcanzó creciente importancia entre las gentes de la cultura de Samarra, quedando la caza relegada a un papel marginal, al haber perdido su importancia en la obtención de alimento. Los adobes, más duraderos y resistentes que el tapial y que posibilitan la construcción de edificios de mayores dimensiones, se emplearon por primera vez en Mesopotamia en la arquitectura de los asentamientos de Choga Mami y Tell es-Sawwan, aunque ya habían sido utilizados antes en Anatolia (Cayönü) e Irán (Ganj Dareh). También se empleaba el cobre nativo en los que constituyen los objetos metálicos más antiguos encontrados en Mesopotamia. En el sur de Turquía, el yacimiento de Tell Kurdu, que corresponde con la fase de Halaf y la posterior de El Obeid da muestras de una precocidad importante en la organización del asentamiento que llegará a dar muestras de una incipiente jerarquización social durante el 5º milenio, coincidiendo con la adopción de muchos elementos procedentes de la Mesopotamia meridional.
El Neolítico final y el Calcolítico, cuyos límites no son fáciles de precisar, coinciden, a partir del 4500, con el desarrollo de los procesos de estratificación social y urbanización, basados en una economía excedentaria y en la distribución desigual del excedente, que llevarán a la aparición de la civilización, la sociedad de clases, y el Estado. A la aparición de la cultura de Eridu (5000-4500) en el sur de Mesopotamia, que practicaba también la agricultura irrigada, y confiere unidad cultural a los territorios que luego conoceremos como Sumer, Akkad y Elam, sucede aquella otra de El Obeid (4500-3500), con la que la Mesopotamia meridional, ya en ambiente calcolítico y en un contexto protohistórico, se situará a la cabeza del desarrollo tecnológico y organizativo del Próximo Oriente, mientras que más al norte la cultura de Halaf, que había alcanzado una extensión extraordinaria expandiéndose hasta alcanzar el curso medio-alto del Eufrates y la costa mediterránea, sufrirá una crisis progresiva de difícil explicación (Liverani: 1988, 89).