Las teocracias sumerias

Muchos de los indicadores arqueológicos que hacen posible el reconocimiento del Estado caracterizan ya la situación de algunos lugares del extremo sur mesopotámico durante el periodo Uruk-Yemdet Nars. Fueron aquellas, las primeras ciudades sumerias que se organizaron en estados arcaicos de tipo teocrático, estando dirigidas por las élites que se encargaban de la administración de los templos, cuya aparición hemos destacado páginas atrás. Poco después aparecieron los primeros palacios, síntoma inequívoco de una bipolarización en la cúspide social, consecuencia probablemente de la promoción de algunos destacados individuos al frente del ejército, hasta entonces brazo secular de los linajes sacerdotales gobernantes. La aparición del palacio marcará un hito en la evolución de la monarquía sumeria desde sus primitivas formas sacerdotales hacia su posterior evolución más militarista, propia ya de los Estados maduros.

El templo y el palacio eran por tanto las sedes en las que se ejercía la administración y el gobierno de las ciudades sumerias. Entre ambos las diferencias eran importantes, siendo el templo sobre todo la sede de la actividad de culto, la "casa del dios", donde la comunidad ofrecía a su dirigente simbólico, por medio de sus sacerdotes, culto diario y rituales periódicos, que tenían lugar en las grandes festividades (por lo general relacionadas con el calendario agrícola). El palacio era, en cambio, la residencia de un dirigente humano, el monarca que lo habitaba rodeado de su familia y de la corte de altos dignatarios. Pero a pesar de las diferencias la afinidad era también notable.

Palacio y templo eran, como queda dicho, sede de la actividad administrativa y de gobierno, lugares donde se acumulaba el excedente sobre el que se fundamentaba el funcionamiento de todo el mecanismo redistributivo (Liverani: 1988, 111). Ambos mantenían un nutrido grupo de especialistas en diversas actividades relacionadas con la administración, el gobierno y la producción, como escribas, contables, jefes y supervisores del catastro, mercaderes, artesanos, agricultores y soldados. Dichos especialistas, distribuidos en una jerarquía interna, no poseían sus propios medios de producción, sino que trabajaban con los medios de producción del templo o del palacio, siendo mantenidos por estos mediante un sistema de raciones o mediante asignaciones de tierra.

Con la aparición en Sumer de los estados arcaicos, así llamados por la relativa simplicidad de su articulación frente a los desarrollos políticos posteriores, que se manifiesta en el tipo de legitimación, el grado de organización burocrática y el nivel de desarrollo económico (Claessen: 1984), uno de los cambios de mayor trascendencia fue el que terminó por afectar a las pautas de residencia, cada vez más acordes con la especialización de las ocupaciones y menos con las relaciones de parentesco. Esta base residencial facilitará algo que resultaba esencial para el funcionamiento del Estado emergente: el establecimiento de un censo que permitiera fijar la población, y de un catastro que recogiera la productividad de las tierras, con fines recaudatorios, una vez que el sistema redistributivo resultaba modificado y las aportaciones "voluntarias" se tornaron obligatorias. Aunque en algunas ocasiones se ha sugerido que el nacimiento de los primeros estados no guarda forzosamente relación con la propiedad de los medios de producción, sobre los que se ejercería más bien un control de tipo abstracto, como la titularidad divina de los mismos en representación de la comunidad, lo cierto es que la base económica de los estados teocráticos sumerios resulta bastante clara y resultaba apoyada en buena medida sobre una posesión efectiva de los mismos.

Fue así que con la urbanización se produjo una modificación cualitativamente importante en el modo de poseer la tierra. Así, mientras que algunas tierras continuaron siendo propiedad de tipo familiar en el seno de las comunidades rurales (aldeas) que ahora eran tributarias de la ciudad, o más bien de sus "grandes organizaciones", palacio y templo, otras pasaron a pertenecer directamente al templo y luego al palacio, que tendían, por otra parte, a aumentar sus posesiones mediante la adquisición y la colonización de más tierras. Si bien las tierras del templo, explotadas por siervos o asignadas en lotes a ciertos especialistas a cambio de sus servicios, eran propiedad de la divinidad, sus detentadores inmediatos resultaban ser los sacerdotes, quienes ejercían la posesión efectiva de las mismas.

Por otra parte, las tierras de las comunidades rurales quedaban grabadas con un diezmo sobre la producción de sus cosechas, tasa que podía ser incrementada de acuerdo a las necesidades del Estado previstas por sus dirigentes. La población libre de las aldeas quedaba así mismo sometida a prestaciones obligatorias, una cierta cantidad en días al año, en las tierras de templos y palacios, generalmente coincidiendo con los grandes trabajos agrícolas estacionales, y en la construcción y mantenimiento de los canales de riego y de las murallas. También era reclutada ocasionalmente para formar una "milicia" de la ciudad que asegurase su defensa, junto a los soldados de oficio, en circunstancias de crisis militar cada vez más frecuentes.

De esa forma, la gestión centralizada de todas aquellas actividades quedaba aliviada de buena parte de sus costos, mediante la movilización obligatoria de los ciudadanos. Además, los resultados económicos conseguidos por templos y palacios se redondeaban con los beneficios que se obtenían del comercio, otra actividad enteramente centralizada, si bien no se trataba de beneficios obtenidos de la diferencia de precios, sino de los que generaba un sistema de intercambios desiguales o comercio a larga distancia que aprovechaba las diferencias en costes sociales de producción de las mercancías. Mediante aquel intercambio desigual se conseguían de la periferia mesopotámica apreciables cantidades de materias primas (metales, maderas, piedras duras) a cambio de un contingente más limitado de manufacturas, cereales y otras exportaciones "invisibles" que, como los tejidos, la lana, e incluso el pescado, no han dejado rastro arqueológico alguno (Crawford: 1973).

Gran parte de los recursos obtenidos por el Estado se empleaban, en las grandes construcciones y los complejos ceremoniales que encerraban un contenido simbólico, destinado a reforzar la ideología dominante y a promover la mobilización económica y laboral de la población. Con ello se ponía en evidencia la importancia y la riqueza de templos y palacios, representando así el aspecto con el cual la comunidad entera se presentaba ante los dioses, ahora jerarquizados en una variedad de funciones que constituía el reflejo de la especialización y estratificación similar que operaba en la sociedad, pero en la práctica era el aspecto con el que la clase dirigente se presentaba ante la gente.

La autoidentificación del grupo dirigente con el patrón divino de la comunidad, al cual los demás dioses quedaban subordinados, tendía a propiciar su cohesión interna frente a las evidentes desigualdades surgidas de la estratificación funcional y económica. Al mismo tiempo, la comunidad cohesionada mediante tal ideología político-religiosa era estimulada, por oposición, en el contraste con otras fuerzas del exterior, a las que se concibe habitando un mundo "bárbaro", hostil y peligroso, lo que justificará de paso la explotación y los ataques contra la "periferia" (Liverani: 1988, 140).

Las ciudades sumerias.
Hacia el 3000 las ciudades sumerias se encontraban repartidas en una serie de territorios separados entre sí por zonas "vacías" que, habiendo individualizado previamente la identidad de cada formación urbana, tenían la utilidad política de diferenciar los límites respectivos de cada pequeño reino y la económica de aportar recursos marginales pero importantes, pasto para el ganado, pesca y juncos. En el interior del territorio controlado por cada ciudad se repetía un mismo paisaje, que era el reflejo de la organización de la vida, marcada por la especialización y la concentración demográfica.

La ciudad constituía el centro político del territorio y era la sede de la mayor parte de las funciones especializadas. Ocupaba, por consiguiente, una posición "central", rodeada de numerosas pequeñas aldeas y de algunas agencias locales de la administración. Cada ciudad se encontraba rodeada de un cinturón de huertas, jardines y palmerales, al que sucede otra zona de cultivos cerealícolas, en la que se hallan las aldeas y campamentos estacionales de los agricultores, estando todo el territorio cuadriculado por los canales que permitían la irrigación. Más allá se extiende la estepa semiárida en la que pacen los ganados, los pantanos y el desierto.

El paisaje urbano se caracterizaba por las murallas, que protegían la concentración de la riqueza en su interior, defendiéndola de los ataques externos, y la arquitectura monumental de templos y palacios. En las inmediaciones de la ciudad se encontraban las haciendas "publicas", las tierras propiedad de aquellas grandes instituciones que eran los templos y palacios, y que se hallaban también en los límites del territorio como resultado de una reciente sistematización productiva que los había convertido en objeto de colonización. Este paisaje agrario contrastaba con aquel otro típico de las comunidades rurales, con sus aldeas de modestas dimensiones y pobre construcción y la tierra repartida en lotes familiares de aspecto alargado, que se disponían sobre su lado más corto para aprovechar mejor el agua de las acequias y canales, así como el trabajo del arado tirado por bueyes.

De norte a sur se extendían las ciudades de Sippar, Akshak, Kish, Marad, Isin, Nippur, Adab, Zabalam, Shuruppak, Umma, Girsu, Lagash, Nina, Bab-Tibira, Uruk, Larsa, Ur y Eridu. Con sus respectivos territorios políticos se escalonaban en un espacio relativamente reducido -unos 30.000 km2- a lo largo de dos lechos del Eufrates muy próximos entre sí, en lo que era una notable concentración de al menos una docena de estos pequeños reinos o principados, como gustan de llamarles algunos, ya que no está documentada para todas una capitalidad política que fuera sede de una dinastía propia.

Al norte del territorio de Sumer, en torno a la región de Kish, se extendía una zona donde la urbanización era menos intensa y predominaba la población semita, con su propia lengua, dioses y cultura, aunque ciertamente influida por la expansión de la civilización sumeria desde tiempos de El-Obeid, de la que había adoptado sobre todo la escritura. Ningún indicio parece señalar en principio la existencia de una enemistad recíproca entre las gentes de estas dos regiones. El nombre de "País de Akkad", que procede de la denominación de la capital fundada por Sargón, el primer soberano unificador de Mesopotamia, no hace su aparición hasta finales del tercer milenio y nada autoriza a pensar que su uso, contrastando con el "País de Sumer", implique una designación política, siendo las ciudades-estado, los pequeños reinos urbanos, las unidades políticas, sino que parece más bien una designación geográfica que encierra secundariamente un contenido cultural y étnico (Bottéro: 1983, 13).